4.
Simpson’s en el Strand
Hacía calor esa bochornosa mañana de septiembre en la abarrotada estación de Waterloo. El reloj de la estación se había estropeado y en el vestíbulo reinaba el caos.
Cuando Arthur Conan Doyle bajó del coche a la acera, le hice entrega de su valija, su bolsa de viaje y de la sombrerera y el ramo de flores de verano que le llevaba a su esposa. Allí de pie, cargado, sonriente, despidiéndose de nosotros, se le veía envuelto en un halo de decencia y de fiabilidad totalmente convincente. He conocido a muchos hombres extraordinarios a lo largo de mi vida —poetas, pioneros, soldados y estadistas—, pero a pocos mejores que él, y a ninguno más sencillo que Arthur Conan Doyle.
Oscar, que seguía sentado en el coche, buscaba en sus bolsillos dinero con que pagar la carrera. Arthur le gritó:
—Permítame que pague mi parte, Oscar, pero no bajen del faetón. Quiero que vayan directamente a Scotland Yard. No hace falta que me acompañen dentro.
—¿A Scotland Yard? —preguntó Oscar.
—Sí —dijo Doyle con firmeza, acercándose a la puerta abierta del coche y adoptando su tono más conciliador—. Éste es un asunto para la policía, Oscar. El chico murió asesinado, no me cabe duda. Si estaba tumbado en el suelo con la cabeza hacia la ventana, como lo describe, y los pies hacia la puerta, sospecho entonces que le cortaron el cuello de derecha a izquierda de un único y salvaje tajo. Las arterias carótidas, que llevan sangre al cerebro, debieron de quedar sesgadas al instante. Habrá muerto en cuestión de segundos. Dada su juventud, la inmediata pérdida de sangre debió de ser considerable.
Oscar guardó silencio.
—¿Cómo sabe todo eso, Arthur? —pregunté—. No había ni rastro de sangre en la habitación.
—No lo había en el suelo ni en los rodapiés —dijo Doyle—, pero a un metro y medio del suelo, en la pared de la derecha si nos colocamos de cara a la ventana, aprecié rastros minúsculos de sangre… No se trataba de manchas, sino de imperceptibles salpicaduras. Supongo que cuando las yugulares internas estallaron, durante un instante un chorro de la sangre del chico se elevó en el aire, dejando su marca reveladora.
De pronto, impulsivamente, Oscar tendió las manos hacia Conan Doyle.
—Quédese, Arthur —le suplicó—. Quédese y ayúdeme a encontrar a quien haya cometido esta atrocidad.
—No, Oscar. Debo irme a casa. Touie me espera. Recuerde que hoy es su cumpleaños.
—¿Volverá mañana? —imploró Oscar.
Conan Doyle negó con la cabeza y sonrió. Había una mirada triste en sus acerados ojos azules, pero sus labios esbozaron una rápida y alegre sonrisa.
—Oscar —se rió—, yo no soy un detective al uso. Soy simplemente un médico de pueblo. Sherlock Holmes es una creación de mi imaginación. No puedo ayudarle, y él tampoco. Sería como si pidiera ayuda al Príncipe Feliz o a cualquiera de los héroes de sus cuentos de hadas. Acuda a la policía. A Scotland Yard. Vaya sin demora.
—No puedo —dijo Oscar.
—Pues debe hacerlo —dijo Doyle—. Tengo un amigo en Scotland Yard, el inspector Aidan Fraser. Mencione mi nombre y él le ofrecerá toda su cooperación. Puede confiar en él. Es de Edimburgo.
Oscar a punto estuvo de protestar —en un arrebato absurdo, ¡tendió sus brazos suplicantes!—, pero Conan Doyle no se dejó amilanar. Sacudiendo suavemente la cabeza, empezó a alejarse de nosotros, desapareciendo entre la multitud y gritando mientras se marchaba:
—Le gustará, Oscar. Cuénteselo todo a Fraser… y siga su consejo. ¡Asegúrese de que lo haga, Robert! ¡Márchense! ¡Partan sin demora!
