8.

Los secretos de The Castle

Susannah Wood le arrebató a Oscar el anillo de la mano y se lo llevó a los labios.

—Mi pequeño —gimoteó—. Mi pequeño está muerto…

—Me temo que así es —dijo Oscar, rodeando con sus brazos los hombros de la mujer.

—¿Por qué? —se lamentó ella—. ¿Por qué? ¿Quién le ha hecho esto a mi querido niño?

—No lo sé —dijo Oscar, que ahora estrechaba contra él a la desconsolada madre—, pero del mismo modo que fui amigo de Billy, lo seré también de usted. Descubriré la verdad, señora Wood. Se lo prometo.

De pronto, la mujer se apartó de él de un empujón.

—Tengo que ir a Londres ahora mismo —chilló—. Tengo que ver su cuerpo. Debo ver su hermoso rostro por última vez. ¿Está muerto mi pequeño? ¿Cómo le mataron? ¿Cuándo fue? ¿El martes, dice usted? ¿A la luz de las velas? ¿En una habitación de un primer piso? ¿Por qué? ¿Por qué? —Sollozaba al hablar y empezó a sacudir violentamente la cabeza.

—Cálmese, querida señora —dijo Oscar—. Responderé las preguntas que pueda. Cálmese, se lo ruego.

—Perdóneme —se disculpó la desconsolada mujer, inspirando hondo y haciendo un esfuerzo por contener su dolor—. Billy era mi única alegría. —Despacio, se llevó la mano a la cara, la abrió y clavó la mirada en la ensangrentada alianza. Se inclinó hacia delante y besó una vez más el anillo antes de deslizárselo en el dedo medio y empujarlo contra la alianza que ya llevaba. Levantó entonces los ojos hacia Oscar—. ¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Y cómo es que conocía a mi hijo?

—Soy escritor —dijo Oscar—, y profesor. Conocí a su hijo por casualidad,

—¿En Londres?

—En Londres —corroboró Oscar—, hará cosa de un año. Enseguida me gustó. Era un muchacho brillante… y ansioso por aprender. No sé si sabe usted que quería ser actor.

—Sí, lo sé.

—Nos encontrábamos quizás una vez al mes, a veces más a menudo. Le daba lecciones de «inglés oral». Leíamos juntos a Shakespeare. Era un alumno aventajado, si quiere que le sea sincero, no es que me necesitara demasiado. Había sido bendecido con un don natural: una voz atlética, una elegancia innata, ¡y esa chispa en la mirada! Por encima de todo, tenía energía, una energía ilimitada. Y la energía es el secreto de todo éxito mundano.

—Ahora sé quién es usted —dijo ella, tocándole la mano—. Billy hablaba de usted. Le llamaba «Oscar».

—Éramos amigos.

—Le estaba muy agradecido, señor Wilde, lo sé —dijo la señora Wood—. Hablaba muy poco de su vida en Londres, pero sí hablaba de usted. Confiaba en usted.

—Me alegra saberlo —dijo Oscar.

—¿Les apetece una taza de té? —preguntó la señora, secándose los ojos.

—Sería muy amable de su parte —dijo Oscar—. Tomemos una taza de té… y hablemos. Si voy a ayudarla, señora Wood, si voy a encontrar a quien ha asesinado a su hijo, debe contármelo todo sobre usted, sobre Billy, sobre el hombre con el que acabamos de toparnos en la calle hace apenas…

Ella asintió.

—Y usted debe contarme todo lo que sepa sobre la muerte de Billy.

—Le contaré lo que sé —accedió Oscar.

En el mal iluminado y descolorido salón delantero de The Castle, sentados a una mesa dispuesta para el desayuno varias semanas antes, frente a varias tazas de un té caliente y dulzón —la bebida a la que sólo recurren los ingleses en momentos de pesar—, Oscar le contó a Susannah Wood todo lo que sabía sobre las circunstancias de la muerte de su hijo. No llevó mucho tiempo. Y cuando terminó, le preguntó:

—¿Tenía enemigos Billy, señora Wood? ¿Se imagina usted quién puede haber deseado arrebatarle la vida de un modo tan horrible?

