5.
Fraser de Scotland Yard
Gracias a mi amistad con Oscar Wilde, conocí a muchos hombres extraordinarios. Creo que ninguno de ellos supuso un impacto tan profundo en mi vida como Aidan Edmund Fettes Fraser.
El día que Oscar y yo le conocimos —el 1 de septiembre de 1889—, Fraser acababa de cumplir treinta y dos años. A pesar de sus ojos hundidos de grandes párpados, parecía mucho más joven. Iba bien afeitado, tenía unos rasgos definidos y proporcionados, la tez blanca como el yeso y una frente ancha y suave como el alabastro. Llevaba el pelo oscuro, casi negro, peinado hacia atrás, sin raya y un poco más largo de lo que se llevaba en aquel momento. Era, sin duda alguna, de una belleza arrebatadora: alto, delgado, atlético y anguloso. A Oscar le recordó el cuadro de Rossetti que tiene por título Dante dibujando un ángel en el primer aniversario de la muerte de Beatriz. (Era uno de los cuadros favoritos de Oscar; lo cierto es que ¡prácticamente cualquier joven apuesto y de tez pálida le recordaba al Dante de Rossetti!). Al verle aparecer, Aidan Fraser me llevó más a pensar en mi noción de la creación de Arthur Conan Doyle: Sherlock Holmes.
Aunque Fraser era en aquel entonces inspector de la Policía Metropolitana —el más joven de los veintidós inspectores de «la Met»—, era un caballero por nacimiento. Según Conan Doyle, que les conocía bien tanto a él como a su familia, el difunto padre de Fraser había heredado una plantación de plátanos en las Indias Orientales y su tío abuelo (el hermano de la madre del padre de Fraser) había sido sir William Fettes, el afamado empresario y filántropo escocés cuya obra había hecho posible la fundación del Fettes College de Edimburgo en 1870. Cuando el colegio abrió sus puertas, Aidan Fraser estuvo entre sus primeros alumnos. Al parecer, había sido un estudiante ejemplar: cortés, concienzudo, exitoso; capitán del equipo de criquet, del de rugby y, a su debido tiempo (y sin ganarse por ello ni la sorpresa ni el resentimiento de sus contemporáneos), el capitán del centro.
Fue precisamente al terminar sus estudios en Fettes cuando un elemento inesperado se introdujo en el currículo de Fraser. Aunque podría haber iniciado sus estudios de derecho en el Balliol College de Oxford, prefirió quedarse cerca de casa y estudiar ciencias naturales en la Universidad de Edimburgo. Allí fue donde conoció a Arthur Conan Doyle, dos años más joven que él (a pesar de que a Doyle siempre le tomaban por el mayor de los dos), y ambos se convirtieron en «mejores amigos», e, inseparables durante tres años, fueron grandes y fieles compañeros.
Según Doyle, la amistad entre ambos se fundaba sobre una mutua admiración por la controvertida obra del profesor Thomas Huxley (el biólogo conocido como El Bulldog de Darwin) y creció (ya de forma menos controvertida) durante las largas horas compartidas en los campos de golf. A Huxley se le atribuye la acuñación del término «agnóstico», y Fraser y Conan Doyle, para consternación de los devotos miembros de las familias de ambos, se convirtieron en francos y entusiastas campeones del «agnosticismo». Casi tan alarmante para su familia resultó el sorprendente anuncio que Aidan Fraser hizo poco después de cumplir los veintiún años, por lo que había alcanzado la mayoría de edad y, como hijo único de su difunto padre, heredaba una fortuna que excedía las cuarenta mil libras. Según dijo, después de graduarse no tenía la menor intención de seguir fiel a la tradición de los Fraser y de los Fettes y hacer carrera en el mundo del comercio, sino que había decidido marcharse de Edimburgo, irse a Londres y entrar en el recientemente formado Departamento de Investigaciones Criminales (DIC) de la Policía Metropolitana.
Fraser afirmaba que lo que le había atraído del DIC era su tranquilizadora sede (Great Scotland Yard) y la posibilidad de hacer «algo real, algo útil en la vida», aplicando a la labor de la policía la filosofía que había aprendido del profesor Huxley. «La ciencia —eran las famosas palabras de Huxley— no es más que el sentido común debidamente ejercitado y organizado».
