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É

l y Alexandría partieron tres días más tarde. Habían hecho las reservas con mucha anticipación para conseguir un vuelo sobre los polos. Volvieron a entrar en la atmósfera como una rutilante línea rosa grabada en el cielo del Atlántico Norte.

La situación en Inglaterra era un poco mejor que hacía varios años, cuando habían hecho su última visita. Sólo había unos pocos mendigos tambaleantes en la salida de equipajes, y parecían tener autorizaciones legales. La mayor parte de la terminal estaba iluminada, aunque no había calefacción. El helicóptero que los llevaría a las comarcas del Sur despegó estrepitosamente en medio del viento helado. El humo de carbón ocultaba la inmensidad de Londres.

Llegaron sin contratiempos a su lugar de destino: una posada inglesa bien conservada, de casi trescientos cincuenta años de antigüedad, correctamente atendida y celosamente custodiada. Pasaron la Navidad allí, protegidos del furioso vendaval. Al día siguiente contrataron un guardia y una limusina y visitaron los monumentos megalíticos de Stonehenge.

Esa fue una experiencia extrañamente conmovedora para Nigel. Desde el punto de vista espiritual ya casi había dejado de ser inglés, ahora que el estado de la asistencia social se había convertido en el estado del adiós. Sin embargo, esas sólidas columnas empinadas le recordaron otra Inglaterra. La piedra clave estaba tan maravillosamente alineada, el ordenador celestial era tan preciso, que se sintió emparentado con los hombres que lo habían construido. Habían levantado esos dedos grises de medición, apuntando al reloj del cielo, para entenderlo. Hacía mucho tiempo que los Nuevos Hijos explotaban la faceta panteísta de los druidas, que según la leyenda popular habían construido esos monumentos de piedra, pero jamás mencionaban el resto… o sea, que aquellos hombres no habían aceptado irracionalmente ideas ajenas.

Nigel miró la carretera donde un grupo de chimpancés mutantes reparaban los estragos de la inundación. Mecían sus palas especiales y arrojaban el lodo a treinta metros de distancia con un solo movimiento. Alexandría estaba junto a él, mordiéndose distraídamente una uña: el vestigio evolutivo de las guerras animales. Nigel se estremeció y la llevó de regreso a la posada.

París fue deprimente. Hacía dos días que se estaban congelando en hotel cuando se produjo una caída de la presión del agua en la ciudad para el resto de la semana.

Las cúpulas de placer de los saudíes estaban colmadas. Los escultores de nubes revoloteaban sobre el desierto, y tallaban eróticos gigantes blancos que se retorcían portentosamente en orgasmos colosales.

En Sudáfrica, la exhibición fue más modesta. Los ancianos abotargados, los arrugados barones de las finanzas, aparecían por la noche y disfrutaban de un meteoro paisaje mientras cenaban. Como ellos, Nigel y Alexandría contemplaron un arco iris tremolante que enmarcaba cúmulos purpúreos, nubes que se desplazaban con la majestuosidad de monarcas Victorianos.

En Brasil, en un restaurante, Alexandría señaló con el dedo:

—Mira. Ese es uno de los hombres con quienes estamos negociando el futuro de la línea aérea.

—¿Cuál de ellos?

—El gordo. El de las gafas basculantes. Y camisa flameante. Y americana con ribete. Caqui…

—Sí, lo veo.

Alexandría miró nuevamente a Nigel.

—¿Por qué sonríes?

—Nunca hubiera imaginado que tenías tan buen ojo para las ropas. Realmente, jamás me fijo en esos detalles. —Estiró la mano para coger la de ella—. Te he recuperado.

Debieron abstenerse de visitar gran parte del planeta. En las extensas comarcas desprovistas de recursos o de industrias, el hombre blanco era, automáticamente, un enemigo, el culpable de que los niños murieran de hambre, un ladrón. La política de los treinta últimos años había generado esa reacción. En Sri Lanka se alejaron un centenar de metros del hotel para ir a comer. Estaban por la mitad del curry cuando los murmullos del restaurante y una creciente tensión los impulsaron a salir a la calle pestilente. Un taxi que pasaba por allí les llevó de regreso al hotel, y de allí al aeropuerto. Siguieron viaje a Australia.

Se estaban cocinando sobre las arenas de Polinesia cuando sonó la chicharra de su intercomunicador portátil. Era Lubkin. Ichino le había transmitido la idea de la búsqueda mediante el radar. Habían captado un objeto. Medía más de dos kilómetros y giraba. Si no aceleraba llegaría a Venus dentro de once días. Lubkin le preguntó si podría volver a tiempo para asumir el mando del equipo de la Sala de Control. Nigel le contestó que lo pensaría.

En las afueras de Kyoto, mientras caminaban por un sendero de la campiña, Alexandría vomitó súbitamente en una zanja. Una biopsia de dos días indicó que su estado no había experimentado cambios en los últimos tres meses. Sus sistemas orgánicos parecían estables.

El detector de bolsillo de Alexandría no había emitido ningún sonido. Nigel controló el dispositivo implantado en su cráneo: Funcionaba. Lanzó un «bip» cuando él ejecutó la maniobra necesaria. Sencillamente no había estado tan enferma como para activarlo.

Al día siguiente Alexandría se sintió mejor. Un día más tarde, ya comió bien. Salieron a pasear. Después, mientras ella dormía, Nigel telefoneó a los restantes puntos de su itinerario y canceló las reservas. Se comunicó con Hufman por el sistema de fluxión y el rostro del médico apareció en la pantalla como una máscara ondulante. Hufman dictaminó que Alexandría necesitaba descansar cerca de su casa.

Se embarcaron en el siguiente reactor para California, describiendo un arco sobre las pálidas aguas del Pacífico.