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E

ra delicioso flotar, retenido por las hebillas y las almohadillas, y urdir blandas espirales de ilusión. Ese era el efecto de la gravedad cero. Abajo giraban las salpicaduras aleatorias de los cráteres, cada uno de los cuales se ocultaba detrás del horizonte combado antes de que él hubiera podido fijarlo en su memoria. Un viejo amigo extraviado sin un apretón de manos de despedida. El recuerdo de un millón de trances parecidos. «Cuando des la mano, no olvides los buenos modales, Nigel. Quítate antes los guantes» (la mordedura del frío en los dedos)…

Su mente vagaba a la deriva.

Lo cual no era correcto, se dijo. Debía mantenerse alerta. No estaba allí para disfrutar del paisaje. Y los tanques fragmentados de combustible de alta energía tampoco estaban montados a los costados, arriba, abajo y detrás de él, para su diversión. Esperaban la señal, la ligera pulsación de un botón, para suministrar impulso y dispararle de cabeza a la historia.

O al abismo que se extendía más allá de la trama terrestre, pensó. El Control de Hiparco —qué nombre tan portentoso para seis chozas de metal laminado sepultadas bajo siete metros de polvo— había estado un poco ambiguo al referirse al margen de error que habían dejado para el viaje de regreso. Quizá no había tal margen.

A su derecha, apareció a la vista la ribera norte del Mare Oriéntale: láminas de lava gris solidificadas en medio de sus convulsiones. El centro del cráter se hallaba quince grados al sur de su órbita casi ecuatorial, pero incluso desde esa escasa altura alcanzaba a divisar las cordilleras que se curvaban en dirección contraria a él, hacia dentro, hacia el foco. Se preguntó qué dimensiones tenía la roca que había causado este tétrico efecto: crestas de antiguas olas congeladas en forma de montañas. Un impacto de fuerza descomunal en las costillas de la Luna. Un puñal asesino. La muerte de un asteroide, un hermano de Ícaro…

—Aquí Hiparco —crepitó y chirrió una voz en su oído—. ¿Todo en orden?

Nigel titubeó un momento y luego respondió:

—Cállese.

—No se preocupe. Lo hemos calculado bien. Ambos estamos en la zona de interferencia radial de la Luna, por lo que concierne al Snark. No puede sintonizarnos.

—Pensé que no íbamos a correr ningún riesgo.

—Bien, esto no es precisamente un riesgo. —El tono de la voz era un poco burlón—. Sólo pretendíamos averiguar cómo marchan las cosas allí arriba. No recibimos ninguna telemetría. Usted podría haber muerto, sin que nos enteráramos.

No se le ocurrió ninguna respuesta, así que lo dejó pasar. El radiotelegrafista —¿quién sería?, ¿ese hombrecillo menudo, Lewis?— parecía creer que esa era una simple llamada cortés entre vecinos. Los auriculares chasquearon y restallaron durante otro rato mientras él aguardaba la comunicación de su interlocutor. Finalmente llegó la voz, un poco más fuerte.

—Bien, de todos modos hemos determinado las coordenadas de tiempo. Faltan aproximadamente cinco horas. En este momento volcamos la nueva información en su LogEx.

Junto a él vibró un zumbido electrónico cuando el ordenador absorbió los datos orbitales. Ahora tenía la certeza de que se trataba de Lewis. A este le gustaba utilizar la jerga.

—¿Ha controlado los misiles? —preguntó Lewis.

—Sí. Correcto.

—Acabamos de recibir un mensaje de Houston. Nos piden que le recordemos las prioridades. Un fragmento es mejor que nada, de modo que retenga la ojiva nuclear, si puede.

—Entendido.

—¿Se siente bien? Ya ha pasado un día íntegro allí. Debe de estar entumecido.

Nigel estudió la dispersión de estrellas.

—Pero esto no es nada comparado con la operación Ícaro, ¿verdad? Escuche, nunca le hablé de eso. Me refiero a las drogas y a una meditación tan prolongada para reducir el consumo de oxígeno. Nunca se lo pregunté.

—No, nunca.

Hubo otra pausa.

—Bueno, la sensación debe de ser distinta, porque esta es casi una misión de combate, se podría decir. No es lo mismo.

—Estoy sudando como un cerdo.

—¿Sí, de veras? —Este testimonio de debilidad humana regocijó a su interlocutor—. Le rescataremos sano y salvo. No se preocupe, amigo.

—Salude en mi nombre al equipo que le acompaña. —Nigel pensó que debía decir algunas palabras cordiales. Lewis no era un mal tipo. Sólo demasiado entrometido.

—Todos somos solidarios con usted. Reviente a ese artefacto si hace algo raro. Si quiere que le dé mi opinión, todo esto me parece descabellado.

—Será mejor que verifique el plan de vuelo. Deme un punto de referencia traslunar.