Para convertirse en detective del DIC, Fraser tuvo primero que servir como agente de ronda. Poseía las calificaciones necesarias para ello. En ese momento tenía más de veintiún años y menos de veintisiete; medía más de un metro y setenta y cinco centímetros de altura sin zapatos ni calcetines; era capaz de demostrar que podía «leer correctamente», «escribir legiblemente» y que tenía «un buen conocimiento de ortografía»; se le consideró «generalmente inteligente» y «libre de cualquier desajuste físico». Como era de prever, dadas sus ventajas en cuanto a educación y cuna, Fraser ascendió sin apenas esfuerzo en el cuerpo, ganándose una promoción o un galardón de algún tipo en cada uno de sus años de servicio. El día que le conocimos era el primero de su último cargo. Acababa de ser nombrado detective inspector responsable de la coordinación de todas las operaciones del DIC en cinco de las diecisiete divisiones de la Met: la A (Whitehall), la B (Chelsea), la C (Mayfair y Soho), la D (Marylebone) y la F (Kensington). Había albergado la esperanza —«aunque sólo sea por razones de pulcritud alfabética», nos explicó— de quedarse también con la división E, pero, como él mismo explicó, «con una lógica totalmente reñida con las mejores tradiciones de la Met», la E (Holborn) había sido agrupada con la G (King’s Cross) y la N (Islington) bajo el mando del inspector Archy Gilmour, amigo suyo y compañero escocés.
Cuando a Oscar y a mí nos hicieron pasar a su despacho, situado en la tercera planta del nuevo edificio de Scotland Yard, faltaba poco para las cuatro. Encontramos a Fraser de pie, solo, tras su escritorio, dándonos la espalda y al parecer mirando por la estrecha ventana al Embankment del Támesis que quedaba justo debajo.
—Por favor —dijo, volviéndose bruscamente al oírnos entrar—. Les aseguro que no estaba distraído mirando por la ventana. Estaba examinando sus tarjetas. Es mi primer día en este despacho. Es un edificio de construcción reciente y el arquitecto es escocés, pero aquí dentro la luz es terrible. Les ruego que me disculpen.
La habitación era a todas luces oscura, estrecha e inhospitalaria, pero la recepción que nos había dispensado Fraser fue todo lo cálida y soleada que podíamos haber esperado. Nos estrechó la mano y a continuación dio una palmada y nos sonrió de oreja a oreja,
—Bienvenidos —dijo. Aunque tenía una boca muy pequeña, su sonrisa resultaba extraordinaria porque sus dientes eran perfectos: blancos y uniformes, brillaban como botones de madreperla recién pulidos.
—Bienvenidos —repitió, sentándose en el borde de su escritorio de madera vacío mientras nos invitaba a «tomar asiento». Tan sólo había dos sillas duras y de respaldo recto colocadas una junto a la otra contra la pared del despacho. Oscar las miró receloso.
—Sentimos molestarle —empezó, sentándose con un gesto incómodo en una de las sillas.
—No es ninguna molestia —dijo Fraser cordialmente—. Para mí es un honor tenerles aquí. Cualquier amigo de Conan Doyle es amigo mío. —Su tez era tan pálida, su piel tan suave, sus ojos tan oscuros, que, por contraste, el entusiasmo de su actitud y el resplandor de su sonrisa resultaban claramente desconcertantes—. Hoy es mi primer día en un nuevo cargo y son ustedes mis primeras visitas. ¿Puedo ofrecerles una taza de té?
—No, gracias —respondió Oscar rápidamente, sin duda temiendo que la calidad del té estuviera acorde con la comodidad del mobiliario—. Permítame que me presente…
Fraser le interrumpió.
—No es necesario, señor Wilde. Conozco su reputación. Admiro su obra. Hace años que lo hago, de hecho, desde que leí por casualidad uno de sus primeros escritos cuando estaba en la universidad.
—Ah —dijo Oscar, gratificado—. ¿Puedo preguntarle cuál era?
