17.
35 de enero de 1890
Cuando, tal y como habíamos acordado, me encontré con Oscar a mediodía del 25 de enero de 1890 —el último martes del mes—, le vi con buena cara. Su largo rostro seguía tan pálido y blanquecino como de costumbre, pero había en sus ojos una chispa poco habitual e, incluso antes de percatarse de que me acercaba a él, vi que sonreía. Aunque su sonrisa, cuando la esbozaba, podía resultar desconcertante —tenía los dientes descoloridos y ligeramente protuberantes—, en esa ocasión en particular, no hubo en ella nada forzado, fugaz ni incómodo. Era la sonrisa relajada de un hombre con el ánimo satisfecho. Se me ocurrió que hay veces en que un rostro dice más que una máscara.
—Tienes buena cara, Oscar —dije, estrechándole afectuosamente la mano. Llevaba unos guantes de cabritilla de color amarillo canario y el abrigo verde con el cuello de astracán con el que yo le había visto dos días antes por el Strand en el coche. Alrededor del cuello, lucía una corbata de volantes sujeta con un alfiler de diamantes. Bajo el brazo llevaba un fino bastón negro, parecido a un bastón de mando.
—¿El bastón es nuevo? —pregunté.
—Sí —respondió con aire satisfecho, agitándolo en el aire—. Es un regalo que me he hecho. He perdido tu precioso bastón espada, Robert. Constance está terriblemente afligida. Estoy seguro de que aparecerá a su debido tiempo. Mientras tanto, he adquirido este bastón de caña negro para mantener a raya a los rufianes y vagabundos.
—No me cabe duda de que cumplirá su cometido —dije. Oscar se pavoneó; parecía un pavo real. Al percibir que esperaba oír de mis labios un nuevo cumplido, añadí—: Estás hecho un pincel.
—Me complace oírlo, Robert —dijo, haciendo acuse de recibo de mi lisonja con una inclinación de cabeza—, ¡y estoy totalmente de acuerdo contigo! Gracias, amigo mío. Estoy bien. Pocas veces he estado mejor. Hoy me siento vivo del todo. Vivir es lo menos frecuente del mundo. La mayoría de la gente se limita a existir, eso es todo. ¡Menudo desperdicio! Justo le decía al Viejo Padre Támesis la suerte que tiene por ser un río. Los océanos y los ríos… vienen y van. Los lagos y los estanques… se estancan. Pero el río fluye, un río progresa, un río está siempre en movimiento.
Cuando el Big Ben anunció la hora, dimos la espalda al puente de Westminster y echamos a andar por delante de las Casas del Parlamento hacia Westminster Green. Oscar abría la marcha.
—¿Qué tal te ha ido en Oxford? —pregunté.
—¡Exquisitamente! —respondió—. Sobre todo por el hecho de que tuve que acortar mi visita. John Gray sigue allí, distribuyendo mechones de mis cabellos entre los fieles. Volví a Londres el domingo.
—¿Por trabajo o por placer? —inquirí, intentando emplear un tono lo más despreocupado que pude.
—Ambas cosas —dijo—. Me llamaron para que fuera a ver a Henry Irving al Lyceum. Está produciendo una nueva obra basada en La novia de Lammermoor, sir Walter Scott en su versión más noble… y más lúgubre.
—¿E Irving quiere contar con tu ayuda?
Oscar me sonrió de oreja a oreja.
—He contribuido con algo que confío disipará un poco la oscuridad de la puesta en escena. Deberíamos ir juntos al estreno, Robert. El señor Irving es un gran hombre y también una magnífica persona.
A pesar de que Irving —el gran actor-productor teatral de la era victoriana, el primero en su profesión en ser nombrado caballero por méritos profesionales— era tan sólo dieciséis años mayor que Oscar, éste lo veneraba casi como lo habría hecho con un padre. Les observé juntos en varias ocasiones (casi siempre en el estudio de sir John Millais; pues éste e Irving eran viejos amigos) y me resultaba intrigante porque era muy poco habitual ver a Oscar-el-príncipe transformado en Oscar-el-cortesano. Como norma general, Oscar trataba a todos los hombres como a sus iguales, independientemente de su edad o distinción. Con Irving era distinto. Oscar se sentía intimidado por él. Era su héroe. Y me di cuenta de que, como resultado, Irving se sentía un poco incómodo en compañía de Oscar.