—Oh, de acuerdo. —Un vago chirrido electrónico—. Es el ordenador. Ha cortado el circuito.

—Entendido.

«Misión de combate», había dicho Lewis. Santo cielo. Desembarca la infantería de marina. Siempre alguien se pregunta dónde está el médico. Arrastrarse por una zanja arcillosa mientras las balas de los fusiles zumban como avispas sobre las cabezas. Abrazarse a la tierra, alinearse con la ingle del mundo. Imágenes: una mujer de tez oscura enroscada a un hombre blanco y regordete, de uniforme salpicado, que limpia con desgana el cañón del fusil y mira distraídamente por la boca reluciente del arma mientras ella se mece y culea y le besa con su ritmo universal, hurgándole los bolsillos con las manos nudosas…

En alguna parte, un mensaje musical de hambre.

Encontró uno de los tubos plásticos transparentes, lo estrujó y comió. Jugo de zanahorias. Menú de la NASA, verduras fortificantes y raíces suculentas, y nada de carne abominable. Quienes hayan de reunirse con Dios en su firmamento deberán ser puros de intestinos y no deberán sustentarse con carroña. Alimentad a vuestros hijos con alubias y bayas: es posible que ellos también se remonten a las estrellas. Cuando vuelvan a casa después de una salida olfatead su aliento en busca de rastros aberrantes de perros calientes. Inmundo, inmundo. Además, nadie había descubierto aún cómo criar pollos o vacas en la Luna, de modo que había que resignarse a las habas de soja.

En verdad, tampoco se podía hacer mucho más en la Luna. Estaba bien equilibrar los tomates con la cebada, extrayendo de la grava lunar suficientes proteínas y oxígeno para nutrir una pequeña base, pero regular los aminoácidos y la savia, evitar que se formara moho en las tuberías de acceso, y conservar la arcilla fina y polvorienta era harina de otro costal. Los biólogos optimistas miraban con mala cara sus habas de soja: sin el ciclo diario de sol y mareas, las plantas echaban raíces nudosas y hojas grises, y eran avaras en proteínas. No era fácil batirse con la entropía en un mundo de cielos negros y vientos durmientes.

Las ciudades cilíndricas funcionaban, cultivaban sus alimentos y prosperaban. Pero la Luna, verdaderamente ajena, no. De todas formas, el personal de Hiparco perseveraba, exploraba la Luna en busca de agua y hielo, experimentaba. Tenía un optimismo feroz. Precisamente lo que le faltaba a él, pensó Nigel. Se encogió de hombros, allí donde nadie podía verlo. Ahora la carencia no parecía importar.

Para distraerse meditó y leyó novelas en la pantalla de la cabina, en cuya superficie aparecían los textos que luego se borraban. El módulo estaba bien diseñado, si se pensaba que el tiempo para transformar los planos en artefactos había sido muy escaso. Nigel había llevado consigo un estuche con cuatro cristales mémorex, cada uno de los cuales contenía un libro, y en el primer día de espera había devorado dos, dedicándole una hora a cada uno.

Una frase le llamó la atención:

en una actitud respecto de Ataturk.

Más tarde la recordó, mientras cavilaba sobre la planicie esquistosa del Mare Smythii. Maniobró con las palabras como si fueran expresiones algebraicas, las descompuso matemáticamente en función de las aes y después de las tes. Reordenadas, las palabras comunicaban ambigüedad, incoherencia, una tolerable poesía.

Se preguntó si ese era un hábito neurótico.

Recuerdos de sus lecturas: mujeres que nunca pasaban junto a un poste de alumbrado sin tocarlo; hombres que siempre se balanceaban sobre el pie izquierdo mientras orinaban. Todos ellos compañeros de neurosis, con nervios que saltan en la cuerda floja.

—Su hora proyectada de arranque no ha variado. —Nuevamente Lewis, siete órbitas más tarde.

—¿Qué dice Houston?

—El Snark sigue el rumbo prometido. Desacelera en las condiciones que especifica nuestra trayectoria.

—¿Qué le comunica a Houston?

—Nada inusitado, dicen. El libreto estipula que le transmitan un alud de información apasionante, materiales que el Snark solicitó durante las últimas etapas de su aproximación. Hay que distraerlo para que usted pueda abordarlo.

—Lo sé, ¿pero cuál es esa información?

—¿Qué importa? De todas maneras es falsa.

—¿Cómo?

—Ya no le suministran datos veraces. Houston dice que el Presidente se opuso a ello.

Nigel hizo una mueca.

—No es extraño.

—Para aturdirlo, Nigel, y nosotros le vaciaremos el cerebro.

—Ajá.

—Pero recuerde, si le parece que se le va a escabullir, dispare el cohete nuclear. Son órdenes de Houston.

—Claro, esas son las órdenes de Houston.

—¿Eh? —Un atisbo de sorpresa en la voz.

—Que le metamos el dedo en el ojo.