—«La verdad de las máscaras» —respondió Fraser, apartando despacio su mirada de los ojos de Oscar para posarla en los míos—. Y señor Sherard —prosiguió—, leí su artículo sobre el gran Emile Zola en el Blackwood’s Magazine este fin de semana. Es usted todo un reformista social, señor, como espero serlo yo también.
Aidan Fraser nos encantó y nos desarmó. Nos hizo sentir totalmente a nuestras anchas y a continuación nos invitó a que le contáramos nuestra historia.
Fue Oscar quien lo hizo. La contó bien, al detalle pero sin adornos. Fraser escuchaba. Escuchaba concentrado al tiempo que alternaba su mirada entre los dos, asintiendo de vez en cuando con la cabeza o golpeándose ligeramente la barbilla con el índice para indicar que estaba siguiendo la narración de Oscar en cada uno de sus detalles, aunque nunca interrumpiendo. Escuchó con sumo cuidado y, cuando Oscar terminó, dejó que un prolongado silencio cayera sobre nosotros antes de hablar.
—Caballeros —dijo, por fin, mermándose hacia nosotros con los ojos entrecerrados y la suave frente hecha un mar de surcos—, tenemos un problema.
—¿Un problema? —repitió Oscar.
—Sí, señor Wilde, un problema. Verá, un asesinato en el que no hay ningún cuerpo es desde luego un misterio…
—¡Pero si yo vi el cuerpo! —exclamó Oscar.
—Sí —dijo calmadamente el inspector Fraser—, eso dice. Hace veinticuatro horas vio un cuerpo, pero el cuerpo ha desaparecido.
—Vi el cuerpo —repitió Oscar, plañidero.
—Y reconoció el cuerpo… —prosiguió Fraser.
—Era Billy Wood…
—¿Al que usted conocía, aunque no muy bien?
—Conocía al muchacho, aunque… —Oscar vaciló. Agitó su mano derecha en el aire en una especie de gesto despreciativo—. Le conocía, aunque no… íntimamente.
Fraser observó la incomodidad de Oscar. Dejó que reinara un nuevo silencio.
—¿Conocía al ama de llaves? —preguntó.
—No.
—¿La reconoció?
—No.
—¿Podría describírmela?
—No, no le presté la menor atención.
—¿Qué edad tenía? ¿Qué altura? ¿No tenía ningún rasgo identificador?
—Ninguno que yo recuerde. —Oscar vaciló—. Creo que llevaba algo rojo… quizás una flor, un pañuelo, no lo sé. Pasé por su lado sin apenas reparar en ella.
El inspector volvió la mirada hacia mí y habló como solicitando mi apoyo.
—¿Ve usted cuál es el problema? Muchas preguntas y muy pocas respuestas. —Miró fijamente a Oscar—. Según me ha dicho, había un ama de llaves en la escena del supuesto crimen, señor Wilde, pero no es capaz de describirla. Me dice que había un cuerpo, pero al parecer ha desaparecido. Dice que el cuerpo pertenecía a un muchacho que usted conocía, pero al que no conocía «íntimamente»… Me pregunto por qué nadie que le conociera íntimamente (su familia, amigos, coetáneos) ha reportado su desaparición. ¿Dónde está ahora su cuerpo? ¿Dónde, en resumen, está la evidencia del asesinato?
—¡Está la sangre que hay en la pared! —protestó Oscar.
—¿Sangre que usted vio? —pregunto Fraser.
—Que Doyle vio —dijo Oscar.
—Ah, sí —murmuró Fraser, casi para sus adentros—. Las minúsculas salpicaduras de sangre de Arthur… —Juntó las manos y se levantó—. Debemos investigarlas —dijo rotundamente—. Eso sí podemos hacerlo. Enviaré a uno de mis hombres a Cowley Street directamente… esta misma tarde. ¿El número veintitrés, dice usted? Si encontramos alguna prueba, podremos empezar por ahí, pero sin ella, señor Wilde, sin un cuerpo…
—¡Hay que encontrar el cuerpo! —gritó Oscar.
