26.
La partida final
La habitación estaba en silencio.
Veronica Sutherland observaba a Oscar con ojos impávidos. Presioné los dedos contra su hombro. Ella posó su mano sobre la mía. La tenía fría como el hielo.
—Anoche —prosiguió Oscar—, no hace ni veinticuatro horas, Aidan Fraser asesinó a Edward O’Donnell, lo mató en una de las celdas de la comisaría de Bow Street, durante el segundo acto de Barba Azul, como si el destino así lo hubiera querido. No fue difícil. Matar a un hombre lleva apenas un instante si uno tiene el valor para hacerlo.
—Pero ¿cómo es eso posible, Oscar? —protesté.
—Nosotros lo hicimos posible, Robert —fue su respuesta—. Me avergüenza decir que le proporcionamos la oportunidad a Fraser.
—No lo entiendo.
—Mientras tú y yo perdíamos el tiempo en Bow Street, Robert, intercambiando cumplidos con el cochero y chismorreando con sir Augustus Harris, Fraser aprovechó su momento. Bajó solo a la celda de O’Donnell, encontró al bruto sumido en ebrio estupor, le quitó el cinturón, se lo enrolló al cuello y, con la fuerza que los dioses conceden a los hombres desesperados, colocó a su víctima contra la pared y ató el cinturón a la barra de hierro de la ventana de la celda. Aidan Fraser colgó a Edward O’Donnell. O’Donnell estaba muerto tres minutos más tarde, ahogado en su propio vómito y estrangulado por su propio cinturón.
En el rincón del salón, la señora O’Keefe soltó un pequeño chillido. En ese instante, creí que se trataba de un grito de angustia. Más tarde me di cuenta de que había sido un murmullo de admiración. La señora O’Keefe era una mujer de sentimientos, pero también era una mujer del teatro. Oscar tenía un modo de contar un relato que hacía las delicias de ella.
—Para O’Donnell no hubo escapatoria —dijo—. Si no hubiera sido anoche, habría sido en cualquier otro momento. Aidan Fraser necesitaba maquinar el aparente suicidio de Edward O’Donnell. Si O’Donnell hubiera vivido para enfrentarse al juicio por el asesinato de Billy Wood, muchas cosas habrían salido a la luz y, ¿quién sabe?, quizás un jurado le habría encontrado culpable. Aunque quizá no. El inspector Fraser no se atrevió a correr el riesgo. Aun así, si O’Donnell, acusado de asesinato, se quitaba la vida, su suicidio sería visto como una obvia admisión de culpabilidad, una aparente confesión desde más allá de la tumba.
Oscar hizo una pausa para encender un cigarrillo con una de las velas que ardían en la repisa de la chimenea. Miró a Conan Doyle.
—Hasta aquí, de lo más elemental, ¿eh, Arthur? —dijo—. Tenía mis dudas respecto a Fraser desde el principio, naturalmente. Me desconcertó su maravillosa apariencia, me cautivó con sus encantadores modales, pero también me desconcertaba. ¿Por qué se mostraba tan reticente a investigar el caso? ¿Por qué no me censuró cuando confesé que le había quitado el anillo al dedo muerto de Billy Wood? ¿Por qué toleraba la devoción de mi amigo Sherard hacia la señorita Sutherland? También usted albergaba sus dudas sobre su amigo Fraser, ¿me equivoco, Arthur?
Conan Doyle guardó silencio. Se tapó la boca con la mano y hundió los dedos en su mostacho de morsa.
Oscar prosiguió.
—¿Recuerda, Arthur, la frase que le envié de mi relato de Dorian Gray?
—«Nadie comete un crimen sin hacer alguna estupidez» —respondió Conan Doyle.
—Exacto. —Oscar miró al doctor Doyle y sonrió—. La frase carece de la poesía de algunos de los axiomas de Sherlock Holmes, pero la mantengo. Aidan Fraser se reveló perspicaz al elegir a Edward O’Donnell como el asesino putativo de Billy Wood. O’Donnell contaba con un móvil plausible: los celos. O’Donnell tenía una vil reputación… de borracho y de bruto. O’Donnell era capaz de cometer un asesinato, el mundo entero podía reconocerlo. Al elegir a O’Donnell como el hombre al que acusar, Fraser hizo una astuta elección. Al elegir a Gerard Bellotti como su testigo principal, cometió una estupidez. Olvidó que yo conocía a Bellotti tan bien como él.
—Pobre Bellotti —masculló Aston Upthorpe.
—Desde luego —dijo Oscar—, pobre Bellotti: obeso, medio ciego y asesinado por algo que jamás dijo.
