3

L

a escena volvió a proyectarse. Esa tarde ella y Toshi habían jugado al sanshi, como siempre, y después se habían duchado rápidamente y habían tomado una copa en una pequeña cafetería cercana. Pero esta vez Alicia los esperaba en la barra y mientras Nikka los miraba ella y Toshi desovillaron su historia de engaños, intrigas, citas risueñas en apartamentos de amigos, todo cubierto con el fino barniz del amor jurado, del todo sea-para-bien-Nikka, aquí-somos-todos-adultos, realmente no se trata en absoluto de algo sexual, tú entiendes, y más y más y más. Después volvió a casa y guardó cuidadosa, pulcramente, su raqueta de sanshi y sus ropas. Se dio otra ducha. Bebió algo tibio y alcohólico, aunque no recordaba muy bien qué. A continuación pensó que se acostaría un rato y recordaba perfectamente la sensación que había experimentado al dejarse caer en la cama, una sensación de tiempo ilimitado que se asociaba a la caída, una sensación de descenso aparentemente eterno. La caída, así era como recordaba a Toshi. Ese fue el fin de todo, el centro lacerado de la personalidad que se zambullía en el oscuro olvido total. Permaneció tres días en cama, sin levantarse ni siquiera para comer ni para atender el timbre de la puerta o el teléfono, segura de que estaba enferma, segura de que estaba agonizando, odiándose a sí misma por no haber dicho nunca nada en el bar, por haber estado siempre callada, amable y sonriente. Asintiendo con la cabeza cuando se lo contaron todo, asintiendo, comprendiendo, y siempre cayendo impotente hacia atrás por el torbellino negro, cayendo…

—Alphonsus llamando a Nikka Amajhi. Alphonsus…

Salió lentamente a flote. Las telarañas del recuerdo se disiparon. Sacudió la cabeza. Le palpitaba la pierna y la movió reflexivamente, lo que agudizó el dolor. La miró y vio un puntal roto clavado en su muslo. Sin embargo, la porosa malla elástica de su uniforme estaba intacta, de modo que probablemente sólo tenía un feo hematoma. Tanteó… y la luz del monitor de la radio se encendió con un brillo tranquilizador.

—Aquí Nikka. He caído en… —leyó las coordenadas—, por causas desconocidas. Algo arrancó la cola del deslizador.

—¿Heridas?

—Creo que no.

—Hace pocos minutos recibimos una señal de tu alarma automática. No hay ningún deslizador cerca de allí, pero otra nave de reconocimiento acaba de cambiar de rumbo para dirigirse hacia ti. Está bastante cerca y creo que llegará pronto.

Nikka vio algo en el tablero y se paralizó súbitamente.

—Aguarda un momento. Tengo que efectuar una verificación.

Trabajó con rapidez y en silencio durante varios minutos, se zafó del correaje, y con movimientos desmañados, evitando apoyarse en la pierna dolorida, se apeó a medias del deslizador para revisar las conexiones. Al cabo de pocos momentos volvió a su asiento.

—Espero que la nave de reconocimiento se dé prisa.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Acabo de controlar mi reserva de oxígeno. Dispongo de aproximadamente cincuenta y seis minutos.

—¿Es tu cilindro de emergencia? ¿Qué les sucedió a los otros?

—No fue un descenso muy apacible. Reventaron los neumáticos y la proa se descalabró.

—Será mejor que eches un vistazo allí. —De repente, la voz irradiada desde Alphonsus se había puesto tensa.

Nikka se apeó, llevando consigo la herramienta para todo uso, y trabajó durante unos minutos en la proa del deslizador. Era un conglomerado de metal y cables retorcidos. Nikka consiguió deslizar los dedos hasta treinta centímetros de los cilindros de oxígeno allí almacenados, pero no más. El uniforme adherido a la piel le permitía desplegar una gran destreza manual, y sabía que probablemente podría insinuar unos pocos dedos hasta más cerca de uno de los cilindros, pero en ese ángulo tampoco podría quitar el cierre. La colisión había roto la mayoría de los cilindros, pero era posible que dos de ellos aún tuvieran presión positiva. Tironeó durante varios minutos más de la parte delantera del deslizador, descansó un momento y luego repitió la tentativa. Nada se movió.

—Alphonsus.