—No entiendo de qué habla.

—¿Alguna vez se le ocurrió pensar cuántos años debe de tener? —preguntó Nigel, marcando las palabras—. Nuestras vidas son muy cortas. El Snark debe de vernos como si fuéramos bacilos. Eras y dinastías que se extinguen en un instante. Nos mira con su microscopio y toma notas de laboratorio, mientras nosotros tratamos de meterle el dedo en el ojo.

—Ah, sí. Bien, está saliendo de la zona de interferencia radial. Será mejor que nos callemos. Ya he volcado las correcciones en su ordenador.

—Entendido.

Se desplazaba nuevamente hacia el blanco resplandor del Sol. La cabina crujió y crepitó y chasqueó al calentarse. Abajo, un cráter de yeso mate estaba cercenado por el límite de iluminación de la Luna, con su cono central perfectamente simétrico. El borde parecía variado, liso, sobre cuatro terrazas lejanas que se escalonaban hasta el suelo.

Snick, chasqueó la cabina. «Un cuchillo acechando sobre el filo del infinito» pensó Nigel. Sobre la playa serena del océano de la noche, marcando los minutos hasta que llegue el desconocido alado. Un actor que no sabe sus parlamentos. Listo para salir a escena e interpretar su gran libreto. Quizá debería haber sido actor, al fin y al cabo. Una vez lo había intentado, en la Universidad, antes de que la técnica y el análisis de sistemas y las prácticas de vuelo le consumieran el tiempo. Realmente había querido ser actor, en otra época, pero en cambio se había persuadido de que lo que le convenía era convertirse en un Nigel Walmsley.

Calentó un tubo de té y lo sorbió, en la medida en que se puede sorber de un recipiente flexible. El sol entró a raudales. El té fue como una inesperada mano cálida en la oscuridad. «Saboreando Darjeeling», pensó, y quizá, después de todo, se había convertido en actor, finalmente, Ícaro había sido una auténtica representación teatral, en cuyo desenlace la Providencia había incluido gentilmente una enérgica coda de Trascendencia. Y ahora estaba en el umbral de su nuevo compromiso, después de haberse preparado escrupulosamente, con los decorados en escena. Se aproximaba la noche del estreno, y el público autorizado a escudriñar los materiales ultra secretos se apiñaba alrededor de las tridimensionales. Sobre todo (por lo menos si no se producía una filtración): nada de críticos. Este actor, esmerado alumno de la Escuela del Método, se destaca por el arrebato y la devoción con que se consagra a su oficio.

Su actuación anterior, aunque controvertida, le ha proporcionado alguna fama. Prefiere trabajar en obras que parecen tener una moraleja final, para que el auditorio crea haberla entendido desde el principio.

Sonrió para sus adentros. Un nombre con el dedo sobre el disparador puede permitirse el lujo de concebir algunos pensamientos cósmicos. La política se trueca en geometría, y la filosofía en cálculo. Las contingencias diagramadas con una geometría sutil y estricta sobre coordenadas espirales, como en el borrador de un matemático loco, se enroscan, imitando a una serpiente, alrededor del Universo.

La idea le hizo arquear una ceja. «Me pregunto qué habrán echado en este té», pensó.

—¿Walmsley? —Le habían llamado varias veces, pero él tardó en contestar.

—Estoy ocupado.

—¿Ha controlado y verificado sus sistemas? —Lewis hablaba deprisa, empalmando una palabra con otra, en razón de lo cual era difícil coordinar la oración—. En su última pasada recibimos la señal de su diagnóstico de a bordo. No hay ningún contratiempo serio. La presión del anhídrido carbónico en los tanques de refuerzo ha aumentado un poco, pero Houston dice que se mantiene dentro de los límites aceptables de operación. De modo que parece que tiene el visto bueno.

Nigel apagó las lámparas interiores de lectura antes de contestar, y las luces titilantes tiñeron la cabina de rojo oscuro. Por un momento sólo captó la negrura, y después sus ojos se acostumbraron. Ya había visto miles de veces ese cálido resplandor, pero ahora la imagen le parecía nueva y extraña, un presagio de acontecimientos inefables. «Dante», pensó, «ha estado aquí antes que yo». Bien, les daría lo que anhelaban. Pulsó el botón del transmisor.

—Verifico, Hiparco. Programa registrado, índice LH2/LOX cuatro cero tres ocho. Acabo de completar servoinventario y LogEx confirma todos los subsistemas y refuerzos a punto.

En vuestra propia jerga, maniáticos.

—Tengo una retransmisión para usted.

—¿Cómo?

A través del siseo de la estática llegó una voz suave, bien modulada.