Solté a Veronica.
—¿Asesinado por quién? —pregunté—. Desde luego, no por Fraser. ¿No murió Bellotti el viernes en que nosotros estábamos en Francia?
—No, Robert. Bellotti murió el viernes por la mañana, en la estación de metro de Victoria, momentos antes de que nuestro tren saliera con destino a Dover de la estación de tren de Victoria. Gerard Bellotti y Aidan Fraser se conocían. Eran amigos… o algo por el estilo. Decidieron encontrarse el viernes por la mañana. Estuvieron hablando junto al borde del andén de la estación de metro y, cuando vio acercarse un tren, Fraser empujó a Bellotti a su perdición. Fue tarea fácil. Matar a un hombre lleva sólo un momento… siempre que tengas el valor necesario. Además, ¿cuánto valor se necesitó para ello? La hazaña tuvo lugar en un andén abarrotado, cubierto de humo y de vapor. Un montón de hombres y mujeres murieron en el metro durante 1889. ¿Qué más daba uno más?
En el extremo más alejado del salón, Archy Gilmour se movió.
—Esto no es más que una mera suposición de su parte, ¿verdad, señor Wilde?
—Lo fue, inspector. Pero ya no. Hubo un testigo presencial de lo ocurrido: un enano, el hijo bastardo de Bellotti. También él estaba en el andén, guardando como siempre la distancia. No estaba lo bastante cerca como para salvar a su padre, pero sí vio lo ocurrido, y, en el caos que se produjo a continuación, el pánico se apoderó de él. Sin su padre, se encontraba de pronto a la deriva. No sabía a quién acudir. No sabía qué hacer. De modo que, siendo la pobre y patética criatura que es, se fue a Rochester, al sanatorio donde la simple de su madre ve transcurrir sus últimos días. Uno de los muchachos a los que llamo mis «espías» ha ido esta mañana a buscarle allí. Esta misma tarde ha traído al pobre desgraciado a Charing Cross para que se encontrara conmigo. El desventurado hijo de Bellotti le confirmará, inspector, la hora y el lugar del fallecimiento de su padre. Aidan Fraser mató a Gerard Bellotti en el andén del metro de Victoria alrededor de las ocho y cuarenta de la mañana del pasado viernes. Minutos después, a las ocho y cuarenta y cinco, Fraser estableció su «coartada» cuando, corriendo como alma que lleva el diablo, se reunió con nosotros en el exterior, en el tren con destino a Dover.
Aston Upthorpe estaba sentado con la cabeza en las manos. Se frotó despacio los ojos y levantó la mirada hacia Oscar.
—No lo entiendo, Oscar. Dice que Gerard Bellotti y el tal Aidan Fraser eran amigos. Como usted, yo también conocía a Bellotti. Le conocía mejor que usted. Y créame si le digo que jamás le oí mencionar a ningún Aidan Fraser, ni ningún nombre parecido.
—Probablemente no —dijo Oscar—, pero Bellotti conocía a Fraser… y le tenía afecto. Y confiaba en él. Igual que usted, Aston…
—He bebido demasiado —dijo Upthorpe, cogiendo la copa de John Gray y vaciándola—. Me he perdido.
Oscar miró de nuevo a Conan Doyle.
—El estúpido error cometido por el inspector Fraser fue el siguiente: me dijo que Gerard Bellotti le había jurado que Edward O’Donnell y Drayton Saint Leonard eran el mismo hombre. Yo sabía muy bien que eso era del todo imposible. Bellotti jamás habría admitido a un vulgar borracho como O’Donnell como miembro de su club de sobremesa. Además, cuando Robert y yo interrogamos a los demás miembros del club, nos dijeron que Drayton Saint Leonard era joven y apuesto, y O’Donnell, ordinario y castigado por la vida, y ya cumplidos los cincuenta, poco tenía de eso.
Conan Doyle había apoyado las dos manos en el respaldo de la silla de Constance. Tenía todo el aspecto de un predicador en su púlpito, reflexionando sobre la lección del día.
—Usted sabía que O’Donnell no podía ser Drayton Saint Leonard…
—Sí —respondió Oscar—, y sabía también que Bellotti jamás habría sugerido que lo era. Fue una invención absurda por parte de Fraser, innecesaria y ruinosa, e incluso él, al contar la mentira, sabía lo estúpido que había sido su error.
—Pero al convertir a Bellotti en su falso testigo, a Fraser no le quedó más remedio que silenciarlo…
—Precisamente. Exactamente. Debería haberlo visto enseguida, Arthur… ¡Como lo habría visto Holmes! En vez de eso, me permití distraerme. En mis ansias por descubrir la verdadera identidad de Drayton Saint Leonard, me olvidé de Gerard Bellotti. Mi intuición me decía que Drayton Saint Leonard era clave para el caso.