Cruzamos Westminster Green y giramos por Great College Street.
—Quizá debería haber sido actor, Robert —dijo Oscar, todavía con una sonrisa en los labios—. Me habría gustado formar parte de la compañía de Irving.
—Pero si eres todo un actor, Oscar —dije.
—Sí —respondió, agitando de pronto el bastón por encima de su cabeza—, pero condenado para siempre a representar el mismo papel. Envidio a Irving. Un día es Romeo; al día siguiente, Mefistófeles. Yo soy siempre Oscar Wilde.
—Un Romeo con un toque de Mefistófeles —dije. Oscar soltó una carcajada, claramente entusiasmado con mi chiste. En raras ocasiones le había visto tan alegre.
Habíamos llegado a Little College Street.
—¿Dónde está el número veintidós? —preguntó—. Ya estoy empezando a tener hambre. Si mal no recuerdo, Bellotti se prodiga en la mesa.
—Ahí está el número veintidós —dije, señalando la estrecha casa de ladrillo que teníamos inmediatamente delante—. Es idéntica al veintitrés de Cowley Street.
—Obra del mismo constructor, supongo —comentó Oscar, alzando los ojos hacia la casa mientras cruzábamos la calle. Las cortinas de la ventana del primer piso estaban corridas. Los postigos de la ventana de la planta baja estaban cerrados por dentro. La casa parecía desierta. También la calle estaba vacía. De pronto, y simultáneamente, ambos nos percatamos de lo fuerte que sonaban nuestras voces.
—¿Tienes la llave? —pregunté.
—Tengo la llave de Bellotti —dijo Oscar—, pero llamaremos a la puerta. En esta ocasión somos meras visitas. —Mientras repiqueteaba en la puerta con los dedos, añadió—: Mira la aldaba, Robert. Fíjate en cómo brilla. Encontraremos aquí a una asistenta capaz.
Esperamos en silencio durante un instante y luego Oscar volvió a llamar.
—No hay nadie —dije.
—Aquí llega —anunció—. Está bajando las escaleras con una vela en la mano. Mira. —Dirigió mi mirada a las motas de luz que bañaban en el cristal de colores situado encima de la puerta principal—. Y creo que la conocemos…
La puerta se abrió por obra de una mujer corpulenta entrada en años y con un vestido de crepé y tafetán negro hasta los pies. Anudado a la cintura llevaba un delantal blanco almidonado y en la cabeza una cofia de lino blanco curiosamente cubierta de lazos que dejaba a la vista un flequillo de rizos naranjas. No la reconocí de inmediato. Oscar sí lo hizo.
—Señora O’Keefe —dijo, tendiéndole la mano al tiempo que ella bajaba la cabeza para saludarle con una genuflexión, casi prendiendo fuego a los lazos de la cofia en el proceso—. Aunque esperaba tener de nuevo el placer, no confiaba en que fuera posible. ¿Cómo está?
—Estoy bien, señor, bendito sea Dios —respondió la mujer, volviendo a ponerse en pie—, y usted también tiene buen aspecto. —Levantó la vela y la acercó al rostro de Oscar—. He estado rezando por usted como le prometí.
—A san Judas, espero.
—No sólo a él. También a santa Cecilia… Pasen, pasen. —Se hizo a un lado y nos invitó a entrar al diminuto vestíbulo—. Y, por supuesto, a nuestra bendita santa Helena de la Santa Cruz. Siempre me ha parecido muy fiable. —Había cerrado la puerta de la calle a nuestra espalda y nos habíamos quedado de pie formando un estrecho círculo, arracimados alrededor de la vela. Alzó una mirada afectuosa hacia Oscar—. Qué alegría verle, señor.
Oímos una voz procedente de lo alto de las escaleras.
—¿Ya han llegado? ¿Ya han llegado? ¡Hágales subir, señora O!
—Ese es el canónigo, bendito sea. Les esperan. La pobre alma no es católica, aunque santa Helena y yo estamos en ello. —Se volvió para subir las escaleras, sumiéndonos (¡tal era su corpulencia!) en la más profunda oscuridad—. Síganme, caballeros. Les espera un buen ágape. —Le gritó a Oscar por encima del hombro—. Celebro mucho verle de nuevo, señor. Lo celebro mucho.