Fraser estaba de pie detrás de su escritorio y tenía sus largos dedos apoyados en él.
—Me temo que nuestros medios son escasos —dijo con tono casi lastimero—. Contamos con mil trescientos hombres para patrullar una ciudad de cinco millones. No podemos salir a buscar cuerpos como quien busca una aguja en un pajar, señor Wilde. Y la triste realidad es que, incluso aunque los encontremos, incluso aunque nos topemos con la prueba más sangrienta que quepa imaginar, demasiado a menudo seguimos siendo incapaces de resolver el misterio… No se haga usted ilusiones, señor Wilde. Piense en esas pobres desafortunadas de Whitechapel.
Durante meses del año anterior, el notorio caso de Jack el Destripador había llenado páginas y páginas de la prensa popular.
—Han encontrado a otra no hace mucho, ¿verdad? —pregunté.
—Sí —respondió Fraser—, hace seis semanas, en Castle Alley. Alice McKenzie. Tenemos su cuerpo… o lo que queda de él. Conocemos su historia. Conocemos sus movimientos durante las horas anteriores a su muerte. Hemos identificado e interrogado a sus seres más próximos, a los que la vieron con vida por última vez. Tenemos una montaña de pruebas, tenemos incluso una carta que supuestamente es obra de su asesino, y aun así ni siquiera nos acercamos a un asomo de solución del crimen… Y es posible que nunca lo hagamos.
—¿Acaso no la degollaron?
—Sí —dijo Fraser—, pero no se deje llevar por el entusiasmo, señor Sherard. También le habían mutilado el abdomen. El asesino de Whitechapel acecha a las mujeres en los callejones oscuros, no a chiquillos en habitaciones iluminadas por la luz de las velas.
Estaba claro que nuestra entrevista estaba tocando a su fin. Fraser salió de detrás de su escritorio y se dirigió hacia la puerta. Oscar y yo nos levantamos. Cuando él se puso de pie, se balanceó durante unos segundos y palideció. Los delicados vinos de John Simpson’s y la habitación mal ventilada de Aidan Fraser le estaban pasando factura. El inspector de policía le tendió una mano para ayudarle a recuperar el equilibrio.
—Siento decepcionarle, señor Wilde —dijo—. No quiero prometerle más de lo que puedo hacer. Pero, quédese tranquilo, haré lo que pueda. Esta misma tarde enviaré a uno de mis hombres a Cowley Street.
—¿Me hará saber el resultado del registro? —preguntó Oscar.
—Por supuesto —dijo Fraser, sacando nuestras tarjetas del bolsillo de su chaleco—. Enviaré un telegrama a Tite Street. No se preocupe.
—Mejor a mi club, si no le importa —intervino rápidamente Oscar.
—Naturalmente —respondió Fraser—. Al Albemarle, ¿no?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Oscar, sorprendido—. ¿Es usted miembro?
—No —dijo Fraser, dejando a la vista una hilera de dientes perfectos—. Soy detective.
Oscar, que había recuperado el color, soltó una risilla suave y estrechó la mano de Fraser.
—Gracias por su tiempo, inspector. Gracias por escucharnos. Espero que no considere que he actuado mal viniendo a verle hoy.
—De hecho, todo lo contrario —dijo Fraser—. Ha cumplido usted con su deber. Ha denunciado un supuesto crimen a las autoridades competentes. Ha actuado con absoluta corrección, como debería hacerlo todo caballero. —Hizo una breve pausa y clavó su mirada en la de Oscar—. Lo que me sorprende es que no viniera a verme ayer, justo después de haber hecho su descubrimiento. ¿Hay alguna razón que le llevara a esperar veinticuatro horas para venir?
Fraser sonrió ladinamente mientras formulaba la pregunta. Para mi sorpresa, Oscar no pareció en absoluto desconcertado.
—Soy el príncipe de las vacilaciones —dijo—. Es el peor de mis pecados. Jamás hago mañana lo que puedo hacer… pasado mañana.
Fraser se rió.
