3.
El 23 de Cowley Street
El número 23 de Cowley Street era una casa de ladrillo rojo, de una sola fachada y dos pisos construida en la década de 1780 como parte de un conjunto de modestas casas adosadas originalmente destinadas a los sacristanes y miembros del coro de la abadía de Westminster. El exterior de la casa mostraba cierta dignidad sin pretensiones. El interior, falto de ventilación y cerrado como una caja, y en apariencia desprovisto de muebles, carecía curiosamente de carácter. La señora O’Keefe, que por fin había descubierto qué llave encajaba con cada una de las cerraduras, nos hizo pasar a un incómodo vestíbulo apenas más pequeño que la caseta de un centinela. De inmediato, delante de nosotros apareció una empinada escalera de madera, estrecha y sin alfombrar.
—¿Subimos? —sugirió Conan Doyle.
—Si la señora O’Keefe nos lo permite —dijo Oscar.
—Oh, sí, señor —respondió la buena mujer, volviendo a ejecutar una genuflexión y señalándonos la escalera—. Como si estuvieran en su casa. Ya conocen el camino. Iré a por las lámparas de gas.
—No es necesario —dijo Oscar—. Hay luz suficiente. Un suave rayo de sol brillaba por entre el montante en abanico situado encima de la puerta, iluminando el polvo suspendido en el aire sobre las escaleras.
—Vamos —dijo Conan Doyle—, acabemos con esto.
Subimos la escalera y llegamos sin dilación al descansillo.
—¿Es ésta la habitación? —preguntó Doyle.
—Así es —respondió Oscar.
—Muy bien —dijo Conan Doyle calmadamente—. Estamos preparados. Después de usted…
Despacio, con sumo cuidado, Oscar hizo girar el picaporte y abrió la puerta de un empujón.
Adaptamos los ojos a la penumbra. Las cortinas, de pesado terciopelo y de un color verde botella, estaban echadas sobre las ventanas que teníamos ante nosotros, pero un halo de cálidos rayos solares se filtraba sobre el suelo por debajo de ellas. Ninguna alfombra cubría la tarima del suelo. Las paredes estaban desnudas. Aparte de las cortinas, no se veía ni un solo mueble. Ni lámparas, ni candeleros, nada. La habitación estaba vacía, totalmente vacía.
—Se lo han llevado —exclamó Oscar.
—¿Alguna vez estuvo aquí? —preguntó Conan Doyle.
—Le doy mi palabra, Arthur, de que… —empezó a protestar Oscar, pero Conan Doyle levantó una mano para hacerle callar.
Desde el momento en que, media hora antes, habíamos dejado el hotel, Oscar había llevado el control de la situación. Nos había mostrado el camino, lleno de energía y de iniciativa. En ese momento estaba perdido. La energía había desparecido y la iniciativa parecía sumida en la confusión. Sin la menor objeción, el metropolitano hombre de mundo dejó que fuera el joven médico de provincias quien asumiera el control. Mientras Conan Doyle cruzaba rápidamente la habitación y corría las cortinas, Oscar, desinflado, se quedó junto a la puerta en silencio, con la mirada fija en la tarima del suelo.
—¿Huelen a incienso? —preguntó Doyle.
—No —respondí, olisqueando el aire—. Si a algo huele, es a cera de abeja.
—Sí —dijo—, acaban de darle lustre a la madera del suelo. Está reluciente. —Se paseó por la habitación como si intentara calcular su tamaño—. No hay manchas de sangre en el suelo, ni restos de velas consumidas.
—Había una alfombra, una alfombra persa —murmuró Oscar, como para sí mismo—. Tenía los pies aquí, la cabeza allí… Había un cuchillo…, recuerdo una hoja, una hoja reluciente.
Conan Doyle parecía no prestarle la menor atención. Estaba ocupado examinando las paredes, pasando lentamente los dedos por las abigarradas franjas estilo regente de color verde y negro del mugriento papel de la pared. Se quedó durante un instante junto a cada una de las paredes, estudiándolas atentamente. No apreció en ellas ni clavos ni ganchos visibles, ni tampoco señales que indicaran el lugar donde podía haber habido algún mueble. En la cara posterior de la puerta había un pequeño colgador de bronce: nada más. La habitación estaba vacía y daba la impresión de llevar algún tiempo así.