La pobre mujer siguió sentada en silencio, con la mirada perdida en la mesa. Por fin habló.

—No sabía prácticamente nada de la vida que llevaba en Londres —dijo—. No sabe usted lo avergonzada que estoy.

Oscar tomó la mano de la señora Wood en la suya.

—Hábleme de su vida —dijo amablemente—. Cuénteme su propia historia, y también la de Billy. Cuéntemelo todo.

«Los actores son muy afortunados —me escribió en una ocasión Oscar en una carta—. Pueden elegir aparecer en una tragedia o en una comedia, si sufrirán o si festejarán, si se reirán o verterán lágrimas. Pero en la vida real las cosas son distintas. No hay elección. El mundo es un escenario, pero debemos representar en él el papel para el que estamos hechos».

Mientras la señora Wood contaba su historia y nos relataba el papel que la vida real le había impuesto, yo tenía la sensación de que Susannah Wood había esperado largo tiempo para desahogarse. Hablaba de forma irregular, aunque con una aparente franqueza cuanto menos arrebatadora. Mientras hablaba, a veces su dolor la aplastaba como rompen las olas enormes sobre una playa. Cuando una ola la golpeaba, ella sollozaba de pronto incontroladamente y se aferraba a Oscar como podría haberlo hecho a un padre querido; cuando la ola por fin rompía y el agua había vuelto a deslizarse hasta el mar por la arena, se secaba los ojos y hablaba con fluidez y deprisa como si estuviera desesperada por hablar antes de que la siguiente ola la arrollara. Dirigía todas sus palabras a Oscar y sólo a él, pero mientras yo escuchaba su relato y, a petición de mi amigo, tomaba notas de los puntos esenciales de su discurso, creía cada una de sus palabras.

Oscar se había equivocado acerca de ella: no era ni una señora Todgers ni tampoco una señora Gummidge. Para empezar, tan sólo tenía treinta y cuatro años y era hermosa. Aunque no era físicamente perfecta —sus cabellos cobrizos estaban salpicados de gris; los pálidos ojos verdes, inyectados en sangre; tenía tersas arrugas alrededor de la boca y una marca de nacimiento de color rojo azulado en el cuello—, había en ella una dignidad y una elegancia que yo no había esperado encontrar en la mujer que regentaba un pequeño hotel de la costa. A pesar de su prosaico vestido gris de ruda tela, tenía la figura de una dama y no de una esclava del trabajo. Resultaba además especialmente llamativa porque su altura era superior a la media y porque, aun a pesar del dolor que la embargaba, llevaba la cabeza alta.

Según nos dijo, había nacido en 1855, el 11 de agosto, para ser más exactos («Ah —comentó Oscar— el día de santa Susana»), y era la hija bastarda de un tal señor Thomas Wood, abogado de Gray’s Inn Road, London WC. Su madre, cuyo nombre ella no había llegado a conocer, había muerto al dar a luz. Su padre, nacido el año de la batalla de Trafalgar, murió cuando ella apenas había cumplido cinco años, en el verano de 1860.

Había sido criada por una pareja de ancianos —Mary y Joseph Skipwith, ya fallecidos— que vivían en Bromley, un suburbio del sudeste de Londres, y quienes, en su día, habían trabajado para su padre como cocinera y jardinero.

Los Skipwith eran gente austera y temerosa de Dios. No tenían hijos propios y tampoco sentían especial cariño hacia Susannah. Cumplieron con su deber con ella debido al respeto que le profesaban a su padre y porque él les pagaba para que así lo hicieran. Cierto es que no les pagaba mucho —y eso es algo que el señor Skipwith se encargó de dejarle claro a Susannah—, pero sí les pagó «suficientemente», y en esta vida (en la que, como el salmista nos enseña, tan sólo podemos aspirar a alimentarnos con el pan de las lágrimas) toda «suficiencia» debe considerarse como una bendición.