—Correcto. El uno cero cinco llegará allí dentro de diez minutos.

—Estupendo. Lo necesitaré. Tenía una conexión directa con los cilindros de proa. La línea se vació inmediatamente después del descenso… El cilindro que estaba usando se rompió. Supongo que me desvanecí. La consola me empalmó automáticamente con el cilindro de emergencia instalado detrás del asiento y de ahí procede el oxígeno que respiro ahora. Los cilindros de delante están atascados por las tuberías y el parachoques. La proa se ha replegado por completo hacia dentro. —Nikka miró el cielo—. Tendré que ver ese…

Hubo un destello fulgurante y silencioso. Algo se desprendió de la cúpula cobriza implantada en la ladera y se alejó con una trayectoria curva. Sobre el horizonte lejano se produjo una súbita explosión amarilla, una bola que perdió consistencia y se disipó en pocos segundos.

—Algo… —empezó a decir Nikka.

—Hemos perdido al grupo de reconocimiento uno cero cinco. Su transporte ha desaparecido.

A continuación se oyó un murmullo confuso de voces que duró varios minutos. Nikka permaneció callada, mirando la enorme cúpula que se levantaba a unos trescientos metros. Era inmensa, ostensiblemente artificial: una opaca esfera abollada que se adhería a la ladera. El resplandor repentino parecía procedente de su base.

Pasaron varios minutos antes de que Alphonsus volviera a hablar.

—Me temo que algo ha…

—No importa, lo sé. Vi cómo sucedía. Esa nave ha desaparecido. —Describió la cúpula—. Vi cómo disparaba contra algo que se hallaba cerca del horizonte, alrededor de… —calculó las coordenadas y las recitó—, y dio en el blanco. Supongo que eso fue lo que destruyó la cola de mi deslizador. Los tripulantes del uno cero cinco tuvieron menos suerte.

Se hizo un silencio interrumpido sólo por descargas de estática solar.

—Nikka, escucha, no entendemos lo que sucede. ¿Qué es esa cúpula?

—Que el diablo me lleve si lo sé. —Hizo una pausa—. No, espera, hay algo que sí puede ser. Obviamente nosotros jamás construimos algo semejante. Es descomunal y parece ser una esfera que se estrelló aquí. Pienso que está relacionada con el Snark.

—El Snark no dejó nada.

—¿Estás tan seguro? O quizá llegó antes. Esa señal que mencionó el Snark, algo que procedía de la Luna, ¿recuerdas? Quizá fue esto lo que la irradió.

—Es posible. Escucha, esta conversación carece de sentido. Tenemos que enviar a alguien allí para que le eche un vistazo y te recoja. Eso es lo que me preocupa. Hemos perdido tanto tiempo que no creo que ninguna nave pueda llegar antes de que se te agote la provisión de oxígeno. Eso, suponiendo que no la destruyan antes.

—Yo pensaba lo mismo. Dispongo de aproximadamente media hora.

Nikka enunció las palabras pero no pudo darles crédito. Media hora no era nada: lo que duraba una larga conversación telefónica o un noticiario.

—Dios, tiene que haber alguna solución. Oye, toda la proa ha sido diseñada de forma que sus piezas se ensamblen. ¿No puedes desmontar una parte y llegar a los cilindros?

—Se ensamblaban en condiciones normales. He tratado de zafar las piezas, pero es imposible.

—Esos treinta minutos suponen movimientos y ejercicios. Es sólo un promedio. ¿Por qué no te acuestas y te relajas?

—Será inútil. Quizás así gane un cincuenta por ciento de tiempo, ¿pero cuánto crees que tardará en bajar mi metabolismo después de un accidente como este?

—Tienes razón. —Se hizo el silencio de nuevo.

No parecía haber mucho que agregar. La simple aritmética daba siempre el mismo resultado, cualquiera que fuese la forma en que se hacía el cálculo. La caja de herramientas no contenía un soplete, de modo que tampoco podría cortar el metal.