—Muy bien —anunció por fin Conan Doyle—, ya hemos visto lo que hemos venido a ver. Nuestro trabajo ha concluido. Debo tomar mi tren. —Apoyó una mano bondadosa sobre el hombro de Oscar—. Vamos, amigo mío, pongámonos en marcha.
Aparentemente aturdido, Oscar se dejó llevar escaleras abajo. La señora O’Keefe merodeaba junto a la puerta principal, ansiosa por volver a convertirnos en blanco de sus reverencias.
—¿Ha resultado todo satisfactorio? —preguntó—. ¿Servirá la habitación? He encontrado la cocina y una tetera en caso de que les apetezca un refrigerio, caballeros.
—No, muchísimas gracias —respondió Conan Doyle, sacando una moneda de seis peniques del bolsillo de su abrigo y dándoselo a la mujer—. Le estamos muy agradecidos, pero debemos irnos ya.
—Muy agradecidos —repitió Oscar con aire ausente, como si estuviera a mil leguas de allí. A continuación, volviendo en sí, saludó a la señora O’Keefe con una inclinación de cabeza y le tendió la mano. Ella la tomó entre las suyas y besó su anillo como si se tratara de un obispo.
—Bendito sea, señor —dijo—. Rezaré por usted.
—Récele mejor a san Judas —murmuró Oscar—, el patrono de las causas perdidas.
—Le rezaré también a santa Cecilia —añadió la señora O’Keefe, santiguándose mientras salía de forma apresurada tras nosotros de la casa hacia la calle—. Sobre todo cuida de los músicos, ¿o no es así? Cuidará de ustedes.
En el coche, mientras rodábamos lentamente por Abingdon Street hacia el puente de Westminster, reinaba un silencio tenso. Yo no decía nada porque lo cierto es que no se me ocurría nada que decir. Oscar estaba sumido en melancólicas cavilaciones, con la mirada perdida en la ventanilla del coche. Por fin, cuando entrábamos en Parliament Square, Conan Doyle habló:
—No sabía que fuera usted músico, Oscar —dijo—. ¿Qué instrumento toca?
—No lo soy. No toco ningún instrumento —respondió Oscar—. Mi hermano Willie es el músico de la familia. Toca el piano…
—Y compone —añadí, en un intento por mantener viva la conversación—. Willie Wilde crea unas parodias y pastiches musicales de lo más ingeniosos.
—Sí —dijo Oscar, sin apartar la mirada de la ventanilla—. La caricatura es el tributo que la mediocridad paga al genio.
Conan Doyle se rió. Oscar se volvió bruscamente hacia él.
—Tiene razón, Arthur. No ha sido un comentario demasiado amable de mi parte. Cuando se trata de mi hermano mayor, a menudo me muestro poco caritativo. Está mal que lo haga, lo sé… Es un comportamiento poco cristiano. Es sólo que no estoy muy seguro de que el «mejorado» resultado final de los Preludios de Chopin obra de Willie cumpla con sus expectativas.
Conan Doyle sonrió.
—En una ocasión aprendí a tocar la tuba —dijo, evidentemente decidido a impedir que Oscar volviera a sumirse en su sombrío ensueño.
—¿Ah, sí? —preguntó éste, rompiendo a aplaudir de pronto—. ¿De verdad? —La mera idea de imaginar al médico de Southsea con sus ojos lúgubres y aquel mostacho de morsa soplando una tuba animó a Oscar al instante—. Cuéntenos, Arthur. ¿Cuándo fue eso? ¿Y por qué?
—Hace años, en el colegio.
—¿En Stonyhurst? —chilló Oscar—. ¡Después de todo, la enseñanza privada inglesa tienes motivos para vanagloriarse!
