27.

Caso cerrado

El reloj de la repisa de la chimenea dio la hora.

—No tema, inspector —dijo Oscar con una sonrisa—. Mantendré mi palabra. —Se volvió hacia la señora O’Keefe, que permanecía alerta junto al policía—. Señora O, ¿sería tan amable de salir y llevarles un mensaje a la señora Doyle y a la señora Wood? Las encontrará en el coche que está estacionado delante de la puerta principal. Tranquilícelas y dígales que ya no tendrán que esperar más de un cuarto de hora, veinte minutos como mucho.

—Como mucho —corroboró Gilmour con tono severo.

—Lléveles una taza de té, ¿le parece, señora O? Y, con permiso del inspector, ofrézcales también mi refrigerio a sus hombres.

El pelirrojo inspector de policía se volvió a mirar a la señora O’Keefe y asintió sucintamente. La señora O respondió al gesto del inspector con una reverencia y se desplazó lateralmente y en retirada fuera de la habitación. El sargento Atkins cerró con llave la puerta tras ella.

—Señor Wilde —dijo Gilmour bruscamente—. Ha expuesto usted su caso contra Aidan Fraser, tal y como acordamos…

—Y le llevaré hasta él enseguida, como le prometí, inspector. Concédame un instante más, se lo ruego. Ya casi hemos terminado.

Yo seguía con las dos manos sobre los hombros de Veronica. Ella había bajado la cabeza. Sentí que le temblaba el cuerpo al tiempo que, silenciosamente, se echaba a llorar.

—Llora usted, señorita Sutherland —dijo Oscar—, y sé por qué. Hubo un tiempo en que amaba usted a Aidan Fraser, aunque de eso hace mucho, antes de que descubriera su secreto, antes de descubrir que el verdadero amor de la vida de Fraser era «un ramerillo».

Veronica levantó la mirada hacia Oscar con indisimulado desprecio en los ojos. Él siguió mirándola fijamente mientras hablaba.

—La violencia que empleó en su lenguaje ayer por la mañana en París a punto estuvo de echarlo todo a perder.

Aston Upthorpe se movió y dijo en voz baja, dirigiéndose más a John Gray, que estaba a su lado, que a Oscar, que estaba de pie delante de él:

—Yo quería a Billy Wood. Quería a ese muchacho.

—Lo sé —dijo Oscar con suavidad—. Lo sé. —Volvió a dejar la copa en la repisa de la chimenea y miró a los policías que seguían de pie en el extremo más alejado de la habitación—. Aidan Fraser mató a Edward O’Donnell y a Gerard Bellotti para ocultarle su secreto al mundo. Los mató para ocultar también un segundo secreto, el secreto de otra persona. Aidan Fraser es un asesino: de eso no hay duda. Pero Aidan Fraser no mató a Billy Wood: de eso tampoco hay duda.

El silencio pesaba en la habitación.

—Entonces —intervino por fin Conan Doyle—, ¿fue el ama de llaves?

—Sí —dijo Oscar—, fue el ama de llaves. Ya al principio sospeché que había una mujer involucrada. Cuando acudimos a la escena del crimen, la encontramos inmaculada. Habían frotado la tarima del suelo, le habían dado lustre con cera de abeja, como bien recordarán. Eso era obra de una mujer, y de una mujer con la que yo me había cruzado pocos instantes después de que hubiera cometido el crimen. ¿Quién era? ¿Susannah Wood, llevada a asesinar a su propio hijo? Improbable. ¿La señora O’Keefe? Imposible. Acababa de llegar de Irlanda, ¿qué podía haberla llevado a obrar así? Y luego se me ocurrió que quizá no fuera una mujer, sino un hombre con actitud y formas de mujer… ¿Uno de los componentes del grupo de Bellotti, obsesionado con el muchacho, enloquecido y vestido en travestie?

Arthur Conan Doyle negó con la cabeza y dejó escapar un gruñido de incredulidad propio de un médico de pueblo. Oscar le miró con una sonrisa malévola.