Los Skipwith sentían absoluta devoción por las palabras del salmista y eran asiduos al recuento de sus bendiciones. Le exigieron a Susannah que siguiera su ejemplo: que leyera la Biblia todas las mañanas y todas las noches y que diera gracias a Dios por su buena fortuna a la menor oportunidad. Durante su infancia, Susannah jamás tuvo tiempo de estar inactiva. De los ocho a los doce años, fue a la Poor School de Bromley, aunque, salvo las horas en que estaba en el aula, o yendo y viniendo de la escuela, o en la iglesia, o yendo o viniendo de la iglesia, siempre estaba ocupada con la labor que Dios, y los Skipwith, le habían asignado: barrer, fregar, limpiar, frotar, pelar, desvainar, lavar, coser, preparar y remendar. La señora Skipwith le enseñó a llevar una casa. El señor Skipwith le enseñó a cuidar el jardín, a cultivar legumbres y hortalizas, a encender fuegos, cortar madera y manejar un cuchillo.

Joseph Skipwith era habilidoso con el cuchillo. Podía degollar y despellejar a un conejo o a una liebre y tenerlos a punto para la olla en cuestión de minutos. También tenía especial habilidad para la talla de la madera, y de él Susannah aprendió a utilizar un sencillo cuchillo de cocina y fragmentos de madera reunidos al azar —pequeños leños y ramas caídas— para tallar todo tipo de modelos. Con la ayuda del señor Skipwith, a la edad de once años, Susannah talló un arca de Noé en madera de haya —el arca tenía más de medio metro de largo— y una completa colección de criaturas, grandes y pequeñas, que la habitaban. Tenía quince años cuando, un domingo después de vísperas, el señor Skipwith la forzó, intentando besarla en los labios y manosearle el cuerpo. Al ver que ella se resistía, echó el arca con todos sus animales al fuego, arengando contra la vanidad de la joven, su arrogancia y su ingratitud.

Mientras vivió con los Skipwith, Susannah no deseaba nada, salvo felicidad. Su vida en Bromley era tal y como ella la esperaba: un valle de lágrimas. Sabía —lo sabía desde que tenía uso de razón— que en algún momento dejaría de vivir con los Skipwith, que el día de su decimoctavo cumpleaños su vida estaba predestinada a cambiar, pero no tenía ninguna noción del cambio que ese día podía implicar hasta que el día llegó. Los Skipwith le habían dicho que, aunque era una bastarda, su padre era un hombre honorable que reconocía que, tanto en este mundo como en el siguiente, cada pecado exige su penitencia y que, consecuentemente, había dejado asegurado su futuro, y también el de ellos. Y así fue.

El 11 de agosto de 1873, Joseph y Mary Skipwith recibieron del legado del difunto Thomas Wood Esquire, de Gray’s Inn Road, Londres WC, un pago ex gratia de ciento cincuenta libras en reconocimiento final por los servicios prestados. Susannah Wood, su reconocida hija natural, recibió las escrituras de una propiedad libre de cargas conocida como The Castle, situada en Harbour Street, Broadstairs, Kent, junto con una renta anual de por vida de ochenta libras.

El señor y la señora Skipwith quedaron satisfechos con su recompensa. El señor Skipwith dijo que le parecía «suficiente», aunque según Susannah, lo dijo con un desacostumbrado color en las mejillas que sugería que la suma excedía con mucho sus más remotas expectativas. La propia Susannah quedó abrumada al tener noticia del monto de su herencia.

—Hasta ese momento, no sabía lo que era la felicidad, señor Wilde. La felicidad es libertad. Mi padre me dio esta casa y con ella me dio la libertad. Me dio un hogar propio, y una ocupación. Me dio unos ingresos y también la felicidad. Y nunca le conocí.

The Castle era una de las propiedades costeras de Thomas Wood. Cuando Susannah la adquirió, era una destartalada pensión. Dos años después de que tomara posesión de ella, antes del verano de su veinte cumpleaños, la había transformado en un respetable hotel.

—Este era mi castillo, señor Wilde.

—Y cuando, un día, a su castillo llegó un príncipe —dijo Oscar—, su felicidad fue completa durante un instante.