En cuanto llegamos a lo alto de la escalera, quienquiera que nos hubiera llamado desde el descansillo había desaparecido. La puerta que teníamos delante estaba cerrada.
—Tienen que llamar —explicó la señora O’Keefe—. Son las normas del club. —Miró a Oscar con los ojos brillantes—. Por supuesto, sé muy bien que es usted miembro, pero me han dicho que lleva ya un tiempo sin asistir a los almuerzos. Ocupado con su Mozart y sus adivinaciones, supongo.
Oscar le dedicó la más beatífica de sus sonrisas y, con el bastón, golpeó bruscamente la puerta tres veces. Tras una pausa de unos segundos, la puerta se abrió de par en par y ante nosotros, con los brazos tendidos, vimos a un clérigo de unos sesenta años, calvo y con la cara como la de un mono, deshecho en sonrisas.
—¡Aleluya! —gritó con una voz aguda, feliz y de pito—. ¡El hijo pródigo ha vuelto!
Si en el curso de nuestro primer encuentro ocurrido varios meses atrás, la señora O’Keefe me había recordado a la dama de una pantomima de Drury Lane, el diminuto clérigo que en ese instante tomaba a Oscar entre sus brazos era ni más ni menos que el equivalente eclesiástico del gran comediante del Lane, el inmortal Dan Leno… en su papel de campeón del mundo de danza folclórica con zuecos, célebre y conocido (sin duda merecidamente) como «el hombre más divertido sobre la capa de la tierra». El clérigo era tan pequeño y ágil como el propio Leno, e igual de encantador. Su rostro resultaba enormemente divertido; sus movimientos, delicados, y su calidez, tan auténtica que habría podido desafiar a cualquiera a resistirse a ella.
Cuando liberó a Oscar de su abrazo, se volvió hacia mí y levantó las manos —y unos dedos increíblemente suaves— para pellizcarme ligeramente las mejillas.
—¡Bienvenido! —exclamó—. ¡Bienvenido, joven, tres veces bienvenido!
—Éste es Robert Sherard —anunció Oscar, presentándome.
—Sutton Courteney —dijo el clérigo, estrechándome la mano derecha entre las suyas—. Canónigo Courteney, pero llámeme simplemente canónigo, o Sutton, o como quiera. Los chicos me llaman Can-Can, ¡porque así me llamo yo! —Y todavía con mi mano entre las suyas, tiró de mí con suavidad hacia el centro de la estancia—. ¡Le presento a los chicos! —Echó una mirada hacia el ama de llaves—. Gracias, señora O’Keefe. —Con una amplia sonrisa en los labios, una reverencia y una última sonrisa bobalicona en dirección a Oscar, la buena señora se retiró sin darnos la espalda hasta el descansillo, cerrando tras de sí la puerta.
Recorrí la habitación con los ojos. Era una visión cuanto menos extraordinaria, como un cuadro viviente de las estatuas de cera del museo de Madame Tussaud. Eran siete las figuras, todas ellas sentadas o tumbadas en el suelo, con una vela a su lado y con un plato de comida y una copa de vino de plata delante o en la mano. Celebraban un picnic. Sólo uno de los siete personajes allí reunidos estaba sentado en una silla: era Bellotti, que estaba sentado aparte a una mesita situada en un rincón junto a la ventana. El resto —cuatro hombres de aspecto benevolente (uno que apenas habría cumplido los treinta años y los demás mucho mayores), y dos apuestos muchachos de unos quince o dieciséis años— estaban tumbados sobre alfombras y abrigos extendidos sobre la tarima desnuda del suelo, apoyados sobre los codos o uno contra el otro, espalda con espalda. Vestían atuendo de diario, adecuado para la época del año. Los muchachos, por increíble que parezca, llevaban trajes de baño.
—¡Bienvenidos a nuestro Déjeuner sur l’herbe! —chilló el canónigo Courteney. Los miembros de la fiesta alzaron hacia nosotros las miradas y nos dedicaron todo tipo de bienvenidas. El canónigo sacó dos copas de vino para nosotros y las llenó de champán—. Veamos, veamos, ¿a quién conocen ya? —preguntó. Al señor Bellotti, naturalmente. Señaló con la barbilla hacia el rincón donde estaba instalado Bellotti, que agitó una pinza de langosta en dirección a nosotros—. Y Aston Upthorpe es un viejo amigo suyo, Oscar, ¿me equivoco? —El señor Upthorpe, al parecer el miembro mayor de grupo, intentó levantarse.