—No, Oscar —fue la respuesta de Doyle, que acompañó con su risa afable—, no fue en Stonyhurst. Cuando tenía diecisiete años, antes de empezar a estudiar medicina, pasé un año de estudios en Austria, con los jesuítas.
Oscar apenas pudo ocultar su satisfacción.
—Unos jesuítas que tocaban la tuba —exclamó—. ¡Dios del cielo! —Durante un instante, pareció el Oscar de siempre y se inclinó hacia Doyle, tocándole la rodilla—. Arthur, creo que le conozco lo suficiente como para decirle esto. Cuando estaba en Oxford, una vez pasé la noche en compañía de una troupe de cantantes tiroleses. —Bajó la voz en un gesto cómplice—. La experiencia me cambió para siempre.
Doyle y yo soltamos una carcajada y Oscar volvió a recostarse en el respaldo del asiento, reposando su gran cabeza contra el cabezal de cuero de la parte posterior del coche. Le miramos y sonreímos. De nuevo, él se volvió a mirar por la ventanilla y, al hacerlo, vimos que dos pequeñas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—¿Qué pasa, Oscar? —preguntó Doyle, repentinamente preocupado y en absoluto acostumbrado a los volubles cambios de humor de nuestro amigo.
—Pienso en Billy Wood —respondió Oscar con un hilo de voz—. Adoraba a ese chiquillo.
Se produjo una pausa incómoda.
—Entonces, ¿no era ningún desconocido? —dijo Doyle, entrecerrando los ojos y arqueando una ceja.
—No —respondió Oscar, volviéndose a mirar al médico—. En eso le mentí. Le ruego que me disculpe. Billy Wood no era ningún desconocido.
—¿Y le quería?
—Le quería, sí —dijo Oscar—. Sí, le quería… como a un hermano.
—¿Como a un hermano? —repitió Doyle.
—Como al hermano pequeño que podría haber tenido —dijo Oscar—. Éramos amigos… grandes amigos. Buenos compañeros. Tuve una hermana pequeña. Mientras vivió, fue mi mejor amiga. Pero también a ella la perdí. Tenía diez años cuando murió.
—Lo siento —dijo Doyle—. No lo sabía.
—Ha pasado mucho tiempo desde entonces —dijo Oscar, sacando su pañuelo y secándose los ojos sin el menor asomo de timidez—. Más de veinte años. —Sonrió—. Los buenos se van primero —prosiguió—. Isola tenía diez años. Billy, apenas dieciséis. «Los buenos se van primero, y aquellos cuyos corazones están secos como el polvo del estío agotan su tiempo». —Miró al río por la ventanilla del coche. Estábamos en mitad del puente de Westminster—. ¿Reconoces el verso, Robert?
Me avergonzó admitir que no.
—¿Es Shakespeare? —pregunté.
—No —dijo, reprobador—, claro que no. Se trata de tu abuelo, Robert. —Se volvió hacia Conan Doyle para explicarle—: Robert es el biznieto de uno de los pocos poetas laureados realmente merecedores de ese honor: William Wordsworth. —Arthur respondió con el gruñido de perplejidad que al parecer es la reacción inevitable ante semejante información. Oscar prosiguió—: Robert se muestra reticente sobre su distinguido antepasado porque él es también poeta. Pero, dado que estamos donde estamos, en el puente de Westminster, y dada también la naturaleza de la mañana, «silenciosa, desnuda», espero que pueda llegar a perdonarme…
Antes de que Conan Doyle pudiera embarcarse en el tren de preguntas que, por la experiencia de toda una vida, yo sabía que no tardarían en aparecer ante la mención de mi relación con Wordsworth, intervine para cambiar de tema.
—¿Tiene usted hijos, Arthur? —pregunté.
Conan Doyle era un hombre amable, rápido y sensible, y enseguida se percató de que yo no estaba demasiado dispuesto a dar pie a una conversación sobre la historia de la familia Wordsworth-Sherard.
—Sí —respondió de buena gana—, sólo uno. Una hija, Mary. Esta semana cumple nueve meses. Es una niña regordeta y llena de vida, con unos preciosos ojos azules y piernas arqueadas. La adoro.