Le vimos alejarse y le saludamos con la mano mientras nuestro nuevo amigo, cargado con sus bolsas y con el ramo, nos daba la espalda y se desvanecía entre la confusión de pasajeros que se movían apresuradamente entre los distintos andenes.
—Es oro puro —murmuró Oscar—, y se ha ido.
Volví a subir al coche y le grité al conductor:
—A Great Scotland Yard, cochero.
Pero Oscar revocó al instante mis palabras.
—No —dijo con frialdad—. No. Es más de mediodía, Robert, y me apetecen unas ostras con champán.
—Pero…
—Nada de peros, Robert. A Simpson’s en el Strand, por favor, cochero. —Apoyó la espalda en el respaldo del asiento y me miró con detenimiento—. Necesito pensar. Y para pensar tengo que tomar unas ostras con champán.
Oscar se salió con la suya. Naturalmente. Oscar siempre se salía con la suya. El coche nos llevó hasta la Gran Divan Tavern de John Simpson en el Strand. Sin embargo, cuando llegamos al restaurante y nos sentaron (en la «mejor» mesa, en la planta baja, en el rincón más alejado del ala izquierda del local, la única mesa que preside todo el salón), mi sorpresa fue mayúscula cuando Oscar desechó la carta que nos ofrecía el servicio y anunció lo que íbamos a tomar.
—Para empezar, tomaremos unas gambas en conserva y una botella de su mejor Riesling —le dijo a nuestro camarero—. Y, luego, del carrito tomaré costillas de carnero y el señor Sherard hará lo propio con su rosbif de costumbre, poco hecho y en cortes inclinados hasta el hueso, acompañado de la salsa de rábanos silvestres más fresca que tengan, budín de Yorkshire y un poco de repollo hervido sólo lo justo, y servido, si no le importa, inesperadamente caliente. Con la carne rustida tomaremos cualquier Borgoña que nos recomiende el sommelier. Hoy me apetece vivir peligrosamente.
Cuando el joven camarero se retiró con una sonrisa a ocuparse de sus quehaceres, le dije a Oscar:
—¿Qué ha pasado con tus ganas de tomarte unas ostras con champán?
—Eso ha sido hace un cuarto de hora —respondió—, cuando estábamos en la orilla sur del río. Desde entonces, he cambiado de parecer. Como bien sabes, la coherencia es el último refugio de los que carecen de imaginación. Además, he estado pensando. He decidido que seguiremos el consejo de Arthur. Iremos a ver al inspector Fraser… después del almuerzo.
—¿Por qué no fuiste enseguida a la policía… ayer… en cuanto descubriste el cuerpo?
Ceñudo, Oscar desdobló su servilleta y se introdujo una de las esquinas en lo alto de chaleco.
—Tenía mis razones…
Le miré, expectante. Con sumo cuidado, extendió la servilleta sobre su generoso estómago y siguió sentado mirándome en silencio. Esperé. No dijo nada. Intenté animarle para que hablara.
—¿Y?
—¿Y qué? —fue su respuesta.
—Tus motivos —dije—. ¿Cuáles fueron?
Se reclinó hacia mí y sonrió.
—¿Has conocido a algún policía, Robert?
Me detuve a pensar unos instantes.
—No estoy seguro —respondí.
—Me alegra oírlo. No sabes de la que te has librado. Los policías no son como nosotros. Nosotros somos poetas. Somos capaces de reparar en la belleza de los lirios. Llevamos zapatillas de seda. La lengua que hablamos, el mundo que habitamos, las compañías de las que nos rodeamos: todo eso le es ajeno a cualquiera oficial normal y corriente de la policía metropolitana. El agente vive su vida en prosa y calzando sus botas de tachuelas, y todo lo que no sea absolutamente prosaico (todo lo que huela aunque sea de forma sutil a poesía; todo lo impredecible, lo original, lo poco convencional) le alarmará y levantará en él la sospecha… Aunque el motivo que me llevó al veintitrés de Cowley Street era completamente honorable, sé que parte de lo que tiene lugar en esa dirección tiende hacia lo colorista. No estaba seguro de que el bobby de turno fuera capaz de entenderlo del todo. Quizás el inspector Fraser de nuestro querido Arthur sea distinto.