—No se levante, se lo ruego —dijo Oscar—. Ya vamos nosotros. Como verás, es un gran pintor, Robert. Lleva una boina preciosa. —Upthorpe, con la boca llena de jamón y mostaza, soltó un ruido genial y me tendió la mano. Oscar dejó el bastón en el suelo, se quitó los guantes y el abrigo, extendiéndolo en el suelo junto a la pared. Tomándolo cada uno de un brazo, el canónigo y yo le ayudamos a descender con mucho tiento hasta el suelo, donde tomó asiento, apoyándose contra la pared como una marsopa varada en la playa apoyada contra una roca—. Dios bendito —farfulló—, qué agotamiento. Lo próximo será jugar un partido de golf contra Conan Doyle.
—Ni que decir tiene que quien mejor conocía a Billy Wood era Aston —prosiguió el canónigo—. Billy trabajaba para él. Era su amigo especial. Aunque, claro, Billy era especial para todos nosotros.
Oscar había recobrado el aliento.
—¿Todos los presentes aquí hoy lo estaban también en ese último almuerzo? Me refiero al último almuerzo de Billy.
—Sí, por supuesto, Oscar —respondió el canónigo, solícito—. El señor Bellotti me dijo que ése era tu deseo.
—¿La señora O’Keefe no era el ama de llaves en esa ocasión?
—Lamentablemente no —fue la réplica del canónigo—. Ese día no disponíamos de ama de llaves. O’Donovan & Brown nos dejaron en la estacada. Muy poco propio de ellos. Tuvimos que arreglárnoslas solos. La señora O’Keefe se unió a nosotros en septiembre. Es de nuestro agrado. Ha demostrado ser de total confianza.
—¿Y el enano del señor Bellotti? —preguntó Oscar—. ¿No estaba ese día de servicio?
—¿El enano del señor Bellotti? —repitió el canónigo, obviamente divertido.
Gerard Bellotti levantó la mirada de la mesa que ocupaba en el rincón.
—Es mi hijo, Wilde.
—Lo siento —se disculpó Wilde, confundido—. No lo sabía.
—¿Y por qué iba usted a saberlo? —fue la respuesta de Bellotti—. Es un feo desgraciado con un genio endiablado. Pero no estaba conmigo ese día. Nunca lo está los martes. Es el día en que se va a Rochester. Al manicomio. A ver a su madre. Está demente. Ella le adora.
Un incómodo silencio se cernió sobre nosotros.
—No lo sabía —volvió a insistir Oscar.
—No tiene importancia —dijo Bellotti, chupando una gamba de su cáscara.
El canónigo Courteney se aclaró la garganta a fin de relajar el ambiente.
—Permítame que concluya las presentaciones, Oscar —dijo—, y el escenario será todo suyo. —Oscar asintió, agradecido—. De los muchachos se acordará, naturalmente… Harry y Fred. No me pregunte quién es quién. Lo sé, pero finjo que no. —Los dos muchachos en traje de baño saludaron en dirección a Oscar con la mano. El canónigo prosiguió—: Creo que los caballeros restantes no estaban entre nosotros en su época. Se unieron al club cuando nos mudamos de Cowley Street. El señor Store Talmage, el señor Berrick Prior, el señor Aston Tirrold. —Los tres hombres levantaron su copa primero hacia Oscar y luego hacia mí.
—Sí, otro Aston —dijo el señor Tirrold, el más joven del grupo y el único con bigote—. Puede provocar cierta confusión, pero creo que a Can-Can eso le gusta un poco. —El canónigo pasó de puntillas por delante de Tirrold de camino a la cesta del picnic, revolviendo el pelo rubio del muchacho al pasar.
—Qué nombres tan maravillosos tienen ustedes —dijo Oscar en voz baja—. Los nombres me fascinan sobremanera.
El canónigo estaba llenando un plato de exquisiteces para Oscar.
—Usted tampoco lo hace nada mal, señor Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde.