Ella se rió entre lágrimas.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Soy escritor de cuentos de hadas —respondió Oscar—. Sé muy bien cómo empiezan. Y también cómo acaban. Lloro por usted. ¿Cómo se llamaba su príncipe?

—¿Su nombre? William O’Donnell —dijo la señora Wood.

—¿William O’Donnell? —repitió Oscar.

—Sí. No era más que un chiquillo…

—Pero ¿era hermoso? —sugirió Oscar.

—Sí —se apresuró a responder Susannah, posando sus manos en las de él—. ¿Cómo sabe todo esto?

—No sé nada —dijo Oscar—. Simplemente intuyo… Su príncipe era farero…

De pronto, Susannah Wood se sobresaltó y se llevó las manos a la boca, perpleja.

—Era joven —prosiguió Oscar—, guapo y valiente, Y murió en el mar.

—¿Cómo lo sabe? —jadeó Susannah—. Jamás se lo he contado a nadie.

Yo estaba tan perplejo como ella.

—¿Cómo sabes todo esto, Oscar? —pregunté.

Él se volvió a mirarme y sonrió.

—Mira a tu alrededor, Robert —dijo—. ¿Qué ves en las paredes del salón? ¿Qué has observado al pasar por el pasillo?

Recorrí con la mirada la lóbrega habitación.

—¿Cuadros? —me aventuré a preguntar. Vi entonces que las paredes estaban cubiertas de una profusión de cuadros enmarcados de varias formas y tamaños.

—Sí, Robert, «cuadros»: reproducciones, aguafuertes, grabados, biografías y mezzotintas. ¿Acaso no lo ves? La señora Wood ha elegido estos cuadros no por su mérito artístico (la calidad del arte es indiferente), sino por el tema. ¿No has reparado en que cada uno de estos cuadros representa una escena similar, ya sea la de un faro o la de un naufragio? La señora Wood ha creado un altar para su tristeza secreta.

—En cuanto le encontré —dijo Susannah, como si hablara consigo misma—, le perdí. Y ahora también he perdido a Billy.

Oscar se levantó y se acercó a la silla en la que estaba sentada la señora Wood. Le puso la mano derecha en el hombro.

—Cuando encontremos el cuerpo de Billy, le prometo lo siguiente —dijo con voz solemne—. Si así lo desea, también Billy descansará en el mar, el mar que, como dice Eurípides en una de sus obras sobre Ifigenia, lava las manchas y las heridas del mundo.

Susannah Wood se volvió y levantó los ojos hacia Oscar.

—Creo que no le sigo del todo, señor Wilde.

Oscar sonrió.

—Lamentaría que lo hiciera —dijo—. Supongo que a Eurípides no se le lee mucho en Bromley.

—No —fue la respuesta de Susannah, un poco confundida—, pero tenemos aquí las obras completas de Dickens… y también la Biblia.

—Por supuesto —dijo Oscar, con un pequeño sorbido—. No me sorprende.

De pronto, Susannah Wood se agarró a la mano de Oscar y se echó a llorar una vez más.

—Oh, señor Wilde —sollozó—, ¿encontrará a quien haya cometido este espanto?

—Lo haré —dijo Oscar—. Le doy mi palabra.

Con suavidad, Oscar se liberó de las manos de la desconsolada madre y se volvió hacia mí.

—Vamos, Robert —dijo—. Tenemos trabajo. Debemos dejar a la señora Wood a solas con su pesar y volver a Londres.

—Tengo que ir con ustedes —gritó ella, poniéndose en pie.

—No —replicó con firmeza Oscar—. Aún no. Es demasiado pronto. Sin duda llegará el momento, pero ahora no hay nada que pueda usted conseguir en Londres.

—Pero debo ayudarle en lo que pueda, señor Wilde.

Oscar estaba de pie junto a la puerta del salón, examinando una de las reproducciones más grandes de una tormenta en el mar. Se volvió y miró fijamente a la señora Wood.

—Si quiere, puede responderme a una última pregunta…

—Con mucho gusto. —Volvía a tener los ojos secos. Había levantado la cabeza.

—Su príncipe, el joven William O’Donnell, ¿era el padre de Billy Wood? —preguntó.