—¿Te parece que corres algún riesgo al implicar a la policía?
—El riesgo de que se me interprete mal… eso es todo. Sin embargo, y como le he dicho a nuestro encantador camarero, me apetece vivir peligrosamente. Además, no creo que haya ninguna alternativa si lo que buscamos es que se le haga justicia a Billy Wood.
—¿Y por qué es eso tan importante para ti, Oscar?
Me lanzó una mirada afilada.
—¿Qué quieres decir, Robert?
—Tú mismo has dicho que Billy Wood no era más que un pillastre de la calle…
De pronto, dio una palmada en la mesa, presa de una ferocidad alarmante. Palidecí. Los comensales de las mesas cercanas se volvieron a mirarnos.
—¿Acaso sólo los «caballeros» deben recibir justicia? —me espetó—. ¿Acaso el más mezquino de los pillastres de la calle no tiene derecho a que se le haga justicia tanto como lo tiene el más distinguido duque? Me dejas perplejo, Robert.
—Me has entendido mal, Oscar —protesté.
—Eso espero, Robert —dijo, ya más calmado, al tiempo que el camarero nos servía las gambas en conserva—. Eso espero, pues es nuestro deber, Robert, el tuyo y también el mío, que tanto tenemos, hacer todo lo que esté en nuestra mano por aquellos que, como Billy Wood, tienen tan poco. Debemos ser amigos de los necesitados, Robert. Si nosotros, los poetas a los que nada nos falta, no nos preocupamos por los Billy Woods de este mundo, ¿quién lo hará?
El camarero le ofreció una cesta de tostadas crujientes. Oscar levantó hacia él los ojos y sonrió.
—Gracias, Tito —dijo. Me miró y, durante un instante, puso su mano sobre la mía. Su humor era tremendamente cambiante—. Te veo pálido, Robert. —Sonrió—. La palidez resulta atractiva en un jovencito estudiante de veinte años, pero no procede en un hombre casado de treinta. Me alegro de haberte traído aquí. Debemos darle un poco de color a tus mejillas. Es evidente que necesitas alimentarte; no estás comiendo de la manera adecuada.
—No puedo permitírmelo —respondí, feliz de poder cambiar de tema—. Esta mañana he vuelto a recibir otra descortés comunicación de parte de Foxton.
—¿De Foxton? —Oscar arqueó una ceja.
—El abogado de mi exmujer. Si tengo intención de conseguir el divorcio, me va a costar hasta mi último penique.
—Olvídate del divorcio, Robert.
—Ojalá pudiera —dije quejosamente—, pero es que Marthe está empeñada en llevarlo adelante. No hay vuelta atrás. Y, además, hasta que no esté divorciado de Marthe no podré casarme con Kaitlyn.
—¿Y por qué quieres casarte con Kaitlyn? —preguntó, ensartando con el tenedor una gamba bañada en mantequilla—. Simplemente seguirá los pasos de Charlotte, de Laura, de Anna y de esa encantadora jovencita polaca que me presentaste…, la bailarina. ¿Cuál era su nombre?
—Amelia —dije, entristecido—. La amaba.
—Por supuesto que la amabas, Robert…, en ese momento. —Se metió la gamba en la boca—. Deberíamos estar siempre enamorados. Esa es la razón por la que no deberíamos casarnos nunca.
—Te burlas de mí, Oscar.
—No, Robert —respondió, repentinamente serio—. Te envidio. La tuya es una vida de romance… y el romance vive en la repetición. Cada vez que amamos es la única vez que hemos amado. En la vida podemos, siendo muy afortunados, disfrutar sólo de una gran experiencia, y el secreto de la vida es reproducir esa experiencia lo más a menudo posible. Tú tienes el secreto de la vida, Robert. Te envidio.
—Y tú tienes a Constance, Oscar. Te envidio.