—¿De verdad son ésos sus nombres? —preguntó uno de los muchachos en traje de baño.
—Ya lo creo —respondió Oscar.
—Pues yo prefiero Oscar —dijo el otro.
—Yo también —respondió Oscar, levantando su copa de vino hacia el chiquillo.
El canónigo volvía en ese momento de puntillas hacia Oscar con el almuerzo.
—El señor Wilde es irlandés —explicó a los muchachos al pasar—, y Oscar era el hijo favorito de Ossian, el poeta guerrero irlandés tantas veces fabulado. Oscar murió en la batalla de Gabhra luchando cuerpo a cuerpo contra el rey Cairbre. Fue un día terrible, incluso para la mentalidad del siglo tercero. Huelga decir que nuestro Oscar sigue más fiel a la tradición poética irlandesa que a la del campo de batalla.
El canónigo presentó a Oscar un plato de grandes dimensiones abarrotado de ostras y de cangrejo aderezado, pescado ahumado y fiambres, pequeñas bolas de sabrosas gelatinas, porciones de pastel de caza, pepinillos, mayonesa, mostaza, pan y queso. Oscar le sonrió y, bajo el brazo extendido del canónigo, con un teatral susurro, dijo a los chicos:
—De hecho, me llamo así en honor del último rey Oscar de Suecia. Era mi padrino. Mi propio padre era cirujano oftalmólogo y operó de cataratas al rey Oscar.
—Eso es precisamente lo que yo necesito —masculló Bellotti desde su rincón—. Cuando quieres al padre, te toca el hijo. ¿No es así la vida?
—Qué lástima que Drayton no esté aquí —dijo uno de los hombres de más edad. El señor Talmage tenía un genial rostro de bebedor, rojizo y curtido por la vida, con unos ojos legañosos y un pelo lacio y negro que poco tenía de natural—. A Drayton le fascina la cirugía —añadió a modo de explicación—, podría haberle descrito la operación. Le habría gustado.
—¿Quién es Drayton? —preguntó Oscar—. ¿Por casualidad no será Drayton Saint Leonard o Drayton Parslow?
—Drayton Saint Leonard —respondió el canónigo, que había regresado a la cesta y me preparaba ya un plato con mi almuerzo—. ¿Le conoce, Oscar?
—Conozco el nombre, eso es todo.
—Hace tiempo que no le vemos. No estuvo con nosotros en agosto, el último día de Billy. De lo contrario me habría asegurado de que estuviera hoy aquí. Debe de hacer cosa de seis meses que no le vemos. Tiene usted que conocerle, Oscar. Le gustaría. Es joven… y muy apuesto.
—Aquí todos somos jóvenes y muy apuestos —dijo el caballero de más edad y con cara de bebedor—. Es una de las normas del club.
Cuando terminamos de reírnos del chiste del señor Talmage (y de un par más que contó presa de un talante similar), cuando el canónigo me dio mi comida y se hubo preparado un plato para él, después de que ordenara a los chicos que se aseguraran de que todas las copas de vino fueran rellenadas de forma adecuada y de que quien deseara repetir fuera satisfactoriamente servido, y en cuanto los presentes volvieron a acomodarse en sus sitios, dio unas palmadas y dijo:
—Caballeros, muchachos, señor Bellotti, les ruego me presten atención. —Había cerrado la cesta y se había subido encima. A la parpadeante luz de las velas, tenía todo el aspecto de un sagrado elfo sentado en una seta venenosa en el centro de un círculo de hadas—. Nos hemos reunido aquí en un día especial, el día de la festividad de los benditos santos soldados Juventino y Maximino, martirizados juntos en Antioquía por Juliano el Apóstata. Como recordaremos más adelante, durante nuestro servicio, ninguno de ellos fue bautizado hasta alcanzar la virilidad… ¡Y menuda virilidad!
El canónigo hizo una pausa y en el silencio que siguió uno de los muchachos en traje de baño contuvo una risilla.
—¡Cállate, Harry! —dijo el canónigo.
—No he sido yo, Can-Can —dijo el muchacho—. Ha sido Fred.