—Los niños son un auténtico deleite —dijo Oscar—. Mis pequeños tienen tres y cuatro años, y están llenos de esperanza. Temo terriblemente por ellos.
—Le entiendo —dijo Arthur con amabilidad—. También yo tuve una hermana. Y también murió.
—No lo sabía —dijo Oscar.
—¿Y cómo iba a saberlo? —preguntó Doyle.
—No se me ha ocurrido preguntarlo. Qué falta de consideración. Le ruego que me perdone, querido amigo. Puedo llamarle amigo, ¿verdad? ¿A pesar de que nos conozcamos desde hace tan poco tiempo?
—Para mí es un honor que me considere su amigo, Oscar —respondió Conan Doyle. Percibí al oírle hablar que estaba conmovido. (A medida que fui conociéndole mejor, me di cuenta de que siempre que hablaba íntimamente, o sobre cosas que le conmovían mucho, su acento edimburgués, por lo general apenas perceptible, resultaba especialmente evidente).
—Aunque el amor es maravilloso en todas sus formas —dijo Oscar—, para mí la amistad es un sentimiento mucho más elevado. Nada hay en el mundo más noble, o más precioso, que la verdadera amistad. ¿Quiere que seamos amigos de verdad, Arthur?
—Eso espero —dijo Doyle muy serio y, como en un intento por sellar el acuerdo, se volvió hacia Oscar y le estrechó la mano con vigor. Si Oscar se estremeció, cosa que perfectamente pudo haber hecho dada cuenta de que el de Doyle era un puño de hierro, no dio muestra de ello. Los dos hombres se sonrieron y se volvieron luego hacia mí y los tres nos reímos al unísono. Cualquier resto de tensión se había desvanecido.
—«Una queja me brindó oportuno alivio» —dije, añadiendo, incómodo, en un intento por dar una explicación—: mi bisabuelo…
—Lo sé —dijo Conan Doyle—. Aprendimos el poema de memoria en el colegio.
—¿En Austria? —chilló Oscar.
—¡No, Oscar! En Stonyhurst. Es mi poema inglés favorito. Contiene algunos de los versos más hermosos de nuestra lengua. «La flor más humilde, al abrirse, puede brindarme pensamientos a menudo demasiado profundos para el llanto».
—Si volviera a vivir —dijo Oscar—, me gustaría hacerlo convertido en flor… carente de alma, aunque perfectamente hermosa.
—¿Y qué flor serías, Oscar? —pregunté.
—Oh, Robert, ¡por mis pecados, debería convertirme en un geranio rojo!
Mientras volvíamos a reírnos, Doyle miró por la ventanilla y vio los escalones de la estación de Waterloo en la distancia. Dijo entonces, presa de una repentina urgencia:
—¿Puedo preguntarle algo, Oscar?
—Lo que quiera.
—¿Sobre el número veintitrés de Cowley Street?
—Lo que quiera. —Oscar volvía a estar relajado.
—¿De quién es la casa?
—¿El veintitrés de Cowley Street? No tengo ni idea. —Oscar respondió a la pregunta con aire despreocupado.
—Pero ¿ha alquilado allí habitaciones? —A pesar de que Conan Doyle inició con suavidad su línea de interrogatorio, empleando el tono afable que utilizaría un amigable médico de familia para averiguar detalles sobre los síntomas de su paciente, poco a poco el tono engatusador y reconfortante del médico que atiende junto a la cama de su paciente dio paso a algo menos acogedoramente benevolente y más propio de un interrogatorio celebrado en un tribunal.
—Sí —replicó Oscar—. He alquilado habitaciones en la casa… de vez en cuando, no a menudo.
—¿Y no está al corriente de quién es el dueño de la propiedad?
—No, no lo estoy. Siempre he tratado con O’Donovan & Brown de Ludgate Circus.
—¿Actúan como agentes del inmueble?
—Así es. Cobran cuatro libras al mes por la casa entera, si no recuerdo mal… o una guinea por semana, o cuatro chelines per diem, todo incluido. ¿Está pensando en abrir consulta en Londres, Arthur?