Alphonsus estaba diciendo algo, pero Nikka no consiguió concentrar su atención en la voz. Se sentó y miró el terreno escabroso, jalonado de rocas, poblado de cráteres, plácidamente dormido bajo el Sol fulgurante. Y pronto, antes de una hora, ella se incorporaría al paisaje. Parecía increíble: a pocos centímetros de ella, al otro lado de la visera de plastiforme, aguardaban el vacío total, el silencio total, la muerte total. Ella era una burbuja de vapores y fluidos, de sabores almizclados y acres y salinos, de músculos, de instintos y de vida. Sólo una piel delgada la separaba de ese mundo estático y pronto la diferencia sería aún menor.

—Nikka Amajhi. Nikka Amajhi.

—Sigo aquí.

—Hemos tratado de imaginar algo, pero…

—No hay nada que hacer.

—¿No llevas ningún objeto que pueda servir en el deslizador? El reglamento no lo permite, pero podrías haber cogido un soplete o algunas herramientas adicionales o…

—No.

—Bien… —su tono se hizo urgente—, mira en torno. Tal vez haya algo…

—Espera. —Nikka pensó frenéticamente—. No puedo desprender las planchas de proa que cubren los cilindros de oxígeno. Sabes por qué me han elegido para estos trabajos de exploración: soy liviana, menuda y gasto menos combustible. No puedo abrir nada sirviéndome de la fuerza.

—Espera… Nikka, acabamos de recibir un mensaje urgente de la Tierra. Hace unos instantes ha tenido lugar un estallido de fusión en el noroeste de Estados Unidos. Aparentemente no se trata de una guerra, sino de un extraño accidente.

—¿Y qué? Eso me importa un bledo.

—Tal vez…

—¡Voy a morir aquí, desgraciados!

—Nikka, escucha… Lo que sucede es que la Tierra quiere que controlemos todo el tráfico espacial profundo. Por si una de las grandes potencias intenta… bien, no importa. Aquí vamos a estar muy ocupados, pero te daremos toda la ayuda…

—Estupendo, estupendo. Sólo te pido que te calles. Estoy pensando… Evidentemente estos restos corresponden a una nave… quizá pueda conseguir algo. Introducirme en ella. Buscar…

—Sí, claro. No descartes nada…

—Probablemente me matará de entrada. Pero, desde luego, eso será mejor que… Me encaminaré ahora mismo hacia allí.

Cortó la comunicación antes de que su interlocutor pudiera agregar algo más. No caminó sino que corrió, porque sabía que el consumo de oxígeno no variaría mucho. Experimentó un acceso de energía, una aceleración del pulso. Era bueno pisar nuevamente suelo firme, en libertad. Ya no caía como un pájaro herido e inerme.

Se sintió de tal forma transportada por el entusiasmo, tan segura de que el artefacto cobrizo presagiaba su salvación, que el choque con la nada la cogió totalmente desprevenida. Su nariz se estrelló contra la visera protectora, y roció el casco con una fina pulverización de gotas de sangre. Cayó hecha un ovillo de brazos y piernas.

Se sentó y sacudió la cabeza. Algo le zumbaba en el oído: el sistema vital, que anunciaba la hemorragia. Pulsó un control de la parte posterior del casco y una cinta transportó hasta su boca una píldora coagulante sostenida por un lazo. La ingirió, tragó un poco de agua y se detuvo a pensar.

Era difícil aclarar las ideas. Le palpitaba la cabeza y tenía un sabor arenoso en la boca. El impacto había destruido su certidumbre exuberante, pero hizo un esfuerzo para levantarse y permanecer en pie.

Al principio se dijo que debía de haber tropezado, pero no… había marcas sobre el polvo en el lugar en el que había resbalado hacia atrás. Tenía que haber chocado contra algo. Pero no había… nada…

Se adelantó, estiró la mano y sintió una presión manifiesta contra la palma. Deslizó la mano hacia arriba y abajo, y hacia los costados, explorando varios metros en ambas direcciones. Algo invisible —la idea casi la hizo reír— le empujaba la mano. No, no la empujaba, sino que estaba simplemente allí. Algo sólido, un muro. Apartó la mano y se miró la palma. Tenía un curioso aspecto moteado, con grumos marrones y anaranjados sobre el plastiforme negro.

