5

S

anges volvió a verse en apuros cuando se arrastró por el tubo en sentido contrario, al terminar el turno. Nikka tuvo que empujarlo en uno de los tramos estrechos del pasaje y cuando llegaron a la compuerta Sanges la fulminó con la mirada. Se cambiaron en silencio y salieron al lecho liso y polvoriento de la Luna.

A doscientos metros de allí, no lejos del lugar donde se había estrellado Nikka, una esclusa de presión del Emplazamiento Siete estaba implantada en la roca lunar. A lo lejos se veían más excavaciones parcialmente terminadas. Los lásers estaban perforando gradualmente una red de tubos diez metros por debajo de la roca protectora y el polvo. A esa profundidad las dependencias experimentaban pocas variaciones de temperatura entre el día y la noche lunares, e incluso los niveles de radiación eran apenas mayores que los de la Tierra, a pesar de la lluvia incesante de partículas del viento solar.

Nigel Walmsley salió al encuentro de ellos en el momento en que se dirigían al compartimiento que hacía las veces de vestuario. Sanges devolvió el saludo de Nigel pero se quedó callado, como si aún estuviera pensando en los túneles de la nave.

—¿Mañana estarás libre para cenar en París? —le preguntó Nigel a Nikka.

—Hummm.

—Bueno, ¿qué te parecen entonces unas elegantes raciones precalentadas y un poco de agua refinada?

Nikka lo miró dubitativamente y accedió. Se encaminó hacia la ducha mientras, fiel a la convención tácita, Nigel escribía la reseña de lo que habían descubierto durante ese turno. Exceptuando la aparición del enorme animal con aspecto de rata y la determinación del período de rotación de 7.15 horas, había pocas novedades dignas de mención. El progreso era lento.

Cuando apareció Nikka, seguida por Sanges, los tres se internaron por el corredor de comunicación. Este era un vórtice de amarillos y verdes que se arremolinaban y se volcaban sobre la cubierta, en razón de lo cual el pasillo parecía engañosamente largo. En la cafetería arrinconada. Nigel le abrió aparatosamente la puerta a Nikka con una cierta gracia para burlarse de sí mismo. En un mundo donde se seleccionaba a los individuos con el fin de reducir al mínimo el consumo de los elementos que sustentaban la vida, él parecía alto y pesado.

Escogieron sus raciones entre las escasas alternativas disponibles, y cuando volvieron a ocupar una mesa Nigel oyó la conversación que mantenían tres hombres sentados cerca de ellos. Escuchó un momento y luego intervino.

—No, fue en Revolver.

Los hombres levantaron la vista.

—No, en Rubber Soul —dijo uno de los hombres.

—¿En Eleanor Rigby? —aventuró otro—. El segundo disco del álbum blanco.

—No, en ninguno de los dos —insistió Nigel—. Os equivocáis ambos. Fue en Revolver y le apuesto doscientos dólares a quien lo dude.

Los tres hombres se miraron entre ellos.

—Bueno… —empezó a murmurar uno.

—Acepto —exclamó otro.

—Estupendo, vete a averiguarlo y después hablaremos. —Nigel se volvió y se encaminó hacia donde Nikka y Sanges le esperaban sentados, escuchando.

—Usted es inglés, ¿verdad? —preguntó Sanges.

—Por supuesto.

—¿No es un poco injusto aprovecharse de los demás cuando se habla de un grupo musical que también era inglés? —prosiguió Sanges.

—Probablemente. —Nigel empezó a comer.

—¿Alguna novedad? —inquirió una voz junto a él. Los tres levantaron la mirada. José Valiera los miraba sonriendo.

—Ah, doctor Valiera —dijo Nigel—. Siéntese, por favor.

Valiera aceptó la invitación y les sonrió a los otros dos.

—Siento no haber tenido tiempo de leer el informe que presentaron.

—No agregaba nada importante —comentó Nikka—. Pero deseo formularle una pregunta. ¿Existe alguna posibilidad concreta de conseguir una asignación suplementaria, para traer más personal aquí?

—Sé tanto como usted —respondió Valiera afectuosamente—. Pero sospecho que no. Al fin y al cabo hace apenas dos meses recibimos una suma considerable de dinero.

—Pero la calcularon fundándose sobre lo que sabíamos entonces, cuando desapareció la barrera visible —intervino Nigel—. Desde entonces los técnicos han exhumado un cúmulo de materiales que debemos investigar. —Frunció el entrecejo—. Me parece tonto que no aumenten el presupuesto.

—Bueno, hemos descubierto el empalme cibernético —subrayó Nikka—. Seguramente eso causará conmoción.

Valiera parecía incómodo.

—La causará cuando haya resultados prácticos. Deben comprender que no se comunica inmediatamente a la prensa todo lo que descubrimos. Hay aspectos que incluso el Congreso ignora.

