16

E

l día había pasado rápidamente, poco más que un intervalo de luz mortecina se filtraba a través del manto de nubes. Ahora caía el crepúsculo e Ichino se mecía en su silla, con las facciones trocadas en una máscara solemne, mientras hacía girar el arma entre sus manos flacas, huesudas. ¿Palpaba su peculiaridad, o eso era obra de su imaginación?

Otra conversación con Graves, a la hora de la comida, había aclarado un poco las cosas, pero Ichino estaba seguro de que quedarían muchos misterios sin elucidar. Graves había marcado en un mapa todos los lugares donde habían sido vistos los Patones durante el último siglo, y había descubierto que existían pautas recurrentes, rutas preferidas entre las montañas. Era allí donde había buscado con helicópteros y dispositivos infrarrojos a las bestias bamboleantes. Ichino había elegido ese lugar por la misma razón: al estudiar la zona agreste de Oregón había comprobado que una serie de valles y desfiladeros poco profundos comunicaban esa región con la zona de Wasco. No había sido más que una conjetura, un motivo cómodo para instalarse en esos bosques clementes, pero gracias a ello Graves había llegado hasta él. Y quizás ahí terminaba todo: era posible que no hubiese otras bandas de Patones. El estallido de Wasco debía de haberles atrapado a casi todos, sepultándolos dentro de su madriguera invernal.

Dónde habían… ¿Qué era lo que esperaban allí? ¿Un retorno prometido? ¿La nave caída en Marginis? Evidentemente, los Patones habían conocido a los extraterrestres, y quizás habían trabajado para ellos, habían aprendido de ellos. Era muy posible que aquellos hombres primitivos hubieran venerado a los extraterrestres todopoderosos, de apariencia divina.

Habría sido sencillo, natural, trasladar ese culto a los tesoros que los dioses, los extraterrestres, habían dejado atrás al abandonar la Tierra.

En el pasado remoto los Patones debían de haber recogido las reliquias dispersas de sus dioses y habérselas llevado consigo cuando formas humanas superiores los habían obligado a refugiarse en la espesura de los bosques. Las habían arrastrado durante la colosal retirada, y quizá las habían utilizado para sobrevivir.

Y por supuesto las tribus equipadas con armas habían sobrevivido durante más tiempo. Los Patones que habían venerado una nevera extraterrestre, pensó Ichino, sonriendo, no debían de haberle sacado mucho provecho cuando los habían acorralado y los habían obligado a luchar.

Graves hablaba en sueños, en un murmullo, y se debatía contra las sábanas. Ichino lo miró.

Graves se haría famoso con ese descubrimiento. Por fin había sacado a los Patones a la luz.

Ichino encontró la película en la mochila de Graves. En medio del fuego se convirtió en un fruto anaranjado y enseguida desapareció sin dejar rastro.

Cogió el tubo —¿cómo habían conseguido que fuera tan resistente, tan perdurable?— y lo transportó hasta el claro. Lo sostuvo allí, en la penumbra glacial del crepúsculo.

Pasaron los minutos. Hasta que aparecieron.

No eran muchos. Seis de ellos abandonaron la hilera negra de árboles donde habían estado refugiados y formaron un semicírculo alrededor de él. Ichino tuvo la sensación de que otros esperaban ocultos. Su presencia flotaba en el aire.

Gracias a la luz que fluía por la puerta de la cabaña, abierta a sus espaldas, vio claramente a uno de ellos. Su cabeza era muy humana. La frente estrecha bajaba en declive hasta las ventanas de la nariz. Los ojos refulgentes, hundidos, giraban inquietos, viéndolo todo. Sin embargo, se movía sin ansiedad ni tensión.

Sus brazos enormes, musculosos, colgaban casi hasta las rodillas mientras avanzaba haciendo crujir la nieve bajo su peso. Una pelambre negra y erizada, que brillaba bajo la luz de la cabaña, le cubría todo el cuerpo excepto la nariz, la boca y las mejillas. La brisa suave tenía un vago olor animal, agrio.

Mientras esperaba en medio de esa débil corriente de aire, Ichino recordó el valle brumoso del parque de Osaka, donde las alondras revoloteaban libremente y se posaban, gorjeando. En la pantalla de su mente se confundieron con los pordioseros deformes que comían habas de soja secas y cantaban chiri-gan en las calles hacinadas, sucias. Todos marginados por los negocios apremiantes de la humanidad, todos vulnerables y en vías de desaparecer.

No obstante las leyendas que circulaban sobre los Patones, Ichino no experimentó el cosquilleo del miedo. Miró en torno, moviéndose lentamente y estudiando la escena con serenidad. Tenían órganos genitales de aspecto humano y a la derecha vio una hembra con pechos voluminosos. Se detuvieron a diez metros de él y esperaron. Aunque estaban ligeramente encorvados, su porte era digno.

Tendió el arma a un brazo de distancia y se adelantó. No se movieron. La depositó despacio, con delicadeza, sobre la nieve, y retrocedió.

Sería mejor que se la llevaran. En ausencia de pruebas concretas, prácticas, nadie creería la historia de Graves, o por lo menos se demorarían los trámites.

De lo contrario, los fanatismos que poblaban el mundo se empeñarían en buscar una Respuesta, un Camino, en esos maltrechos fósiles. El hecho de que alguien convirtiera a esas criaturas en el centro de la atención pública sería fatal para ellos. Cuando Graves volviera a la civilización con ese tubo saldrían a cazarlas. El arma era el argumento decisivo. Vinculaban incuestionablemente a los Patones con los extraterrestres.

Ichino les hizo una seña para que la recogieran.

«Tomadla. Estáis tan solos como yo. A ninguno de nosotros le aprovecha la locura del hombre».

Una de las criaturas se adelantó con paso inseguro. Se agachó y alzó el tubo con un ademán elegante, acunándolo entre sus brazos.

Miró a Ichino con ojos que refulgieron iluminados por la luz anaranjada de la cabaña. Inclinó a medias el rostro y la cabeza, como si saludara.

Detrás del Patón los otros emitieron un coro de chillidos modulados. Canturrearon un rato y repitieron la inclinación del torso. Después se volvieron y se alejaron garbosamente. Enseguida desaparecieron entre los árboles.

Ichino miró hacia arriba. Las nubes se deslizaban sobre las estrellas. Entre dos de aquellas vio la blanca desnudez de la Luna.

Allí arriba había habido alguien que quizá también lo había visto, sepultado en la fría memoria eléctrica. ¿Se había dado cuenta de que esos niños-antepasados formaban parte de la naturaleza, de la misma forma que los árboles y el viento?

Sería mejor que se fueran. La naturaleza casi había terminado su trabajo de trituración, casi los había aniquilado. Pero por lo menos desaparecían gallardamente, solos, lejos de miradas indiscretas. Todo ente salvaje tenía derecho a exigirle eso al mundo.

Después de un largo rato Ichino volvió a entrar, dejando el silencio a solas consigo mismo.