En parte por precaución, pero sobre todo porque necesitaba hacer algo mientras trataba de reflexionar, Nikka dio media vuelta y caminó nuevamente en dirección al deslizador. El muro invisible estaba por lo menos a cien metros de la cúpula y ella empezó a sospechar de qué se trataba. Cuando llegó al deslizador arrancó un tubo largo que la colisión había zafado a medias y regresó al muro. Adelantó el tubo, tomó contacto y lo apoyó enérgicamente. No, no era un muro sólido. Sintió una extraña resistencia flexible: el tubo penetró un poco y se detuvo cuando no pudo empujar con más fuerza. Lo sostuvo firmemente y esperó. Nada pareció suceder. Después de unos minutos lo retiró.

El extremo del tubo de aluminio tenía los bordes desdibujados, imprecisos. Se había derretido. De alguna manera ese obstáculo transmitía calor a todo lo que se apoyaba contra él.

No obstante su impaciencia, sintió que le recorría un escalofrío de miedo. Sin dejar de apretar el tubo contra la resistencia inalterable, se volvió y caminó. El muro invisible no tenía solución de continuidad. Después de marchar tres minutos se detuvo y miró hacia atrás. Sus pisadas describían un arco de amplia y ligera curvatura cuyo centro estaba en la cúpula. Parpadeó para librarse de la transpiración que hacía que le escocieran los ojos y lamentó no poder frotarlos. No parecía quedar otra alternativa que seguir adelante. Continuó avanzando, sin dejar de trazar la curva del muro invisible, hasta que llegó a un afloramiento rocoso que se levantaba al pie de la sierra. No estaba más cerca de la cúpula y los minutos se habían desgranado implacablemente.

Giró y se encaminó de nuevo hacia el deslizador, trastabillando en la roca gris desmenuzada que cubría el lecho del valle. Comprendió con amarga certidumbre que nunca llegaría a la cúpula, que nunca encontraría nada que pudiera servirle. La ayuda humana estaba lejos. Carecía de medios para recuperar sus cilindros de reserva, en el supuesto caso de que no estuvieran todos averiados.

Un extraño sentimiento de miedo y desesperación se apoderó de ella cuando volvió la vista hacia los restos de la nave. De otro mundo. Hostil.

Trastabilló nuevamente, levantando una nube de polvo… ¿era ese el primer síntoma de la carencia de oxígeno? Se mordió el labio. Decían que todo empezaba por un exceso de anhídrido carbónico. Más que la falta de oxígeno, eso sería lo que provocaría la reacción de los pulmones. Caminó hasta el borde de un pequeño cráter. Una roca había rodado al interior, triturando una parte del contorno. Se dejó caer contra la roca y encontró un lugar donde sentarse. Notó que resollaba. Tenía un sabor agrio, acre, en el aliento. Rogó que esa fuera una señal de fatiga y nada más. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Controló la hora y trató de calcular su promedio de consumo de aire. No, no podía confiar en eso. Había corrido, había trabajado… Tal vez le quedaban entre diez y veinte minutos.

Recordó las conferencias y los diagramas sobre privación de oxígeno. Parecían remotos e irreales. Capilares reventados, esfuerzo cardíaco… Sólo palabras.

Hizo una mueca. Sólo le quedaba la posibilidad de seguir sentada y dejar que pasara el tiempo, esperando la muerte. De todos modos era por eso que estaba allí, porque se dejaba llevar, esperando que sucedieran las cosas. Si se hubiera levantado y hubiese dicho que no quería hacerlo, no la habrían enviado a ese lugar. Sí, sus reflejos de vuelo eran excelentes y era liviana. Habían verificado todo eso y mucho más. Pero siempre se había sentido inquieta, como si le faltara un talento que los otros tenían. Quizá se trataba sencillamente de las aptitudes mecánicas… En realidad ella era técnica electrónica, no mecánica.

Pero tenía condiciones, veía desde arriba los lugares adecuados para realizar perforaciones en busca de agua y sabía sobrevolarlos magistralmente para estudiarlos mejor. Era joven y resistente y confiable. De modo que empezó a volar y se acostumbró a ello, e iba y venía gobernándose por su propio horario, con la engreída sensación de que disfrutaba de libertad para viajar en un mundo donde los demás pasaban los días dentro de laboratorios atestados, sepultados decenas de metros por debajo de la superficie gris de la Luna.

¿Recorrer medio millón de kilómetros para después vivir encerrada?, les había dicho a sus padres. ¿Perderse el espectáculo de los misterios helados y abruptos que los rodeaban y privarse de las aventuras? Eso pensaba, sintiéndose cautivadora, y olvidaba el peligro.