—Aquí Evers. Pedí a Hiparco que me conectara para abordar cualquier crisis imprevista…

—Déjelo de mi cuenta. El cohete nuclear es el último recurso, ¿de acuerdo? Voy a echar un vistazo. Sacaré conclusiones inteligentes del aspecto del Snark. Quizá después me comunique con usted. Pero mientras pueda hurtaré el cuerpo…

—Sí —respondió Evers lentamente, bajando la voz una octava—. Sin embargo, estamos seguros de que el Snark no le detectará nunca. En todo el trayecto usted tendrá el Sol a sus espaldas. En el mundo no existe ningún radar capaz de descubrirle contra ese fondo.

—En el mundo. Hummm.

—Oh, ya entiendo. Bueno… —Evers lanzó una risita autocrítica—. No es más que una frase hecha. Pero nuestros técnicos opinan que hay ciertas premisas de los equipos de detección que se mantienen en todas las situaciones, incluida esta. Yo no me preocuparía por eso. —Pausa—. Pero el motivo por el que distraigo su tiempo… y veo que sólo quedan pocos minutos para este tramo de transmisión… es el siguiente: quiero recordarle los deberes propios de su misión. Aquí abajo no podemos prever lo que hará ese artefacto. Las decisiones finales deberá tomarlas usted, aunque retomaremos el contacto apenas estemos seguros de que el Snark lo ha detectado… si eso llegara a suceder, quiero decir. En verdad, es posible que eso ocurra cuando usted ya no esté en condiciones de tomar medidas eficaces. Desde aquí haremos todo lo que esté a nuestro alcance, por supuesto. Durante las últimas horas hemos transmitido un cúmulo de información cultural sobre matemáticas, ciencia, arte y así sucesivamente. La Comej espera que esto sirva para distraer los ordenadores del Snark, aunque carecemos de medios para comprobarlo. Mientras tanto, nuestros satélites colocados en órbita alrededor de la Luna controlarán las transmisiones de radio para mantenernos informados. El silencio es esencial. No irradie en ninguna longitud de onda mientras el Snark no dé señales inequívocas de que le ha descubierto.

—Todo eso lo sé.

—Sólo queremos que lo tenga claro —dijo la voz, segura de que los magnetófonos funcionaban—. Tiene dos pequeños cohetes con ojivas químicas. Si no bastaran para inutilizar la propulsión del Snark, use el dispositivo nuclear…

—Debo verificar un detalle.

Evers siguió hablando durante unos segundos, hasta que la interrupción de Nigel salvó el bache de tiempo.

—Oh, ya veo.

Fue obvio que acababa de cortar el hilo de un discurso preparado. La ventaja de la situación de Nigel consistía en que durante el silencio radial nadie podía valerse de la telemetría para averiguar si estaba haciendo algo o no.

—Un último detalle, Nigel. Este ente de otro mundo puede ser increíblemente peligroso para la humanidad. Si le parece que algo falla, acabe con él. No, he incurrido en una exageración. El ente no es más que una máquina, Nigel. Inteligente sí, pero desprovista de vida. Bien, buena suerte. Aquí contamos con usted.

Volvió a oírse el crepitar de la estática.

—Está que arde.

Lo susurró para sí entre los labios exangües entreabiertos. En el Control de Misión no había nadie que pudiera hacerlo por él. Era una forma arcaica, pero a Nigel le gustaba. La letanía canónica: está que arde. Él pilotaría el pájaro.

En ese momento la mano mágica del cohete lo aplastó reduciéndolo a la chatura geométrica, y aunque respiró con bocanadas cortas y superficiales y puso mucho esmero en sincronizarlas con precisión, el dolor no cesó de circular por los blandos órganos líquidos de su vientre. Esta nueva vulnerabilidad, la expansión del dolor agudo, le asustó repentinamente. Cerró los ojos para descubrir que le aguardaba una bruma roja, y en medio del rugir del cohete imaginó que era un turista que tomaba el sol inmovilizado sobre la arena dura, oyendo vagamente la lejana voz grávida de las olas.

El puño se levantó. Parpadeó, localizó un interruptor de presión, vio que una luz viraba al verde. Desprendimiento del primer propulsor. Volvió el puño.

Misión de combate. Enemigo. Blanco. Hacía muchos años que no pronunciaba esas palabras. Pertenecían a su infancia. Chanclos de goma. La llave del patín.

Cuando los días se ponen cabeza abajo,

amigo mío.

Su tío había combatido en una sórdida guerra en la jungla, en alguna parte. Le había contado anécdotas, resolviendo todas las complejas teorías políticas con la incontestable realidad visceral de una pistola y una bayoneta que había traído como trofeos y que exhibía orgullosamente. Para Nigel esa había sido una excentricidad sin importancia, como tener una colección completa de cincuenta años de la National Geographic.

El puño se levantó.

El puño volvió.

Le corría un hilo de saliva por la barbilla. Lo lamió, sin ganas de mover la mano. Le dolían los ojos. Cada uno de sus riñones era un bulto fastidioso implantado inmediatamente por debajo de la piel de la espalda.

Hierro y petróleo,

puestos a hervir.