—Sí.

—Pero cuando William O’Donnell murió en el mar, ¿sabía que tenía un hijo?

—No, no lo sabía. —La señora Wood negó con la cabeza—. Pobre William —suspiró—. No tenía ni idea. ¿Y cómo iba a saberlo? Fue todo tan repentino…

Oscar esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—¿Cuándo conoció usted a William O’Donnell? —preguntó.

—Nos conocimos en agosto, el agosto de mi llegada aquí y de mi decimoctavo cumpleaños. Apenas llevaba en The Castle unos días. Según me dijo, vino a verme «para presentarse». Me encontró de rodillas, fregando la escalera de entrada con el cepillo. Recuerdo sus primeras palabras. «Buenos días, señora. ¿O es señorita?». Ya entonces yo llevaba alianza y vestía como una viuda. Era una máscara tras la que me ocultaba. Me ayudaba a sentirme más segura y mayor de la edad que realmente tenía.

Durante un instante, la señora Wood se llevó las manos a los ojos, luego esbozó una sonrisa cansada y volvió a bajarlas.

—Se quitó la gorra al hablar. Tenía el pelo dorado. Me dijo que era el muchacho del faro de North Foreland y que estaba recogiendo donaciones para ayudar a financiar el bote salvavidas amarrado en Viking Bay. Me dijo que él mismo trabajaba en el bote. Tenía una sonrisa maravillosa, señor Wilde. Y era muy guapo. De buena gana, al instante, le prometí una donación mensual de un chelín para el bote salvavidas. Le invité a pasar, a esta habitación, y le ofrecí un vaso de limonada. Nos hicimos amigos esa tarde y, en cuestión de días, nos habíamos hecho también amantes.

Susannah guardó silencio durante un instante y se miró los anillos que llevaba en el dedo.

—¿Quién estaba al corriente de su amistad? —preguntó Oscar.

—Nadie. Era nuestro secreto. The Castle era nuestro reino secreto. Sí, éramos unos niños viviendo el cuento de hadas que nosotros habíamos inventado. Yo tenía dieciocho años. Él, diecisiete. Éramos muy jóvenes. Jugábamos juntos. Nos reíamos y cantábamos juntos. Y nos acostábamos juntos. Sabíamos que era pecado, y aun así… ¿Cómo podía ser pecado si era algo tan natural y nos daba tanta felicidad y tanta vida?

Oscar estudiaba la inscripción que figuraba bajo la reproducción que colgaba de la pared del salón.

—Así que William murió al cabo de poco más de cinco meses de que se conocieron —dijo—. La noche del siete de enero de 1874, en la gran tormenta que embarrancó al Dolphin en las Goodwin Sands.

—Sí —respondió Susannah—. Salieron tres botes salvavidas al rescate del velero en aquella terrible tempestad. Cinco hombres perdieron la vida. William era el más joven. Descubrí que estaba embarazada tres semanas más tarde. No revelé a nadie la identidad del padre. Cargué con el niño, y con la vergüenza de parecer viuda con un hijo fuera del matrimonio, sola. Sola, señor Wilde. Nadie conocía mi secreto. Nadie lo conoce todavía, excepto ustedes y… Edward O’Donnell. —Se estremeció al pronunciar su nombre.

—¿El bruto al que hemos visto en la calle? —pregunté, levantando la mirada de la libreta.

—Sí —respondió la señora Wood—. No sabe con certeza cuál es la verdad. Yo no he reconocido nada. Pero la ha adivinado. Y sabe bien que ha acertado en sus suposiciones.

—Ese Edward O’Donnell —dijo Oscar—, ¿es el padre de William O’Donnell?

—No, es el hermano mayor de mi William y, cuando está borracho, es tan cruel y tan despiadado como tierno y cariñoso era mi William. Edward O’Donnell ha sido mi hostigador durante estos dos últimos años.

—¿Dos años? —preguntó Oscar.