—Callaos los dos —siseó el canónigo. Lanzó una mirada reprobatoria a los chicos—. Antes de centrar nuestra atención en el servicio de esta tarde —dijo—, tenemos asuntos de los que ocuparnos. El señor Wilde y su amigo se encuentran hoy entre nosotros con un propósito. Están investigando la trágica muerte del joven Billy Wood, al que todos recordamos con muchísimo afecto.
Un murmullo de simpatía flotó por la habitación. Aston Upthorpe dijo en voz alta:
—Billy era maravilloso.
—Creen que fue asesinado la tarde del pasado treinta y uno de agosto —prosiguió el canónigo—, en el veintitrés de Cowley Street, a un tiro de piedra de donde estamos congregados hoy. Creen que nosotros, y me refiero a los ocho que estamos hoy presentes en esta habitación, fuimos quizá los últimos que vimos al pobre Billy con vida y quieren que les contemos todo lo que seamos capaces de recordar sobre ese fatídico día. —Hizo una pausa y recorrió la estancia con los ojos—. ¿Lo he expresado correctamente, Oscar?
—Del todo, Sutton, gracias. Muchas gracias. Con el permiso de ustedes, mi amigo, el señor Sherard, tomará notas. ¿Quizá podrían cada uno de ustedes decirnos alguna cosa por turnos?
Aston Upthorpe fue el primero en tomar la palabra —con gran elocuencia y sin omitir detalle— y lo que dijo fue corroborado por todos los que hablaron después. Billy Wood era un muchacho encantador, inteligente, honrado, capaz, que adoraba a su madre, decidido a medrar y, con ello, y a su debido tiempo, a alcanzar una posición que le permitiera mejorar la situación de su madre y también la propia. Tenía muchos amigos y ningún enemigo conocido. El día en que la muerte salió a su encuentro, se había mostrado como siempre: alegre. ¿Había estado más alegre de lo normal?, preguntó Oscar. Uno o dos de los presentes opinaban que tal vez sí. Ese día estaba de un humor indudablemente excelente —soltando chistes y presa de un ánimo juguetón—, y cuando anunció que se marchaba a ver a su tío, lo hizo, al parecer, pavoneándose un poco.
—Parecía muy satisfecho de sí mismo —dijo Aston Tirrold—, el pequeño cabrón. —No habló con crueldad—. Según nos dijo, se había afeitado especialmente para la ocasión.
Nos reímos cuando nos lo dijo.
—Se había puesto el traje de los domingos —intervino el joven Fred.
—Y llevaba encima su pitillera, señor Wilde —añadió Harry—. ¿Me dará una también a mí?
El canónigo Courteney se inclinó hacia delante y le dio un brusco papirotazo al chico en la oreja. Le propinó un fuerte golpe.
—A ver si cuidas tus modales —dijo, golpeándole por segunda vez. El muchacho soltó un gimoteo y guardó silencio.
—Gracias —dijo Oscar, recorriendo la estancia con los ojos—. Gracias a todos. Han sido ustedes de gran ayuda.
—¿Eso es todo? —preguntó el canónigo, saltando ágilmente al suelo desde su pequeña atalaya.
—Ah, una cosa más —dijo Oscar—. Según han dicho, Billy Wood salió de aquí a las dos…
—En el preciso instante en que sonaba el reloj —afirmó el canónigo—, no hay la menor duda de eso. Creo que incluso él llegó a decir que eran las dos y que tenía que marcharse porque ésa era la hora de su cita. —Se oyeron murmullos de asentimiento alrededor de la habitación.
—¿Ah, sí? —preguntó Oscar, arqueando una ceja—. Y cuando se fue, ¿nadie salió con él? ¿Nadie le siguió?
—No —respondió el canónigo.
—Yo fui a la ventana —dijo Aston Upthorpe—, y le vi salir a la calle. Ésa fue la última vez que le vi.
—¿E iba solo?
—Totalmente solo. La calle estaba vacía.
—¿Y por dónde se fue? ¿A la izquierda? ¿A la derecha?
Upthorpe lo pensó durante un instante y luego dijo:
—A la izquierda. Echó a correr como alma que lleva el diablo.
—¿Y nadie le siguió? ¿Nadie salió de la habitación?
—Hasta las cuatro, no —afirmó el canónigo—. Nos quedamos todos aquí hasta las cuatro. Es a esa hora cuando terminamos la fiesta. A las cuatro. Ésa es la norma. Nadie se marchó hasta esa hora. Tiene usted mi palabra.