Flotó bruscamente. El rugido sordo se apagó. Inhaló aire, sintió que la vida volvía a sus brazos y piernas entumecidos, y escrutó automáticamente los regimientos de luces que desfilaban frente a él.

Volaba a ciegas, sin guiarse por el radar. Después de verificar durante unos minutos activó el centro de control de fuego y recibió las respuestas de los ordenadores montados sobre los misiles. A continuación rotó el asiento para tener una imagen completa por la amplia tronera de observación.

Nada. La tronera estaba negra, vacía. Registró la hora y controló la tipografía digital que corría sobre su pantalla. El escape estaba en orden y el rumbo era el correcto. El Snark se disponía a entrar en órbita alrededor de la Luna, tal como lo había solicitado Houston. Él lo pillaría por la retaguardia, acercándose velozmente.

Volvió a mirar por la tronera. Nada. Ahora que tenía una misión concreta, y estaba en marcha, el silencio completo de la radio era macabro. Por la tronera lateral vio cómo se alejaba la Luna, con su infinita planicie gris de cráteres escabrosos. Escudriñó con todo cuidado la tronera principal, buscando un movimiento relativo contra las gemas dispersas de las estrellas fijas. Estudiaba con tanta atención el firmamento estrellado que casi le pasó inadvertido el brillante punto luminoso que entraba lentamente en su campo visual.

—¡Ah! —exclamó Nigel, satisfecho. Desmontó el telescopio. Con aumento, no había duda. La punta de diamante se condensó en una pequeña perla. El Snark era una esfera plateada, sin marcas ostensibles.

Nigel no vio ningún medio de propulsión. Quizás estaban al otro lado del artefacto, o no funcionaban en ese momento. No importaba. Sus misiles se guiaban por sensibilidad térmica y por radar. Pero no llegarían a ese extremo… Forzó la vista, tratando de calcular la distancia. Los satélites fijaban un radio mínimo posible de un kilómetro. Si esa estimación era más o menos correcta…

Una voz dijo:

—Le deseo vientos propicios.

Nigel se quedó petrificado. La extraña voz metálica procedía de los auriculares de su casco, libre de estática.

—Yo… qué…

—Un compañero de viaje. Compartiremos este espacio durante un momento.

—¿Es… usted… el que habla?

—Pensó que no podría detectar su cápsula. Porque se superpone a la sección transversal de su estrella.

—Eh… esa era la hipótesis.

—Por tanto, hablé. Para salvar mi vida.

—¿Cómo lo sabe?

—Hay menos muros de los que usted piensa. Pueden existir intersecciones de… Ustedes no tienen una palabra para expresar la idea. Digamos que me he visto antes en esta situación, bajo una luz distinta.

—Yo…

—Usted está solo. No sé cómo su especie puede parcelar la culpa. Aquí arriba, sé que ello no es posible. Usted es un hombre solo y no tiene dónde esconderse.

—Si yo…

—Le quedaría poco consuelo. ¿Está listo?

—Nunca pensé que tendría que…

—Sin embargo ha venido. Listo.

—Para poder llegar aquí tuve que acceder a…

La voz se tornó amarga.

—Permítame.

De la tronera izquierda partió un intenso resplandor anaranjado y un golpe seco cuando la muerte levantó vuelo. Un arco de luz cruzó frente a la tronera de proa y salió disparado hacia delante. Fue un halo incandescente, después una nítida cabeza de fósforo inflamada, y por fin un punto contráctil que buscaba su blanco con tenaz obstinación.

Un cohete químico. Nigel estaba alelado. Un bip agudo repicaba en la cabina a medida que el rastreador automático seguía al misil. El Snark había encontrado la forma de activar el disparador de su nave. Los números rojos que marcaban los ajustes de la trayectoria parpadeaban y se extinguían, sin que nadie los viera, sobre el tablero que Nigel tenía frente a él.

El estúpido bip se aceleró. El punto incandescente viró plácidamente hacia el disco borroso que aguardaba más adelante.

Nigel llenó sus pulmones…

El cielo se trizó.

Creció una bola calcinante de fuego. Se debilitó, palideció. Nigel se aferró a su asiento, inmóvil, con las fosas nasales dilatadas. El bip se había acallado. Reapareció un tenue ronroneo de estática. Quedó en suspenso, a la expectativa. Mirando al frente. Más allá del disco de fuego que se embotaba lentamente, un chispazo de luz se desplazó hacia la izquierda. Su imagen titiló y después se condensó, intacta: una esfera perfecta.

Nigel se dio cuenta de que el cohete químico había estallado prematuramente. La bola plateada se perdía de vista. Nigel corrigió automáticamente el rumbo.

Ahora la voz sonó más profunda, secamente modulada.

—Ha cambiado desde que caminamos juntos.

Nigel vaciló. Su mente giraba en silencio sobre el abismo, suspendida de finos hilos.