—Cosas más raras se han visto, Arthur. Si no me equivoco, el canónigo Courteney celebra «matrimonios» entre hombres, y hasta Shakespeare, ¡su amado Shakespeare!, no dudaba a la hora de utilizar algún giro argumental que empleara a un muchacho representando el papel de una joven disfrazada de chico…

—¡Señor Wilde! —El inspector Gilmour llamó a Oscar al orden—. Ahora no estamos en el teatro. Esto es una investigación de un asesinato. Creo que ya le hemos permitido bastante.

Oscar se volvió hacia Conan Doyle en un fingido arrebato de indignación.

—Dígame, Arthur, ¿alguna vez tuvo Sherlock Holmes que aguantar un trato semejante?

—Vamos, Oscar —dijo Constance—, fuiste tú quien le aseguró a la señorita Sutherland que esto no era ningún juego. Me parece que sería justo con ella, y con el resto de nosotros, que pusieras fin a este desgraciado asunto.

—Tienes toda la razón, querida, como siempre… —Sonrió a su esposa, que desvió la mirada y que, incómoda como se sentía, dejó caer el paquete envuelto en papel marrón desde sus rodillas. Conan Doyle se agachó al instante para recogerlo.

Oscar se volvió una vez más hacia el inspector Gilmour:

—Haré lo que usted me pide, inspector, e iré al grano. Ha venido usted a arrestar al asesino de Billy Wood.

—Así es —respondió el inspector con frialdad.

—Bien —dijo Oscar—, pues aquí la tiene…

Oscar Wilde se volvió hacia Veronica Sutherland y la presentó a la sala como si fuera el objeto de una subasta. Veronica tensó la espalda. Apartó mis manos de sus hombros; los ojos echaban chispas, pero no dijo una sola palabra.

—Cometer un asesinato —empezó Oscar— es tarea fácil, incluso para una mujer. Matar a un chiquillo lleva apenas un instante, si el muchacho está dormido y uno tiene a su disposición un cuchillo de cirujano. Veronica Sutherland se enteró del enamoramiento que le profesaba su prometido a Billy Wood y decidió ponerle fin. Eligió el cumpleaños de su prometido porque sabía que era el día que Aidan y el muchacho, «el ramerillo», habían elegido para tener una de sus citas secretas. Veronica tenía su propia llave del veintitrés de Cowley Street. Supe por Messrs Chubb & Sons de Farringdon Street que ella había obtenido una copia de la llave la ultima semana de junio. Llevaba ya un tiempo planeando ese asesinato. El uno de junio, adquirió en Messrs Goodliffe & Stainer, suministradores de la profesión médica, el escalpelo de cirujano que utilizó, el mismo que había recomendado el doctor Bell, el viejo maestro de Arthur, en su célebre Manual de cirugía. El crimen estaba bien planeado… y fue ejecutado con precisión.

»La mañana del pasado martes treinta y uno de agosto, Veronica Sutherland entró al número veintitrés de Cowley Street y esperó allí a los dos hombres cuyas vidas, de modos distintos, buscaba destruir. No creo que fuera su intención enfrentarse a Fraser y a su catamita juntos. Creo que su plan era más maligno que todo eso. Quería matar al muchacho… y obligar a Fraser a vivir sin él. El chico no significaba nada para ella y sí todo para él. El plan era matar al muchacho y dejar a Fraser con vida, con un agujero vacío allí donde antes había latido su corazón.

»Esa tarde, entre las dos y las tres, en la habitación del primer piso de Cowley Street, Aidan Fraser ungió a Billy Wood como lo habría hecho con su novia. Rodeados de velas, envueltos en la fragancia del incienso, se acostaron juntos y, al terminar, se despidieron. Fraser salió solo de la casa. Tenía asuntos que requerían su atención. A fin de cuentas, acababa de ser ascendido al puesto de inspector en Scotland Yard. Pero Billy se quedó detrás, y Billy era joven, libre y había bebido vino. Se quedó dormido donde había yacido con Fraser, en una alfombra sobre el suelo de Cowley Street, con una seráfica sonrisa en sus labios rosados y la luz de las parpadeantes velas a su alrededor. Así fue como Veronica Sutherland le encontró. Así estaba cuando ella le cortó el cuello de oreja a oreja.