—Pero, Oscar —le interrumpí—, Drayton Saint Leonard no asistió al club el día del asesinato de Billy. Ese día no estuvo en Little College Street.
—No, Robert, no fue a almorzar ese día a Little College Street porque estaba en Cowley Street, a la vuelta de la esquina, en una habitación del primer piso, encendiendo velas, quemando incienso, preparando un lecho nupcial para Billy Wood… Drayton Saint Leonard conoció a Billy Wood a través de Gerard Bellotti. Drayton Saint Leonard se enamoró de Billy Wood. Le adoraba.
Oscar encendió un segundo cigarrillo, le dio una lenta calada y se lo pasó a Aston Upthorpe, que lo aceptó agradecido y le sonrió con ojos enrojecidos.
—Pero, Oscar —insistí—, el señor Upthorpe nos dijo… Bellotti nos dijo… El canónigo Courteney nos dijo que Billy Wood, cuando salió de Little College Street ese día a las dos, dijo abierta y claramente y sin equivocación, que iba a encontrarse con su tío.
—¡Y así fue! —respondió Oscar, triunfal—. ¡Exactamente! ¡Eso fue lo que dijo! ¡Y era cierto! ¡Drayton Saint Leonard era su «tío»!
—¿Qué? —exclamé.
—Es un viejo eufemismo —dijo Oscar con una sonrisa—. A todos nos resulta familiar, ¿o no es así, señora O’Keefe? —La buena mujer se balanceó arriba y abajo con contenido deleite al verse incluida en la narración de Oscar—. Una jovencita que tenga un admirador maduro a menudo describirá al hombre mayor como su «tío». Así ocurrió con el joven Billy Wood y con el señor Drayton Saint Leonard… Y si, como tenían planeado, se hubieran ido a Francia, como Billy le anunció a su madre, sin duda habrían viajado como «tío» y «sobrino». Es más discreto. Incluso en el continente, creo entender que los encargados de los hoteles y las caseras así lo prefieren. Drayton Saint Leonard era el «tío» de Billy Wood… Y Aidan Fraser era Drayton Saint Leonard. «Drayton Saint Leonard» era el nom de guerre de Aidan Fraser.
Oscar recorrió la habitación con la mirada y con los ojos brillantes. Se deleitaba en el drama.
—¿Cuándo se dio cuenta de eso, Oscar? —preguntó Conan Doyle.
—Instantes después de que me dijera que Bellotti le había dicho que O’Donnell era Saint Leonard. Qué mentira tan estúpida… y es que ya cuando la contaba él lo sabía. Por eso me presionó para que fuera con él a París. Necesitaba quitarme de en medio. Sabía que yo conocía a Bellotti y que, con el tiempo, hablaría con él y descubriría la verdad.
—Pero él tuvo acceso a Bellotti primero —dijo Conan Doyle.
—Sí —fue la respuesta de Oscar—. Fraser me quería en París para poder poner freno a mi investigación, y quizá para descubrir cuánto sabía. Acepté ir a París para someter a Fraser a mi observación. Jamás imaginé que, entre el jueves por la noche y el viernes por la mañana, Fraser pergeñaría un encuentro con Bellotti y le asesinaría. Jamás imaginé que Fraser haría algo tan irracional.
—¿Por qué irracional? —preguntó Conan Doyle—. Fraser silencio a Bellotti porque Bellotti no tenía intención de confirmar su mentira.
Oscar se rió.
—¡Era una mentira imposible! Y un asesinato inútil. Fraser asesinó a Bellotti, pero la muerte de Bellotti no solucionó nada. Si O’Donnell hubiera sido juzgado, cualquiera de los miembros del pequeño club de Bellotti le habría dicho al mundo que Edward O’Donnell no era Drayton Saint Leonard y que jamás podría haberlo sido. Cuando Fraser fue consciente de esa espantosa verdad, y creo que eso ocurrió durante nuestro viaje de regreso de París, supo que su única esperanza era deshacerse de O’Donnell y hacer que pareciera un suicidio. Aprovechó el momento en cuanto apareció.
Oscar se volvió hacia la repisa de la chimenea en busca de su copa. En el reflejo, a través de la parpadeante vela, nuestras miradas se encontraron. Oscar era mi amigo, pero en ese instante me pareció un extraño.
—Señor Wilde —dijo Archy Gilmour desde el otro extremo de la habitación—. Son las siete.