—Bien, ya ha cumplido con su deber, señor Wilde, y, una vez hecho esto, señor, siga mi consejo: olvide lo ocurrido. El asesinato es un sórdido asunto. Es responsabilidad de la policía, no del príncipe de la dilación, y tampoco del quisquilloso campeón de la estética. Ha hecho todo lo que estaba en su mano en este asunto. Y ha obrado bien. Que tenga un buen día.
El sol todavía brillaba con fuerza cuando llegamos a la calle, pero había refrescado. Oscar se volvió hacia el edificio y alzó la mirada hacia la tercera planta. Asomado a una estrecha ventana de celosía vimos al inspector Aidan Fraser que nos miraba. Oscar levantó la mano y le saludó. Fraser inclinó la cabeza y le devolvió el saludo.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Ahora necesito despejarme un poco —dijo Oscar—. Volveré andando a casa por el río. Creo que aprovecharé para pasar por Cowley Street. Tengo que pedirle un favor a la señora O’Keefe. —Cuando quise decir algo, levantó un dedo para hacerme callar y luego, con las dos manos, me recolocó la corbata y me cepilló ligeramente los hombros como podría haberlo hecho con sus hijos cuando se preparaban para ir al colegio—. Y tú, mi querido Robert —dijo—, debes ir a casa y ordenar tu mesa. Hay trabajo que hacer, un misterio por resolver, y agradeceré tu ayuda… y tu compañía. Encontrémonos en el club a las once, o un poco más tarde. Mientras tanto, vuelve a tu habitación y termina el artículo que más cerca estés de concluir. Y envíale un telegrama al abogado de tu esposa. Dile que en este momento el divorcio está fuera de toda posibilidad. Actualmente estás ocupado en un asunto mucho más apremiante: un asesinato. Se quedará desconcertado ante la verdad. Así es siempre con los mediocres.
A las once y quince de esa misma noche, como habíamos quedado, me encontré con Oscar en el Albemarle. Le hallé solo en la biblioteca, tomando champán y leyendo a Wordsworth.
—Tu bisabuelo es un gran hombre —declaró—. Nos enseña a aceptar la «carga del misterio», «la pesada y agotadora carga de todo este mundo ininteligible», ¿no te parece?
La llegada de Hubbard me ahorró el reto de tener que darle una respuesta adecuada. El criado del club se quedó obsequiosamente junto a la puerta con una pequeña bandeja de plata en la mano.
—Ha llegado un telegrama para usted, señor Wilde —dijo.
—Será de Fraser —dijo Oscar, cogiendo el pequeño sobre amarillo y pasándomelo a mí—. ¿Qué dice?
Rasgué el sobre y leí la comunicación en voz alta.
—«REGISTRO COMPLETADO. STOP. NO HALLADAS PRUEBAS. STOP. LAMENTO IMPOSIBLE ULTERIORES ACCIONES LLEGADOS A ESTE PUNTO. SALUDOS, FRASER».
Oscar no dijo nada. Hubbard seguía esperando junto a la puerta. Tosió, como el mayordomo de una comedia teatral, y murmuró:
—Y hay alguien que quiere verle, señor. En el vestíbulo.
Oscar pasó de pronto a la acción.
—Ven, Robert. Ven —dijo, dejando caer el ejemplar de Wordsworth al suelo y pasando conmigo por el lado de Hubbard como una exhalación hacia el vestíbulo—. El juego ha empezado.
La persona que había venido a ver a Oscar le esperaba nerviosa en el vestíbulo externo de club, junto a la portería. La reconocí al instante. Era la señora O’Keefe. En cuanto aparecimos, nos saludó con una profunda reverencia. Oscar la levantó tirando de su mano y se limitó a decir:
—¿Y bien, señora?
—He seguido sus instrucciones al dedillo, señor Wilde. No me he ido de Cowley Street hasta que su coche ha venido a recogerme a las once en punto. Nadie se ha acercado a la casa desde su última visita. Ni la policía, ni ninguna otra persona; nadie, nadie en absoluto.
—Que Dios la bendiga, señora O’Keefe —dijo Oscar.
—Y a usted —dijo la señora O’Keefe—. Rezaré por usted.
—Recemos el uno por el otro —respondió Oscar, haciéndole entrega de un soberano.