—¿Por qué? —preguntó Nigel.

—Han llegado a la conclusión de que hay razones sociométricas para no divulgar con excesiva premura los resultados que hemos obtenido aquí, aunque parezcan muy interesantes. Algunos asesores del Congreso opinan que si descubriéramos algo realmente revolucionario, las consecuencias podrían ser críticas.

—Pero estamos aquí precisamente para eso —exclamó Nigel, mirando fijamente a Valiera—. Para descubrir algo revolucionario. Revolucionario, se entiende, desde el punto de vista de los principios fundamentales.

—No, yo creo entender de qué se trata —dijo Sanges—. El problema de la vida extraterrestre y de las inteligencias superiores a la nuestra tiene una fuerte carga emocional. Hay que abordarlo con delicadeza.

—¿De qué nos servirá la «delicadeza» si no podemos conseguir el dinero para proseguir las investigaciones? —se apresuró a preguntar Nikka.

—Según los cálculos realizados sobre la base de la erosión del viento solar sobre el fuselaje exterior, hace por lo menos medio millón de años que esta nave descansa aquí —explicó Valiera pacientemente—. Pienso que no desaparecerá de un día para otro, y no es necesario que se convierta en un hervidero de hombres.

—Después de todo —agregó Sanges con tono razonable y haciendo un ademán generoso—, trabajamos en tres turnos, durante las veinticuatro horas, para sacar el mayor provecho al módulo del ordenador. Ya estamos explotando la nave al máximo.

—En muchos de los pasajes, no hemos hecho más que asomarnos —protestó Nikka.

Sanges hizo una mueca de disgusto y proclamó con tono solemne:

—Nuestro Primer Obispo habló precisamente hoy de la nave. Él también aconsejó proceder con prudencia. De nada sirve descubrir cosas cuyas connotaciones no entendemos cabalmente.

Nigel sonrió con la boca torcida.

—Es una lástima, pero ese argumento no me impresiona.

—Deploro que no haya encontrado motivaciones interiores para abrir los ojos, señor Walmsley —dijo Sanges.

—Ah, sí. Postulo el dualismo cartesiano y por tanto no se puede confiar en mí. —Nigel sonrió—. Realmente nunca he entendido cómo un científico o un técnico puede tragarse esas historias macabras de demonios y muertos que se levantan de las tumbas. —Se preguntó si se daría cuenta de que se refería a Alexandría.

—Debe entender —intervino Valiera afablemente—, que el señor Sanges no es miembro de la facción más ortodoxa de los Nuevos Hijos. Estoy seguro de que sus creencias son mucho más sutiles.

Nigel lanzó un gruñido y contuvo el impulso de seguir provocándolos.

—Siempre me ha sorprendido que los Nuevos Hijos pudieran englobar tantas ideas distintas en una misma religión —dijo Nikka—. Casi me parece que les interesa más la religión como elemento de orden que una doctrina particular. —Sonrió diplomáticamente.

—Pues sí, verás, se trata precisamente de eso —asintió Nigel—. No se reúnen sólo para intercambiar chismes teológicos. Les gusta modificar la sociedad para acomodarla a sus creencias.

—Difundimos el inmenso amor de Dios, la Fuerza que mueve el mundo —dictaminó Sanges con tono grandilocuente.

—Escuche, no es el amor el que hace girar el mundo, sino la inercia —respondió Nigel hoscamente—. Y toda esta mierda sentimental en virtud de la cual ustedes dedican dos horas diarias para rezar, y días festivos especiales…

—Son medidas religiosas dictadas por nuestra fe.

—Sí, y son curiosamente populares, ¿no es cierto? —comentó Nigel.

—¿A qué se refiere? —preguntó Sanges.

—Sencillamente a esto. En las últimas décadas la mayoría de los seres humanos ha tenido que hacer grandes sacrificios. Muchos han muerto, ya no somos ricos, ninguno de nosotros lo es, y tenemos que deslomarnos para salir a flote. Los tiempos difíciles engendran malas religiones: esta es una ley de la historia. Incluso quienes no creen en estas cosas saben reconocer una buena coartada cuando la tienen delante de las narices. Si se convierten en Nuevos Hijos disfrutan de horas adicionales de descanso, de pequeños privilegios, de algunas influencias políticas.

Sanges crispó los puños.

—Esas son acusaciones bajas y viles…

—Creo que deben serenarse, caballeros, y… —intervino Valiera.

—Sí, tiene razón —asintió Nigel. Se puso en pie—. ¿Me acompañas, Nikka?

Apenas hubieron salido al corredor Nigel hizo una mueca y descargó el puño contra la palma de su mano.

—Lo siento —dijo—. Por lo general me dejo llevar por mis emociones.

Nikka sonrió y le palmeó el brazo.