Era fácil relajarse en la rutina, así como era deliciosamente sencillo aprender las maniobras acrobáticas del deslizador, memorizar el mapa verde acolchado, adiestrarse.

Allá en la Tierra le había sucedido lo mismo con Toshi, antes de todo eso. Se sentía segura de su statu, segura de que Alicia no representaba ninguna amenaza, y Alicia le había arrebatado a Toshi casi sin ningún esfuerzo. Ella había permitido que Alicia se lo quitara, había llegado a la conclusión de que era más fácil callar y ser amable y sonreír, y así era también como le había endilgado esa misión, y ahora iba a morir por ello, iba a exhalar el último suspiro porque rehuía el fragor de la contienda, porque no podía soportar esa tensa crispación nerviosa del estómago…

Se alzó lentamente, muy lentamente. Apenas había vislumbrado la idea, pero cuando la revolvió en su cabeza se convirtió en algo concreto.

Sin embargo, ¿podría levantar el deslizador? Nunca lo había intentado. ¿Había alguna manera de hacerlo? Alphonsus lo sabría. Ellos tenían más experiencia en esos menesteres. Podía comunicarse y preguntar… Qué ridículo, no, no tenía tiempo para eso. Giró y echó a caminar lenta, sistemáticamente, ahorrando energía. El polvo crujía bajo sus botas y a medida que se acercaba al deslizador lo estudiaba con toda atención.

Las sombras negras ocultaban algunos detalles, pero estaba segura de que las articulaciones desmontables próximas al asiento estaban intactas. El vehículo había sido diseñado de forma que pudiera efectuarse un desmantelamiento rápido, fragmentado en módulos que se separaban para el mantenimiento.

¿Levantarlo? Imposible. Su masa sumaba casi mil kilogramos. Nikka puso manos a la obra. Desconectó los sistemas de tuberías y las configuraciones de cables y desprendió varios receptáculos con provisiones. Trabajaba rápida, metódicamente, calculando bien cada movimiento para economizar energía. Las válvulas estaban sólidamente encajadas y los puntales se plegaban. Las articulaciones desmontables se desprendieron limpiamente y el deslizador se partió en dos. La chatarra retorcida de la proa estaba suelta.

Las ruedas de aterrizaje estaban irremisiblemente trituradas, pero la sección de proa era más liviana que las otras dos terceras partes del vehículo. El motor iónico constituía la mayor parte de la masa del deslizador.

Nikka contorneó el parachoques abollado y encontró dos buenas agarraderas. Aun agachada en ese mundo de escasa gravedad, pudo apoyar bien los pies con sólo apartar el manto de polvo que había debajo de sus botas. Se afirmó, cogió la lámina metálica y tiró. La sección de proa pareció resistirse, atascada en un pequeño afloramiento rocoso, y después resbaló, resbaló sobre el polvo. Nikka gruñó, tiró, la chatarra siguió resbalando. El polvo era un buen lubricante, y una vez iniciado el desplazamiento, la sección de proa del deslizador resbalaba varios metros con un sólo tirón.

La arrastró gradualmente hacia la ladera. Dejaba una huella mellada sobre el polvo marrón, y Nikka adoptó un ritmo uniforme: pegaba un tirón, daba dos pasos, apartaba el polvo para poder apoyarse sólidamente sobre el lecho de roca, volvía a tirar. Tenía los brazos y las piernas agarrotados y le dolía la espalda. Su aire empezaba a viciarse, y se arremolinaba dentro del casco con peso propio. La marcha hacia la coraza invisible era larga y penosa, pero cada paso la acercaba un poco más, y al cabo de un rato la euforia hizo que la sección delantera del deslizador le pareciera más liviana. Casi creyó oír el roce del bronce contra las rocas, mezclado con el crujido del polvo bajo sus pies.

Podría haber llamado a Alphonsus. Convenía que supieran lo que estaba haciendo. Pero llegaran a tiempo o no, igualmente encontrarían la cúpula. Ella estaba totalmente sola, y su vida sólo dependía de sus propios esfuerzos.