—Gracias —dijo Oscar—, gracias. Miró hacia donde yo estaba y me indicó con un gesto que podía guardar la libreta de notas.
—Bien —dijo el canónigo alegremente—, si han concluido con su cometido, si tienen ya lo que necesitaban saber, ¿qué les parece si seguimos adelante con el programa? Me vestiré para proceder con el servicio. Espero que se queden.
—Lo lamento, pero nos es del todo imposible —se excusó Oscar, levantando los brazos con la esperanza de que le ayudaran a levantarse—. Tenemos que tomar el tren.
—Hoy en día todo el mundo parece tener prisa por tomar el tren —masculló Bellotti desde su rincón.
—Cierto —dijo Oscar, abandonándose a los dos muchachos en traje de baño que tiraban de él para levantarlo—. Es un estado de cosas que no favorece la poesía ni el romance, pero es lo que hay.
—¿Se trata de un servicio especial? —pregunté al canónigo al ver que dos de los caballeros de más edad le ayudaban a ponerse la casulla. Su rostro de mono, redondo como una luna, apareció por el agujero del cuello de la casulla y me sonrió.
—Va a ser un bautizo —dijo—. Esta tarde, Fred y Harry van a seguir los pasos de Juventino y Maximino. ¡Van a ser bautizados! Hoy sí que tengo que acordarme de quién es quién.
Los señores Prior y Talmage hablaron a la vez:
—Y nosotros seremos los padrinos.
Aston Tirrold añadió entonces:
—Todos ejerceremos de padrinos. Estos dos necesitan toda la guía espiritual que puedan recibir.
El canónigo Courteney besó el crucifijo bordado sobre una estola de seda blanca y dorada y se la colocó con sumo cuidado alrededor del cuello.
—Por eso los muchachos van vestidos así. Espero que no hayan pensado que iban en traje de baño por mera diversión. Eso sería una perversidad.
Me quedé perplejo.
—¿Tienen alguna fuente? —pregunté.
—Hay una cubitera de champán —respondió Bellotti desde su rincón.
—Ya ven —dijo felizmente el canónigo—. Dios ha provisto. Lamento que no puedan quedarse, lo lamento de verdad. Vengan el mes que viene, el día veintidós. Es siempre el último martes. Será la fiesta de nuestra querida santa Margarita de Cortona. Siempre hacemos algo especial en su honor. No sé si sabrán que fue espantosamente torturada.
Oscar se había puesto ya los guantes y el abrigo con la ayuda de los muchachos y había cogido el bastón. En ese momento cruzaba la habitación, pasando entre candeleros y copas de vino para estrechar la mano de cada uno de los miembros del club.
—Gracias —les repetía—. Que Dios les bendiga. —Saludó a Bellotti con una pequeña inclinación de cabeza y abrazó al canónigo que, con un dedo sumergido en el vino, ungió su frente con la señal de la cruz.
—Vamos, Robert —me dijo, tomándome del brazo y conduciéndome hacia la puerta—. Dejemos a nuestros amigos que prosigan con su servicio. Hoy es un día especial. —Miró a los dos muchachos que merodeaban a su lado—. No se preocupen, caballeros. No les olvidaré. Les enviaré a ambos sus regalos de bautizo. Aunque sé que las cucharas son el regalo más habitual, si no les importa, optaré por unas pitilleras… dedicadas, por supuesto. Una para Fred y otra para Harry. Ya decidirán ustedes cuál le corresponde a quién.
A esas alturas, todos los presentes en la habitación —salvo Bellotti— se habían levantado para despedirse de nosotros.
—Gracias una vez más por su ayuda —dijo Oscar, con la mano en el pomo de la puerta—. Y gracias también por recordar a Billy con tanta simpatía y cariño. ¿Hay algo que no me hayan dicho?
Cuando Oscar abrió la puerta, un ligero soplo de aire frío entró en la habitación y las velas parpadearon al unísono. Aston Upthorpe, el mayor de los Aston, el que llevaba la boina de pintor, alzó la voz y habló con claridad.
—Creo que el chico estaba enamorado —dijo.
—¿Enamorado? —repitió Oscar.
—Sí. Por primera vez en su vida. Enamorado. Aunque no de mí.