4
I
chino lavaba lentamente los platos de la cena, frente al pequeño fregadero. El sabor del chile envasado aún le impregnaba la boca. Era el producto auténtico, no el preparado con habas de soja, y era también el único lujo que se permitía últimamente. Nunca se había acostumbrado a no recibir cambio cuando daba un dólar por un periódico. Aun así, habría pagado una fortuna por poder comer de vez en cuando algún plato con carne auténtica. No se trata de que tuviera objeciones concretas contra los vegetarianos, aunque nunca había entendido por qué era mejor matar plantas en lugar de animales. Sencillamente, le gustaba el sabor de la carne.
Había empezado a caer el largo crepúsculo. Ya no veía la cordillera que se levantaba a muchos kilómetros de allí. Desde el océano avanzaban densas nubes blancas: probablemente esa noche nevaría.
Un movimiento fugaz atrajo su atención. La ventana del fregadero estaba parcialmente empañada y estiró la mano para limpiarla un poco. Un hombre salió trastabillando del bosque situado a un centenar de metros. Dio unos pasos, con gran dificultad, y se desplomó sobré un montículo de nieve.
Ichino se secó las manos y corrió hacia la puerta. Mientras salía se puso la pesada cazadora y parpadeó cuando el frío repentino le azotó la cara desabrigada. Ahora apenas veía al hombre entre la nieve. Ichino salvó la distancia con largas zancadas, resollando apenas. Los trabajos que había realizado en la cabaña le habían hecho perder kilos y habían aguzado su tono muscular. Cuando llegó junto al hombre comprendió por qué había caído. Tenía una quemadura en el costado. Había atravesado las capas sucesivas del anorak, la camisa y los aislantes adicionales. Una zona de treinta centímetros de ancho estaba tostada y empapada en sangre. Las facciones rubicundas del hombre se hallaban crispadas y tensas. Cuando Ichino le tocó cerca de la herida, gimió débilmente y respingó.
Era obvio que no podría hacer nada por él si no le llevaba a la cabaña. Le sorprendió descubrir cuánto parecía pesar, pero consiguió pasarse los brazos del desconocido sobre su propio hombro, en una buena posición para transportarlo, y recorrió el trayecto de regreso a la cabaña sin tropezar ni dejar caer el cuerpo sobre la nieve. Lo acostó sobre el suelo y empezó a desvestirlo. Le resultó difícil quitarle las ropas porque el correaje de la mochila se había enredado alrededor de la herida. Utilizó un cuchillo para cortar la camisa y la camiseta.
Tardó más de una hora en limpiar, tratar y vendar la herida. Entre la piel ennegrecida y descamada había polvo y agujas de pino, y cuando la alcanzó el calor de la cabaña, los capilares se abrieron y empezaron a sangrar.
Alzó nuevamente al hombre y lo tendió sobre la segunda cama. Hasta ese momento no había vuelto en sí. Ichino estudió durante largo rato sus facciones, ahora relajadas. No entendía cómo alguien podía haber sufrido semejante herida en medio de un bosque desierto. Y esto no era todo. ¿Qué estaba haciendo allí, para empezar? La primera idea que se le ocurrió fue trasladarse hasta la central telefónica de emergencia, situada a poco más de veinte kilómetros. La carretera comarcal más próxima estaba a sólo cuatro kilómetros y era posible que los guardabosques ya hubieran barrido la nieve. Ichino tenía aparcado allí un pequeño jeep.
Empezó a vestirse para la expedición. Casi todo el trayecto era cuesta arriba y probablemente tardaría varias horas. Cuando se disponía a prepararse un termo con café miró por la ventana y vio que nevaba una vez más, esta vez con un viento fuerte que doblaba las copas de los pinos. Una ráfaga ululó en los ángulos de la cabaña.
A su edad, esa marcha entrañaría un riesgo excesivo. Vaciló un momento y resolvió quedarse. En lugar de café preparó un caldo de carne para su paciente y le hizo sorber unas pocas cucharadas. Después esperó. Reflexionó sobre la extraña naturaleza de la herida, que era casi un corte por sus bordes nítidos. Pero se trataba, sin duda, de una quemadura, y grave. Quizá le había caído encima un tronco incendiado.
Tardó un rato en dirigir su atención hacia la mochila que había arrojado a un lado. Era voluminosa, con armazón de aluminio, muchos bolsillos y aislamiento. Muy costosa. La cartera superior estaba desabrochada. Por la abertura asomaba un tubo de metal gris, aparentemente insertado deprisa.
Ichino lo extrajo. El tubo se engrosaba en la base y a lo largo del costado se alineaban unos pequeños arcos metálicos, que parecían destinados a servir de apoyo a los dedos. Medía un metro y tenía varías protuberancias semejantes a interruptores de presión.
Nunca había visto algo así. Las líneas del objeto parecían poco refinadas. Era imposible determinar de qué se trataba. Volvió a guardarlo cuidadosamente.
Examinó a su paciente, que parecía dormir profundamente. El pulso era normal, los ojos no dejaban entrever nada inusitado. Ichino lamentó no tener más medicamentos. Encontró un nombre grabado en la mochila. PETER GRAVES.
No había nada que hacer, excepto esperar. Se preparó un poco de café. Fuera arreció la tormenta.