—Cuando William murió y Billy nació, Edward estaba fuera del país. Era diez años mayor que William. Cuando tenía dieciséis años, se había enrolado en un vapor francés y se había ido a hacer fortuna a Canadá. Al principio, prosperó. Luego, en Montreal, viviendo entre franceses, aprendió a beber. Por fin, ya en la miseria, encontró un barco que le trajo de vuelta a casa. No supe de su existencia hasta hace dos años. —De pronto, otra oleada de dolor cayó sobre ella—. Ese hombre me ha arruinado la vida —sollozó—, me la ha destruido. Y también arruinó la de Billy. Si Billy ha muerto, es por culpa de Edward.

—Cálmese, señora —dijo Oscar—. Ya se lo he dicho: quienquiera que sea el responsable de la muerte de Billy, será llevado ante la justicia.

—Directa o indirectamente, Edward O’Donnell es el responsable —sollozó—. Se lo llevó a Londres. Lo corrompió. Le presentó a un hombre llamado Bellotti y, a través de él, lo introdujo en una vida de vicio. Estoy muy avergonzada. Hasta que él llegó a nuestras vidas, éramos inocentes.

—Cálmese —dijo Oscar—. Sigue siendo usted inocente.

—No, no lo soy —chilló la señora Wood—. Metí a Edward O’Donnell en mi cama. Él me forzó a ello, y yo accedí. Accedí, señor Wilde. Dijo que, como hermano de William, estaba en su derecho. —Susannah sollozaba ya descontroladamente—. Dijo que si no me sometía a sus deseos revelaría mi secreto al mundo. Tendría que haberle dejado que lo hiciera. ¿Qué le importaba al mundo? En cambio, me sometí a él, a su rabia y a su embriaguez. Vino a casa con una carta que William le había enviado hacía catorce años. No era más que una nota, unas cuantas líneas, pero en ella William le decía que me había conocido, que era una viuda «con fortuna» y «el amor de su vida»… Edward adivinó el resto, y se aprovechó de ello. Le dejé vivir aquí con nosotros. Le di un techo. Y dinero. Porque era el hermano de William, por ser el tío de Billy, sangre de su sangre, dejé que mi pobre niño cayera bajo su dominio. Le dejé que se llevara a mi Billy a Londres. Billy quería descubrir el mundo y hacer fortuna. Le dejé marchar. Dios me ha castigado por mis debilidades, por mis pecados. Los Skipwith tenían razón. Nada escapa a los ojos de Dios.

Su dolor se había transformado en rabia. Sin embargo, con idéntica rapidez, volvió a recuperar el control sobre sí misma.

Se secó una vez más los ojos y se alisó el vestido antes de tenderle la mano a Oscar.

—Perdóneme, señor Wilde. Usted y su amigo han venido aquí con buena intención y yo no he hecho más que poner ante ustedes mi desolado y roto corazón. Deben volver ahora mismo a Londres. Lo sé.

Oscar recorrió por última vez la habitación con la mirada.

—No tardaremos en volver —dijo—. En cuanto tengamos alguna noticia. Mientras tanto —preguntó—, ¿estará usted segura?

—Sí —respondió la señora Wood—. Ya no tengo el menor interés por Edward O’Donnell. Me ha hecho todo el daño que podía hacerme. Ya no puede hacerme más. Además, todavía me necesita. Incluso a pesar de su embriaguez, él lo sabe. Tiene una habitación junto a la cocina. Y también tiene la llave de la puerta del sótano. Entra y sale cómo y cuándo le place. A menudo no le veo durante días. Al principio, cuando apareció, a veces estaba sobrio y le tomé cariño porque guardaba cierto parecido con mi William. Es el hermano de William. Y el tío de Billy. Sé que nos ha buscado la desgracia, pero es todo lo que tengo.

En cuanto la señora Wood cerró la puerta principal de The Castle a nuestra espalda, Oscar dijo:

—Hay una oficina de telégrafos en la estación, a buen seguro regentada por un verdadero señor Jingle. Le mandaremos un telegrama a Fraser antes de tomar el tren. Le confesaré el asunto del anillo. Le hablaremos de O’Donnell… y también de Bellotti. No le va a quedar más remedio que recibirnos de nuevo.