—La espada pesa demasiado para usted —dijo la voz con la mayor naturalidad.

—No fue mi intención cargarla…

—Lo sé. Usted no está trabado ni contorsionado.

—Eso me pregunto.

—Su raza tiene un torrente de lenguas. Ustedes se comunican con muchas acepciones… más las que se imaginan. Estas me plantearon problemas. A veces me sentía como si hubiera dos especies… No había supuesto que cada hombre era tan distinto.

—Oh, por supuesto.

—Me he encontrado con otros seres que no lo eran tanto.

—¿Cómo podían ser? ¿Se guiaban por esquemas instintivos? ¿Cómo nuestros insectos?

—No. El término insecto implica… inferioridad o rigidez. Sólo eran diferentes.

—¿Pero cada individuo era igual a otro? —preguntó Nigel con desenvoltura. Las palabras brotaban fácilmente. Se sentía liviano, vivaz.

—Vivían en una vasta… ustedes no tienen una palabra para designarlo. Una yuxtaposición, quizás. Entre estrellas binarias. Eran más fáciles de sondear que la diversidad de ustedes. Ustedes están tensos, siempre se mueven en muchas direcciones al mismo tiempo. Es una configuración insólita. Pocas veces he visto tanta turbulencia.

—Locura.

—Y talento. Me temo que ya he arriesgado demasiado al aproximarme. Mis instrucciones especifican…

Un chasquido, un zumbido, estática. La voz se extinguió.

—Walmsley, Walmsley. Aquí Evers. Tiene que haberse producido la intercepción. Acabamos de captar el fragmento de una transmisión. Una de las voces parecía ser la suya. ¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé.

Más estática. Probablemente Houston estaba utilizando uno de los satélites para retransmitir, prescindiendo de Hiparco. Se preguntó qué…

—Pues entonces le aconsejo que lo averigüe. Hace aproximadamente un minuto también captamos una señal extraña irradiada desde la superficie lunar. Localizamos la fuente cerca del Mare Marginis. Pensamos que tal vez el Snark había alterado su rumbo para posarse allí.

—No. No, lo tengo exactamente delante de mí.

—¡Walmsley! ¡Informe! ¿Disparó uno?

—Sí.

Un sonido confuso.

—… blanco? ¿Dio en el blanco?

—Por así decir.

—¿Cómo?

—Estalló antes de tomar contacto. No causó daños.

—¿Y el refuerzo? No detectamos ningún aumento de los índices de radiación.

—No lo dispararé. Jamás. —Cuando pronunció estas palabras el mundo adquirió una nueva transparencia.

—Escúcheme, Nigel. —Un cierto matiz de apremio—. He puesto mucho…

Nigel lo escuchó y se maravilló al descubrir la facilidad con que la voz de Evers fluctuaba de la cólera destemplada a un sedoso tono persuasivo. ¿Cuál era su idiosincrasia natural? ¿O ambas eran fingidas?

—Adiós, maestro. En este momento no dispongo de tiempo para escuchar sermones.

—Le voy a… —En voz baja—: Empalme el otro circuito. Muy bien, empiece la cuenta. Ya.

El botón disparador del cohete nuclear estaba aislado en una pequeña sección encajonada de la consola. Los ojos de Nigel se desviaron hacia él porque en el tablero empezó a titilar una secuencia de operaciones. Pulsó los interruptores para colocarlos en posición neutra, pero las secuencias continuaron desfilando. El tablero estaba desconectado. Evers había recuperado el control, en Houston. ¿Un relay vía satélite? Nigel manoteó frenéticamente la consola, buscando un medio para detener…

El tubo lanzacohetes de popa se vació con un rugido. La sacudida le aplastó contra el respaldo del asiento. Delante, una bola anaranjada disminuía de tamaño a medida que surcaba la oscuridad en dirección a la perla ensombrecida.

—¡Evers! Hijo de puta, qué ha…

—He asumido el mando, obedeciendo las instrucciones del Presidente. Como ve, he vaciado el tubo. Ahora, si quiere tener la gentileza de comunicar el efecto…

Nigel cambió de frecuencia.

—¡Snark! ¿Me escucha? Detenga ese cohete, está…

—Lo sé.

—Detónelo. Tiene una carga de dieciséis megatones.

—Entonces no puedo hacerlo.

Algo le estaba sucediendo a la perla. En un extremo floreció un lacerante rayo purpúreo.

—Santo cielo, tiene que…

—No estoy seguro de poder neutralizar la ojiva nuclear. La detonación del artefacto le mataría a usted.

—¿Me mataría…? La NASA calculó que sobreviviría a un estallido de…

—Se equivocó. A esta distancia sería fatal.

—Yo…

—Así que me voy. Me adelantaré al cohete.