Cuando Nikka llegó a la demarcación invisible, jadeaba fuertemente. Chocó con el muro, y su nariz se aplastó contra la visera. Recordó la nariz ensangrentada y sintió por primera vez la sangre coagulada dentro de las fosas nasales. Tuvo la impresión de que eso había sucedido hacía un año.

Se detuvo y estudió los cilindros de aire, desechando aquellos que tenían rajaduras visibles o costuras reventadas. En un extremo había dos que parecían intactos, pero no podía ver los indicadores porque las láminas de metal retorcido estaban enroscadas alrededor de ellos. Se detuvo sólo un instante para juzgar la situación, y luego desprendió un puntal y lo encajó debajo de la sección del deslizador. Apoyándose sobre la improvisada palanca empujó la parte delantera del deslizador contra la coraza, invisible.

No podía estar segura del éxito de la maniobra. El tubo de aluminio se había derretido, pero el deslizador tenía componentes de acero y aleaciones que quizá resistirían. Descargó todo su peso sobre la palanca, manteniendo la presión sobre la parte del deslizador más próxima a los cilindros. En un medio con más fuerza de gravedad no habría podido levantar el artefacto, ni siquiera con esa palanca, pero allí la escasa gravedad facilitaba las cosas. Le dolían los hombros.

Por su espalda circulaban breves descargas quemantes. No veía ningún cambio en el parachoques del deslizador, pero luego se ladeó ligeramente hacia la izquierda. Se apoyó mejor, desplazó la palanca para sostener el peso del artefacto, y al fin vio que un fluido oscuro chorreaba lentamente desde el lugar donde había estado apoyado el deslizador. Debía de ser metal derretido que corría por la superficie de la coraza. Nikka inclinó la palanca hacia delante, aumentando la presión.

Al cabo de un rato la cara frontal del deslizador empezó a desdibujarse y fundirse. El metal retorcido cedió en un punto, después en otro. Un hilo fino de metal licuado chorreó lenta, angustiosamente, por la superficie de la barrera invisible. Se desprendió una tenue nube de vapor gris. El líquido se acumulaba formando charcos dispersos sobre el lecho de polvo. El deslizador se ladeó de nuevo, y en cada oportunidad Nikka recomponía su equilibrio, torcía la palanca y aumentaba la presión.

A través de la película de transpiración que se había condensado sobre su visera calculó el peso cambiante de la proa del deslizador, y procuró compensarlo. Su aire era más y más espeso y sofocante. Debía esforzarse para concentrar la atención. De vez en cuando miraba hacia la cúpula de cobre abollado. Hacía una o dos horas no la había visto, no había sospechado que encontraría algo tan extraño y ajeno en una exploración selenográfica. Si salía con vida no descansaría hasta averiguar qué significaba esa cúpula y por qué estaba recubierta por una coraza. Quizá sus sistemas defensivos reaccionaban de forma esporádica e inconsciente.

El deslizador volvió a ladearse hacia la izquierda y Nikka hizo girar rápidamente la palanca para corregir la estabilidad. Ahora el metal fundido chorreaba sin parar y sobre el deslizador se había formado una nube de vapor. El metal retorcido cedió lentamente, se combó y se disolvió. El último obstáculo que la separaba de los cilindros de oxígeno se derritió y desapareció en un santiamén.

Nikka dejó caer la palanca improvisada y trepó frenéticamente sobre el deslizador. Tironeó de los cilindros pero estos se resistieron a ceder. Se agachó, sintiendo que la sangre se le agolpaba súbitamente en la cabeza y se esforzó por enfocar la vista. Un tubo se había encajado contra los cilindros, inmovilizándolos en sus monturas. Forcejeó infructuosamente, tratando de desatascarlo. Estaba trabado.

Volvió a bajar por el costado del deslizador y recuperó la palanca. Si la apoyaba contra una roca —así, de esa manera— y ladeaba el deslizador, tal cual. Sí, se alzó nuevamente, arrimando el tubo al muro invisible. Insertó la palanca donde correspondía y después contorneó el deslizador para colocarse cerca de la coraza y poder volcar su peso contra el artefacto e inclinarlo aún más. Lo empujó. El deslizador cedió un poco y el tubo tocó la coraza. Sus manos estaban bien asentadas sobre el tubo y notó que su muñeca derecha se aproximaba lentamente a la coraza. El peso del deslizador se desplazó aún más y le atrapó la mano.