—Sí —dijo, volviendo la mirada hacia el sommelier, que en ese preciso instante se acercaba con nuestro vino—. Tengo a Constance y para mí es una bendición. La vida es un mar tormentoso. Mi mujer es el puerto donde encuentro solaz. Y el ochenta y seis es el único buen año para un Riesling.
El vino era sin duda soberbio y Oscar Wilde había sido indudablemente bendecido con la presencia de Constance Lloyd. Constance era su mejor amiga y su aliada más leal. El mundo debería saber que ni siquiera en sus horas más difíciles —durante su juicio, su período de reclusión en prisión y después, incluso hasta su muerte prematura, acaecida veinte meses antes que la de él— su esposa le abandonó. Constance Lloyd amó a Oscar Wilde en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad. Siempre se mantuvo fiel a sus votos maritales.
Y Oscar amaba a Constance. Tengo constancia de ello. En la época de su compromiso —en noviembre de 1883—, antes de que la conociera, cuando yo vivía principalmente en París, Oscar me escribió (todavía conservo la carta) describiéndome la «belleza sin parangón» de Constance. La llamaba su «pequeña Artemisa de ojos como violetas» y hablaba de su «figura esbelta y elegante», de «los magníficos tirabuzones de espeso cabello moreno, que inclinaba su cabeza cual flor», y de sus «maravillosas manos de marfil, que extraían del piano una música tan dulce que hasta los pájaros dejaban de cantar para escucharla».
Oscar amaba a Constance (valga la redundancia). Se casaron en Londres, en la iglesia de Saint James de Paddington, el 29 de mayo de 1884. El mismo día viajaron en barco y en tren a París en luna de miel. La mañana siguiente a su noche de bodas, pasé a verles al hotel Wagram, en la rue de Rivoli, para ofrecerles mis felicitaciones. Les encontré en una de las plantas superiores del hotel, instalados en una pequeña suite con vistas a los jardines de las Tullerías. Aunque Constance ya no era ninguna niña —de hecho, tenía ya veintiséis años—, todavía conservaba el halo de la adolescencia y, esa mañana, había despertado al resplandor del amor.
—¿No te parece exquisita? —preguntó Oscar.
—Es la perfección hecha mujer —respondí.
Recuerdo que la dejamos descansando y dimos un paseo juntos por la rue de Rivoli hacia el mercado de Saint Honoré, donde Oscar se detuvo y desvalijó un puesto de flores de todas sus flores más hermosas y las envió, con un mensaje de amor en su tarjeta, a la novia a la que acababa de abandonar hacía apenas un instante. Recuerdo también lo ansioso que se mostró por hablarme de las delicias de sus relaciones íntimas y que le hice callar, diciendo:
—No, Oscar, ça c’est sacré… No debes hablarme de eso.
Ese día los tres almorzamos juntos y, de pronto, entendí del todo por qué Oscar se había enamorado de aquel modo de su pequeña Artemisa. Era hermosa, pero también era culta, muy leída y maravillosamente inteligente, Y había sufrido lo suyo. Su padre, al que Constance adoraba, había muerto cuando ella tenía dieciséis años y la relación con su madre había sido tensa. Tenía la belleza de una chiquilla, pero la sabiduría de una mujer. Hablaba con fluidez francés e italiano… y estaba aprendiendo alemán para complacer a Oscar. Me halagó preguntándome por mi obra y me hizo sentir celoso al decirme que toda su vida estaría desde entonces dedicada a complacer a su marido.
—Le ataré a mí con las cadenas del amor y de la devoción para que jamás me abandone ni ame a nadie más —dijo.
Después del almuerzo, salimos a dar un paseo en un fiacre descubierto —era un perfecto après-midi d’été— y, cuando girábamos hacia la plaza de la Concorde, de pronto dije:
—¿Te importa si me deshago de mi bastón?
—No seas absurdo, Robert —fue su respuesta—. Vas a provocar una escena. ¿Por qué quieres deshacerte de él?