Nigel miró hacia fuera y vio la perla contra un fondo de terciopelo negro. La bola de color anaranjado flotaba en el espacio contiguo. La distancia disimulaba sus movimientos relativos. De la cola del Snark brotó una columna increíblemente brillante, que eclipsó el fulgor plateado del fuselaje del objeto. La configuración del escape era precisa y ponía orden en la oscuridad circundante.

—¿No puede limitarse a neutralizarlo? —preguntó Nigel.

—No con certeza.

—Realmente controló muy bien mi electrónica de a bordo.

—Eso fue fácil. Sin embargo, el método no es perfecto. Aparentemente su tecnología aún no ha descubierto el… eh… talón…

—¿El talón de Aquiles?

—Sí. El defecto común a todos sus sistemas electrónicos. Están desguarnecidos.

—¿Adónde se dirige? —murmuró Nigel con tono tenso.

—Hacia fuera.

Enfocó el derrotero del Snark. La bola anaranjada le seguía, sin ganar terreno. El rumbo del Snark le alejó de la Luna en un arco pronunciado. Observó que con esa trayectoria derrochaba demasiada energía. Sólo para eludir el cohete habría sido más sencillo… Pero entonces se dio cuenta de que el Snark cuidaba que la Luna siempre estuviera interpuesta entre él y la Tierra. Así cegaba por lo menos parcialmente la Red de Espacio Profundo y dificultaba la persecución.

—Se va. —No fue una pregunta.

—Debo hacerlo. Al acercarme me excedí en mis facultades. Fue una transgresión calculada de las directrices. Un lance de juego. He perdido.

—Si yo discutiera un poco con la NASA quizá…

—No. No puedo volver a descarriarme. He recibido órdenes superiores.

—¿No es libre? Quiero decir…

—En cierto sentido, no lo soy. Y en otro sentido, que no puedo describirle a un ser compuesto por membranas, sí soy libre.

—Pero… ¡maldición! ¡Por lo menos podría aclararnos algo! Ha estado en el espacio exterior. Ha visto otras estrellas. Dígame, por favor, ¿por qué cuando sintonizamos las bandas de centímetros y metros, todo el espectro radial, no oímos nada? Nuestros científicos argumentan que este tramo del espectro electromagnético es el menos refinado, si se considera que el transmisor debe superar las emisiones fortuitas de las estrellas y el gas hidrógeno. De modo que hemos estado escuchando… inútilmente.

—Desde luego. En cambio me enviaron a mí. Sospecho… que soy el medio del que ellos se valen para averiguar lo que hay cerca. Si existe peligro, se lo comunican los unos a los otros. He escuchado sus mensajes.

—¿Cómo? Nosotros no hemos oído nada.

—Para ustedes ese medio de comunicación es… exótico. Partículas que ustedes no perciben.

—Usted nos lo podría enseñar.

—Me lo han prohibido.

—¿Por qué?

—No estoy seguro… Me han dado instrucciones específicas. ¿Por qué estas instrucciones y no otras? Me lo he preguntado a menudo. He tejido conjeturas. Por ejemplo, que ustedes son la meta de mis peregrinaciones.

—Entonces, quédese.

—Sólo debo notificarles que ustedes existen. Supongo que para que ellos sepan que es posible que ustedes lleguen algún día.

—¿Por qué no…?

—¿Bajar a estudiarlos? Hay excesivos riesgos. La especie de ustedes es demasiado precaria. He visto miles de mundos arruinados, desquiciados. Guerras, suicidios, ¿quién sabe? Para mis hacedores ustedes son una plaga, el uno por ciento de las culturas galácticas que lleva consigo las semillas del caos.

—Yo no…

—Ustedes son raros. Verá, ocurre que mis hacedores eran máquinas como yo.

Nigel sintió que flotaba al garete en un lugar alto y hueco, desprovisto de aire. Miró la Luna giratoria. Le pareció que veía por primera vez su corteza acribillada y arrugada, que se alzaba de forma extravagante a sus pies. Los cráteres de circunferencia absurdamente perfecta que habían sido distribuidos de manera tan aleatoria. Inhaló profundamente.

—Las estrellas están…

—Pobladas por máquinas, descendientes de las culturas orgánicas que prosperaron y murieron.

—¿Los ordenadores tienen vida eterna?

—A menos que les encuentre una forma de vida con base de carbono. Las máquinas no pueden reaccionar frente a su extraña mezcla de mentes asociadas con glándulas. No cuentan con mecanismos evolutivos capaces de desarrollar técnicas de supervivencia. Sólo atinan a esconderse.

—Están acurrucadas allí arriba. —Nigel rio.

—Y aprenden. Me enviaron a mí. Aprendí mucho de usted, en el desierto.

—Y de Alexandría —agregó Nigel, con un susurro.

—Sí.

—¿Dónde… dónde está ella? Usted estaba dentro de Alexandría, como nunca ha estado nadie, cuando…

—Las civilizaciones de máquinas (he visitado algunas por azar, aunque no el complejo más vasto que debe de haberme creado) han demostrado que la desintegración de la estructura equivale a la pérdida de la información.