—A menudo ese es el recurso más fácil. Los Nuevos Hijos tampoco son precisamente los sujetos más tolerantes. Pero debo decir que la opinión que tienes de ellos es bastante cínica, ¿no te parece?

—¿Cínica? «Cínico» es una palabra que inventaron los optimistas para criticar a los realistas.

—No tengo la impresión de que seas muy realista.

Él le abrió la puerta del corredor con modales exageradamente galantes.

—Ojalá tuvieras razón. No es casual que Sanges sea un Nuevo Hijo de pies a cabeza y que le hayan asignado a esta base. Valiera no lo dijo, pero según los rumores, si el Congreso aprobó esta vez nuestro presupuesto ello se debió a un acuerdo de alto nivel con la facción de los Nuevos Hijos. Estos exigieron que su propio grupo estuviera bien representado aquí, antes de dar sus votos. Sí, es cierto que se trata de científicos y técnicos, pero también son Nuevos Hijos.

Nikka pareció horrorizada.

—Es la primera vez que oigo esta versión. ¿Hay aquí muchos Nuevos Hijos? No le he prestado atención al nuevo personal.

—Yo sí, porque me cuento entre los que acaban de llegar. —Sonrió—. He husmeado un poco, personalmente, y creo que bastantes de nuestros camaradas son Nuevos Hijos. No todos lo confiesan o lo demuestran, como Sanges, pero desde luego lo son.

Nikka suspiró.

—Bien, espero que Valiera pueda controlarlos.

—Sí, eso espero yo también —asintió Nigel con solemnidad—. Claro que lo espero.

Más tarde se sentó a descansar, solo, en el cubículo que le servía de dormitorio, sin poder conciliar el sueño. Allí el trabajo lo absorbía, pero hasta ese momento daba muy pocas compensaciones. Mantenía un estrecho contacto con el grupo de Kardensky, que se ceñía más o menos a los mismos lineamientos que había fijado Ichino: correlaciones transversales con las conversaciones del Snark, análisis sistemáticos de todos los materiales que los equipos lograban extraer de los restos de la nave, y así sucesivamente. Por ahora Nigel experimentaba una sensación idéntica a la que le habían producido algunas espantosas pesadillas infantiles en las que había nadado en medio del lodo: los esfuerzos frenéticos sólo servían para demorar el avance, para hundirlo con mayor rapidez.

Se encogió de hombros. Últimamente su atención parecía concentrarse más en Nikka que en el tedioso trabajo de descifrar los materiales.

¿Y por qué?, se preguntó. En realidad era una tontería. Bromeaba, parloteaba y después se sentía un poco ridículo.

Tamborileó con los dedos sobre la rodilla. Era casi como… Sí. Se dio cuenta, con un sobresalto, de que había olvidado cómo tratar con las mujeres desde el principio. La intimidad con Alexandría —y sí, con Shirley, durante un tiempo— le había despojado de esa virtud.

Bueno, sencillamente tendría que volver a aprender la técnica. Era muy probable que, tratándose de Nikka, el esfuerzo valiera la pena. Nigel no creía en la Teoría de los Tipos —según la cual los hombres se sentían atraídos, una y otra vez, por las mismas categorías de atributos físicos o de rasgos de personalidad— porque Nikka no tenía absolutamente ninguna semejanza con Alexandría. Sin embargo, ambas compartían una cierta franqueza, una tenaz devoción a lo que era más que a lo que podían esperar. Y desde el punto de vista físico, la deliciosa energía contenida de Nikka, su sensualidad implícita…

Sacudió la cabeza. Basta ya. Desesperaba del análisis: el mundo real era siempre más sutil que las opiniones que le concernían. La vida era dispar, no lineal, un juego sin desenlace claro, intransferible, irreversible, y los hechos se multiplicaban y se comprimían en lugar de sumarse, simplemente. El pasado se infiltraba en el presente. Veía a Nikka a través de la lente de Alexandría… y en verdad no habría aceptado que fuera de otra manera. Desear que fuese de otra forma implicaba despojarse del pasado. Ahora, él y Nikka estudiaban juntos esos restos, y las líneas de comunicación que unían la base con el equipo de Kardensky eran un hervidero de analogías y comparaciones. Estudiaban los restos como si sus constructores hubieran sido vaga y oportunamente humanos. Una ilusión, por supuesto. Y él le había encomendado a Ichino una misión fantástica, que terminaría casi con certeza en un punto muerto. Extrañaba a Ichino: las conversaciones con él, las caminatas juntos. Les había unido un cálido afecto. ¿Caía en esas desquiciantes depresiones porque había perdido aquello, a pesar de que estaba donde quería estar, trabajando en lo que más le importaba?

Nigel resopló, exasperado consigo mismo, y se tumbó para tratar de conciliar el sueño.