—Es un bastón espada y, aunque no alcanzo a adivinar la causa, durante el último minuto he sentido un irreprimible deseo de desenvainar la hoja y atravesarte con ella. Creo que es porque pareces demasiado feliz.
Constance se rió y me quitó el bastón de la mano.
—Yo lo guardo —dijo—. Lo guardaré siempre.
En la John Simpson’s Grand Divan Tavern, mientras dábamos cuenta de las gambas en conserva, elevamos nuestras copas del mejor Riesling del señor Simpson por «la señora de Oscar Wilde».
—Bendita sea —dijo Oscar.
—Que así sea —rematé.
Al tiempo que comíamos nuestros segundos, elevamos nuestras copas de borgoña (un glorioso Gevrey-Chambertin de 1884) a la salud de «la señora de Arthur Conan Doyle».
—Que disfrute de muchos días como el de hoy —dijo Oscar.
—Desde luego —añadí.
Durante un instante albergué la esperanza de que la mención de la esposa de Arthur conduciría la conversación de forma natural hacia el drama de los acontecimientos de la mañana, pero no fue así. Y me cuidé mucho de intentar guiar a mi amigo en una dirección de conversación que no era de su elección. Una de las normas que delimitaban la amistad con Oscar Wilde era precisamente que él era quien marcaba las normas.
Esa tarde en Simpson’s, mientras él bebía y comía… y bebía un poco más, y meditaba en voz alta si debíamos permitirnos un postre, un aperitivo y un Stilton (acompañados de los respectivos vinos), habló de muchas cosas: si no fue de asesinatos ni de zapatos, barcos y lacre, sin duda fue del repollo (el único punto negro de la cocina del Simpson’s) y de reyes (Oscar sentía especial atracción por la noticia de la subida al trono de Alejandro como el «niño rey» de Serbia). Lo que siempre resultaba extraordinario de la conversación de Oscar era su alcance y su naturaleza marcadamente imprevisible. Durante ese almuerzo, en rápida sucesión, habló del amor y de literatura, del sueño de una comunidad socialista de William Morris, de Le roi malgré lui, la ópera de Chabrier, de lo mucho que le gustaban las margaritas, de lo que le horrorizaba Bayswater (y el color magenta), y de las trece plantas del edificio Tacoma de Chicago, el primer «rascacielos» del mundo.
—Qué lástima, los norteamericanos, Robert —dijo—. A medida que sus edificios ganen en altura, sus principios morales irán en franca decadencia… Acuérdate de lo que te digo.
Aunque siempre me reía en compañía de Oscar, no siempre me encontraba cómodo. A pesar de que siempre me hacía feliz estar con él, a menudo me mostraba aprensivo. Su humor —como su conversación— era impredecible. Él era plenamente consciente de su volubilidad temperamental y admitía que eso no le convertía en la compañía más fácil.
—Soy el tipo con la mente más extraña del mundo —decía—. Perdóname.
Esa tarde, a las tres, el reloj de Simpson’s dio la hora y, de pronto, en el momento menos pensado, Oscar dejó la cuchara y el tenedor en el plato, que apartó a un lado.
—¿Qué estamos haciendo aquí, Robert? ¿Qué locura es ésta? Un joven amigo ha sido asesinado, degollado de oreja a oreja. Ahora su cuerpo está desaparecido… ¡y yo estoy almorzando! Hablo de justicia mientras me atraco de tarte aux poivres au chocolat courant. Soy una deshonra… y un cobarde. Si ayer no acudí a la policía es porque tuve miedo… Ahora que estoy medio bebido sí tengo el valor de hacerlo. —Se arrancó la servilleta del chaleco, la lanzó sobre la mesa y se levantó—. Vamos, Robert, debemos ir a Scotland Yard sin demora. —Recuperó el equilibro apoyando la mano sobre mi hombro—. Pediré ahora mismo la cuenta. Cogeremos un taxi en la calle. Debemos hacer ahora lo que tendríamos que haber hecho hace tres horas. Tenemos que ir a ver al inspector Fraser, sean cuales sean las consecuencias que de ello se deriven. Tenemos que lanzar los dados, y que salga lo que salga.