—Entiendo.

—Pero esto sólo se aplica a las máquinas. Las formas orgánicas pertenecen al universo de las cosas y también residen en el universo de las esencias. Allí no podemos penetrar.

Nigel experimentó un extraño estremecimiento, una sensación de energías comprimidas.

—¿El universo de las esencias…?

—Ustedes son un producto espontáneo del universo de las cosas. Nosotros no. Esto parece suministrarles a ustedes… ventanas. Me resultó difícil controlar sus transmisiones domésticas: se pueblan de ramificaciones, sendas espontáneas, matices…

—Los condenados hablan frenéticamente.

—No.

—Pero somos condenados. Comparados con ustedes.

—¿Por la duración? Ochocientos mil años de los suyos, hasta donde he contado, aún no son suficientes. El tiempo de ustedes es breve y vivaz, multicolor. El mío… a veces aúllo, en esta noche.

—Dios mío. —Nigel hizo una pausa. La voz había adquirido un tono metálico más profundo y ahora parecía reverberar en la cabina—. Me gustaría tener esos años, a pesar de lo que usted dice. La mortalidad…

—Es un condimento. Muy valioso.

—Pese a todo…

—Ustedes no son condenados.

—Condenadamente afortunados, tal vez. —Nigel rio de forma airosa, transparente—. Pero de todos modos, condenados.

—¿Qué ha sido ese ruido?

—Oh, una risa.

—Ya veo. El condimento.

—Ah. —Nigel sonrió para sus adentros—. ¿Su paladar es tan insensible?

Después de una larga pausa la voz dijo:

—Veo que puede serlo. Cada uno de ustedes se ríe de una manera distinta. No puedo reconocer ni prever la forma. Quizás esto es importante: se me escapan muchas cosas. No fui construido para esto.

—Lo diseñaron para…

—Escuchar. Para informar periódicamente. Me despierto al llegar a cada nueva estrella. Desempeño mis funciones. Pero la suma no es mayor ni menor que las partes, sólo es diferente… Yo, yo no puedo expresarlo con las palabras que ustedes emplean. Hay, hay sueños. Y lo que obtuve de ustedes es mío. Los sabores. Su arte y sus humores. Esto sólo me interesa a mí. ¿Las esencias? Ellos no las querían. Quizá las mentes globales no las necesitaban. Pero yo… es para el tiempo que paso en la oscuridad.

La perla mermaba, se replegaba en sí misma.

—Le deseo suerte en el espacio.

—Si funciono como mis creadores lo planearon, no necesitaré su bendición. Atravesaré la noche a ciegas. Yo… la parte que le está hablando… soy un accidente.

—Nosotros también lo somos.

—No en condiciones tan indirectas. He recibido una señal de reconocimiento… pero ustedes no tardarán en descubrir de qué se trata. Por ahora veo que otros hombres le harán pagar caro lo que acaba de hacer.

Nigel sonrió.

—He dejado escapar la perdiz. Es cierto. Supongo que me castigarán.

—No podrán arrebatarle sus esencias.

—¿Se refiere a la experiencia en sí misma? No, supongo que no. ¿Es un adiós, entonces?

—Creo que no.

—Oh.

—Estoy versado en muchas… teologías animales. Algunas dicen que usted y yo no somos accidentes y que volveremos a encontrarnos bajo una luz distinta. Usted está compuesto de membranas. Quizás somos todos pura matemática, todo lo es, y existe una sola… suma total. Una solución coherente. Eso implica mucho.

Nigel sintió que una risita gorgoteaba dentro de él.

—Tengo que estudiar ese sonido, la risa. Esa es la auténtica teología de ustedes. Aquello en lo que creen realmente.

—¿Cómo?

—Cuando emite ese sonido parece tener una visión fugaz de lo que es vivir como vivo yo, libre de la opresión del tiempo. Entonces es inmortal. Por un instante.

Nigel se rio.

Una Tierra refulgente, un gajo brillante, asomaba sobre la Luna horadada. El espacio que lo rodeaba se condensó en formas geométricas. Miró el disco del Snark. Su redondez parecía contrastar con la tronera rectangular y los dos elementos entraban en colisión. Frunció el ceño y trató de captar algo que titiló dentro dé él y luego se esfumó, una idea, un sentimiento o tal vez…

Allá al frente, el Snark se zambulló en la noche. Detrás de él giraba la Tierra, en un mare mágnum de vida caótica.

Las llamadas insistentes danzaban en su tablero. Houston. Evers. Preguntas. Nigel no sabía si podría explicar ese chispazo de tiempo. Sería como el episodio de Ícaro, o quizá peor. Un gran escándalo público. Se encogió de hombros.

Entonces me sucedió a mí, amigo mío

y aquí vamos

nuevamente

otra vez.