Conan Doyle pasó por alto la chanza de Oscar. Arrugó la frente.
—¿Todo incluido? —repitió.
—Sí —dijo Oscar—. A menudo hay algún alma cándida a mano como la señora O’Keefe que ofrece consuelos humanos.
—Pero es que no lo entiendo, Oscar. Tiene una casa llena de habitaciones en Tite Street. ¿Para qué necesita otra en Westminster… sobre todo una que cuesta cuatro chelines al día?
—También es posible alquilarla sólo medio día, Arthur. O’Donovan & Brown ponen todo de su parte por ser complacientes. Según creo, hay un médico que alquila la casa los lunes por la mañana por media corona. No le conozco. Me han dicho que sus clientas son básicamente jovencitas. Me da que no es demasiado respetable.
—Oscar —dijo Conan Doyle—, no ha respondido a mi pregunta.
—No tiene ningún misterio, Arthur —respondió Oscar sin el menor asomo de sentirse molesto—. A veces, cuando tengo algún alumno al que darle clases o necesito una habitación donde escribir, alquilo la casa de Cowley Street durante uno o dos días. Es así de simple. En Tite Street tengo mujer, hijos y servicio… e inoportunas amistades e impertinentes comerciantes que llaman a todas horas, invitados o no. Apenas me es posible trabajar un poco en absoluto aislamiento de todo y de todos. Sé bien que los médicos requieren que sus salas de espera estén llenas; los poetas, en cambio, desean que las suyas permanezcan vacías. La poesía, como bien nos enseñó el antepasado de Robert, es emoción recordada en la tranquilidad. No hay tranquilidad en Tite Street.
El coche acababa de detenerse delante de la estación, pero Conan Doyle no había terminado aún.
—¿Y son en su mayoría escritores los que suelen alquilar habitaciones en Cowley Street? —preguntó.
—Escritores… y músicos. Y también pintores. De hecho, toda suerte de personas. En una ocasión me topé allí con un clérigo, un obispo auxiliar. Estaba trabajando en una serie de sermones… sobre el tema del pesar y los siete pecados capitales, si mal no recuerdo. Los miembros del Parlamento también utilizan la casa de vez en cuando. Vienen a jugar a las cartas… con los pintores y sus modelos.
—¿Y fue en Cowley Street donde conoció a Billy Wood?
—Sí —se limitó a responder Oscar.
—¿Y era el modelo de un pintor? —sugirió Conan Doyle.
—Sí —dijo Oscar, sorprendido—. ¿Cómo lo ha adivinado?
—Ha dicho que era un chiquillo hermoso.
—Tenía la belleza de la juventud. Y yo siento pasión por la belleza… como le ocurría a Wordsworth. Y a Robert. Y como no dudo que le ocurre también a usted. La poesía es el rebose espontáneo de poderosas emociones. La pasión por la belleza no es más que el deseo vital magnificado. Conocí a Billy Wood y le quise. En su compañía, me alegraba estar vivo.
—Nos ha dicho que era un pillastre de la calle.
—Y así es —dijo Oscar, mirando a su interrogador directamente a los ojos—. Era un chiquillo bastante ignorante; apenas sabía leer; podía escribir su nombre, pero poco más. Sin embargo, tenía una inteligencia innata, una mente curiosa y una memoria notable. Y una capacidad de concentración que no he encontrado hasta ahora en nadie de su edad. Estaba ávido por aprender… y yo feliz de poder enseñarle.
—¿Le enseñaba? —preguntó Conan Doyle.
—Le enseñaba poesía. Le llevaba al teatro. Fomentaba su talento. Tenía talento. Era un actor por naturaleza. En el escenario podría haber llegado lejos.
—Y dice que ayer vio a ese joven amigo suyo, el tal Billy Wood, en la habitación del primer piso de Cowley Street, con el cuerpo desnudo bañado en sangre y degollado de oreja a oreja.
—Eso es, Arthur. Y usted no me cree.
—Oh, Oscar —dijo Conan Doyle—. Claro que le creo. Le creo del todo.