»Y entonces sonó el timbre y aparecí yo, ¡entrando y saliendo como una exhalación! Llevaba prisa cuando llegué. Cuando me fui, salí de la casa distraído. Cuando me hizo pasar, apenas me detuve a mirar a la señorita Sutherland. De todos modos, estaba semioculta detrás de la puerta. Nada vi, excepto un destello de su pelo rojo. Naturalmente, ella no me esperaba. Esperaba a Fraser. Y cuando me vio a mí, y no a Fraser, inmediatamente abrió la puerta de par en par y se ocultó tras ella al tiempo que yo cruzaba el vestíbulo a toda prisa y subía las escaleras. Más tarde, naturalmente, Fraser volvió a Cowley Street, como ella esperaba. Supongo que regresó poco después de las seis, al término de su jornada laboral. Volvió en un cabriolé en busca del muchacho al que amaba y en vez de eso se encontró con la mujer a la que había amado en su día con el cuerpo mutilado del muchacho que había ocupado su lugar en el corazón del inspector.

»¿Qué podía hacer el pobre Fraser? Si acudía a la policía, su vida habría terminado. Lo mínimo que podía sucederle era terminar en la prisión, acusado de corruptor de menores. Poniéndonos en lo peor, podía terminar colgado por cómplice de asesinato. No tenía elección. Hizo lo que su prometida le ordenó. Se convirtió entonces en su prisionero.

»Supongo que juntos terminaron de limpiar la escena del crimen. Hicieron un concienzudo trabajo, y se cuidaron mucho de no dejar ni rastro de pruebas tras ellos, cosa, por otro lado, harto esperable: Fraser había sido adiestrado por la Policía Metropolitana. Supongo que juntos metieron el cuerpo del pobre Billy en el arcón del vestíbulo y trasladaron el arcón en un carruaje hasta esta casa. Juntos, supongo, guardaron el arcón en el almacén de hielo del jardín.

Inmediatamente, el Inspector Gilmour y el sargento Atkins empezaron a moverse hacia la puerta. Oscar se rió.

—El arcón no se escapará, caballeros. Lleva allí cinco meses sin que nadie lo toque. Además, ya no contiene el cuerpo del pobre Billy Wood.

—¿Sabe usted entonces dónde encontraremos el cuerpo? —preguntó Gilmour.

—Sí —respondió Oscar—. Creo que sí. Aidan Fraser amaba a Billy Wood y le deseaba, incluso después de muerto. Fue Aidan Fraser, sólo él, quien embalsamó el cuerpo de Billy Wood. Había visto hacerlo en la morgue de Scotland Yard. Una noche visitó la morgue, se llevó a casa fluido de embalsamar, y se llevó también prestada la pequeña bomba manual que requiere la empresa. Embalsamó a Billy Wood como quien cumple con un sacramento, con reverencia y adoración, tal y como los sacerdotes del antiguo Egipto embalsamaban a los reyes muchachos del Nilo.

Oscar se volvió de pronto hacia Veronica.

—¿Dónde encontró el cuerpo, señorita Sutherland? —Veronica no respondió, sino que miró a Oscar con los ojos preñados de un frío desprecio—. ¿No va a decírmelo? Bien, en ese caso, deje que intente adivinarlo. ¿Quizás en la cama de Aidan? ¿En el lecho matrimonial que en su día creyó que era suyo por derecho propio? ¿Me equivoco? ¿Me equivoco? —Lentamente, Veronica apartó de él los ojos y miró a Constante Wilde—. Eso creía, señorita Sutherland —prosiguió Oscar—. Hasta después de su muerte, Aidan Fraser llevó a Billy Wood a su cama. Hasta después de muerto, el muchacho era hermoso.