Debía elegir: soltar y empezar de nuevo, o dejar que el calor actuara simultáneamente sobre el tubo y la mano. Optó por lo segundo. El tubo ya estaba caliente. Vio que despedía vapor a medida que se disolvía el metal. Movió la mano cuanto le fue posible para aliviar la presión, pero no pudo retirarla totalmente.

Esperó, se afirmó de nuevo sobre los pies y estudió atentamente el tubo. Sus bordes sólidos empezaron a desdibujarse y fundirse. No sentía nada en la mano derecha. Trató de mover los dedos y a cambio de ello experimentó una sensación vaga. Tomó apoyo y empujó el tubo con todas sus fuerzas. Cedió poco a poco, combándose en dirección contraria a la coraza invisible, y un cilindro de oxígeno salió de su montura bajo la presión.

Estaba jadeando. Cogió el cilindro cuando este ya rodaba sobre el deslizador y abrió de un tirón la válvula de seguridad. No hubo ninguna reacción en el indicador astillado. Acercó un dedo a la boquilla y no sintió ninguna presión. El cilindro estaba vacío. Sin pensar dos veces, sin permitirse el menor sobresalto de desesperación, manoteó el cilindro contiguo.

El tubo seguía apretando la montura pero Nikka lo apartó y el cilindro se desprendió. Pensó que ese era el momento decisivo. Todos los otros cilindros estaban rajados. Lo abrió y el indicador marcó un registro positivo. Se lo echó a la espalda, sin vacilar, y empalmó automáticamente las conexiones.

La corriente de aire la bañó con un soplo fresco y constante. Se desplomó sobre la proa del deslizador, indiferente a la coraza invisible, al metal retorcido que la aguijoneaba incluso a través del uniforme, al resplandor del Sol que brillaba sobre su cabeza. El contenido del cilindro duraría por lo menos tres horas. Si descansaba y se quedaba quieta quizá Alphonsus podría enviar una partida de rescate.

Algo le escoció en la muñeca y alzó la mano derecha para mirarla. Una mancha roja se extendía contra los colores moteados del plastiforme.

El escozor se intensificó hasta convertirse en un dolor sordo, palpitante. Mientras miraba, la sangre le chorreó por la muñeca hasta el codo. Permaneció totalmente inmóvil. Se desangraba en el espacio libre. El uniforme se le adhería fuertemente a la piel, de modo que el resto de su cuerpo no sintió una caída inmediata de tensión.

Vio cómo en la sangre se formaba un racimo de burbujas que estallaban lentamente. Un tenue velo gaseoso se desprendió de su mano a medida que se evaporaba la sangre.

Miró, alelada. Ciertamente el contacto con el vacío implicaba la muerte. ¿Cuánto tardaría? Una súbita caída de tensión produciría una narcosis nitrogenada. ¿En cuánto tiempo? ¿Un minuto, dos? Inhaló profundamente. El aire era bueno. Le despejó la mente y volvió a mirar la cúpula. Esta parecía empinarse sobre ella.

Sangre contra metal. Vida contra máquina. Levantó los pies y rodó fuera del deslizador. Le chasquearon los oídos. La tensión de su organismo bajaba. Estaba a cien metros del resto del deslizador. En la caja de herramientas había esparadrapo, obturadores orgánicos… algo que le serviría para cerrar la herida.

Dio un paso. El horizonte se inclinó demencialmente y casi perdió el equilibrio. Cien metros, paso a paso. Concéntrate en uno, sólo en uno. Un paso cada vez.

Sus oídos volvieron a chasquear pero ya estaba avanzando. Unas gotas de color escarlata salpicaron el polvo. El dolor se había transformado en una feroz lanza quemante.

Resbaló y recuperó rápidamente el equilibrio, y mientras ejecutaba ese mismo movimiento echó una mirada fugaz por encima del hombro. La cúpula silenciosa e impersonal estaba agazapada detrás de ella. En menos de una hora le había hecho todo eso, la había colocado al borde de la muerte. Quizás aún podía hacerle algo más. Pero por fin ella era dueña de su vida. No permitiría que las cosas sucedieran espontáneamente. Y que el diablo se la llevara si se dejaba morir precisamente ahora.