Aston Upthorpe se encorvó hacia delante y ocultó el rostro en sus manos. John Gray le rodeó los hombros en un gesto de consuelo. Veronica apartó la mirada de Constance y la clavó en los dos hombres sentados en el sofá francés. De pronto, en un violento arrebato, les escupió.

—¿Es desprecio? ¿Burla? ¿Temor? —preguntó Oscar—. Las mujeres se defienden atacando, del mismo modo que atacan movidas por una repentina y extraña rendición.

Veronica se volvió a mirar a Oscar y le espetó, burlona:

—¿Qué sabrá usted de las mujeres, señor Wilde?

—Sé lo que sabía Congreve:

No hay en el cielo rabia, no hay amor en odio convertido,

ni furia tan infernal como la mujer burlada.

—Sé que era tanto lo que Aidan Fraser amaba a Billy Wood que le llevó a su cama incluso después de muerto y que eso la volvió a usted loca. Había matado al muchacho una vez y volvió a hacerlo. Le cortó la cabeza, su hermosa cabeza… Para ello compró una sierra quirúrgica en Messrs Goodliffe & Stainer el veintitrés de diciembre a las tres de la tarde. He repasado su registro de ventas y, con objeto de herir y de humillar más aún a Fraser, envió la cabeza el día, del modo y a la hora precisa para que llegara a mi casa de Tite Street cuando Fraser estaba allí sentado, aparentemente relajado, rodeado de sus amigos.

»Pero “nadie comete un crimen sin hacer alguna estupidez”, señorita Sutherland. Y esa noche, la noche del cumpleaños de Constance, usted cometió una estupidez. Robó un bastón espada de mi casa. El bastón estaba allí al comienzo de la tarde y había desaparecido cuando usted se marchó. Y yo me di cuenta. Lo cogió usted y se lo llevó oculto bajo el abrigo. Robert, el pobre muchacho, no reparó en ello cuando se reunió con usted en el vestíbulo un instante después de que lo sacara del perchero.

»Creyó, erróneamente, excuso decirle, que se trataba de mi bastón espada, cuando, de hecho, era de Robert, un regalo que le había hecho a Constance hace años. Pero usted se lo llevó, creyendo que era mío. Había decidido que quería implicarme de algún modo en el asunto. Tanto era lo que mi descripción de la juventud y la belleza de Billy la habían repugnado. Creyó, de nuevo erróneamente, lamento decirlo, y es que las apariencias pueden ser muy engañosas… En fin, creyó, probablemente debido a lo que Fraser le había contado acerca del sórdido “Asunto de Cleveland Street”, que yo era, como lo son otros, y como lo era el propio Fraser, un amante de los hombres, un asiduo de los burdeles masculinos, un sodomita…

Conan Doyle carraspeó. John Gray negó con la cabeza. Gilmour gritó desde el otro extremo del salón:

—Son ya pasadas las siete y cuarto, señor Wilde. Prometió entregarme a los dos asesinos en una hora. Ése fue el acuerdo.

—Y cumpliré mi palabra, inspector. Aquí tiene a la señorita Sutherland. Llévesela, es suya.

—¿Y Fraser? ¿Dónde está Fraser?

—Arriba, en la habitación que está justo encima de nosotros, acostado en la cama junto a la cabeza y el cuerpo de Billy Wood.

—¡Atkins! —ordenó el inspector, abriendo de un tirón la puerta del salón—. Vaya… vaya ahora mismo.

Oscar le gritó entonces.

—Le esperará, sargento. Está muerto. Aidan Fraser se quitó la vida entre las cuatro y las cinco de esta tarde. Creo que descubrirá que se ha matado con el bastón espada que la señorita Sutherland le facilitó para tal propósito.

De pronto, todos los presentes empezaron a moverse. Gilmour fue directamente hacia Veronica. Ella se levantó y se enfrentó a él con la cabeza alta y las manos tendidas. Luego se volvió a mirarme mientras el inspector cerraba un par de esposas alrededor de sus muñecas.

—Adiós, señor Sherard —me dijo.

—La amo —susurré—. Todavía la amo.

—Es usted un idiota —respondió—, como todos los hombres. Unos vanidosos y unos estúpidos.

Oscar estaba de pie con el brazo alrededor de los hombros de Constance.

—Sé que para ti ha sido una tarde difícil, querida, pero me pareció que lo mejor era que vieras y oyeras lo peor de los hechos de primera mano.

—Lo entiendo —respondió Constance—. Ya suponía algunas cosas, aunque no todo. Llevas varios meses con la mente puesta en este asunto. Me alivia saber que todo ha terminado. Y también a los niños les aliviará saberlo. Necesitan ver más a menudo a su padre.

—Deberías culpar a Arthur por haberme implicado en todo esto —dijo Oscar, sonriendo benevolentemente al médico de pueblo, que había sacado su pipa e iba dándole caladas con semblante pensativo.

—¿Cómo? —protestó—. Fue usted quien me planteó el asunto, Oscar. El caso era suyo, no mío.

—Le conozco mejor de lo que usted cree, Arthur. Oh, vamos, hombre, reconózcalo.

—¿Reconocer qué?

—Que yo llamé su atención sobre la muerte de Billy Wood, pero que usted me envió al encuentro con su amigo Aidan Fraser de Scotland Yard. Usted albergaba sus sospechas sobre él, ¿me equivoco? Sospechas, aunque ninguna prueba. No podía interrogarle usted mismo… Aidan era amigo suyo, así que me puso a mí sobre el caso, soltándome como a su sabueso. Y, para ponerme la zanahoria en la nariz, llegó incluso a descubrir la primera «pista»: las diminutas gotas de sangre en la pared. Esas salpicaduras de sangre: nadie las vio salvo usted. Nadie necesitaba verlas. Reales o imaginarias, sirvieron a su propósito.

—Me asombra usted, Oscar —dijo Conan Doyle—. Estoy convencido de que debe de ser uno de los hombres más extraordinarios del momento.

—Bueno, si eso es lo que piensa de mí, sé que no le importará hacerme un favor. —Miró hacia la puerta. Veronica Sutherland había desaparecido. Los policías se movían de acá para allá—. Cuando el inspector Gilmour se haya llevado el cuerpo de Fraser, me quedará todavía un deber que cumplir. Prometí a Susannah Wood que podría ver hoy a su hijo, y así será. Dispongamos, usted y yo, el cuerpo de Billy bajo sábanas limpias, con una tela alrededor del cuello, y llevémosla a ver a su pequeño por última vez.

—Muy bien —respondió Conan Doyle.

—Sherard y yo llevaremos después a la pobre mujer a Charing Cross. A su debido tiempo, Billy será enterrado en el mar, ese mar que «lava las manchas y las heridas del mundo».

—¿Eurípides?

—Así es. Es usted la honra de la Universidad de Edimburgo, señor Doyle. ¡Y esta tarde la señora Doyle se ha ganado un sitio entre los ángeles! Cuando hayamos terminado, ¿serían Touie y usted tan amables de acompañar a Constance a Tite Street? Les estaría muy agradecido.

—Por supuesto. —Doyle a punto estuvo de estrechar la mano de Oscar, pero pareció pensarlo mejor y, con el puño cerrado, le golpeó el hombro en un gesto cariñoso—. Buen trabajo, amigo mío. Caso cerrado.

—Y John… —Oscar se volvió hacia John Gray, que seguía de pie en compañía de Aston Upthorpe junto a las cortinas que cubrían la ventana—, ¿podrías acompañar a casa al señor Upthorpe?

Oscar cogió el paquete que Constance había tenido en las manos hasta entonces y se lo entregó al anciano pintor.

—¿Qué es esto? —preguntó Upthorpe.

—Regalos de bautizo —dijo Oscar—, para Fred y Harry. ¿Se acuerda? Pitilleras. ¿Podría entregárselas en mi nombre… con todo mi amor?