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ra realmente la vieja Telegraph Avenue, pensó Nigel. La habían encapsulado y conservado.

Caminó lentamente por la ancha acera. Ese centro conectivo del legendario Berkeley seguía siendo un ancho paseo para peatones, como él lo había conocido en 1994. Obedeciendo a un impulso Nigel metió las manos en los bolsillos posteriores del pantalón, postura que asociaba por alguna razón con aquellos lejanos días adustos. En esa tarde de mayo había poca gente en el paseo, sobre todo turistas que husmeaban en las tiendas de recuerdos próximas a Sather Gate. Un contingente se había apeado junto con él del tren suburbano y lo había seguido por Bancroft. Era en su mayoría chinos y brasileños, que conversaban cordialmente entre sí, embobados, señalando el paisaje. Todos se detuvieron a leer la placa embutida en hormigón que señalaba el lugar donde Leary había muerto finalmente en medio de un esfuerzo desesperado por redimir la cultura hip. Algunos incluso la fotografiaron.

Un pájaro planeó sostenido por la brisa de la bahía y aleteó para ir a posarse sobre uno de los eucaliptus que jalonaban el paseo. Cuando Nigel había estudiado astrofísica allí, en Telegraph Avenue, todavía imperaban la gris palidez del hormigón, los restaurantes grasientos y el tenue aroma de la marihuana y el incienso. Bien, la rica fragancia del incienso perduraba, e inundaba la calle desde las puertas abiertas de las tiendas. Bello, sí, pero en la peor acepción de la palabra. Faltaba la vitalidad del pasado. El eje de la vida estudiantil se había desplazado al norte del campus, entre las descomunales casas de madera de pino. De todos modos, Berkeley ya no era el crisol de la vanguardia. Ahora Telegraph era un tributo embalsamado a su antigua personalidad.

Se contuvo. ¿Lo que estaba momificado en el pasado era Telegraph o sólo Nigel Walmsley? A los cuarenta y seis años ese era un interrogante válido. Pero no… al pasar frente a la puerta abierta de una tienda le llegaron los acordes de una antigua melodía. White Rabbit. Gracie Slick. Surrealistic Pilow. Una auténtica pieza de coleccionista, en la placa original. Sin embargo, casi con toda seguridad la tienda utilizaba una reproducción sobre cristal sensible, pensó con ese desdén de purista que le producía un placer curioso, excéntrico. La mitad de la satisfacción del fanático de la música residía en el escrupuloso atesoramiento de esos detalles. Tampoco la propagación era correcta: esa pieza específica deberían haberla difundido a todo volumen, para que se escuchara desde la manzana vecina. Nigel se preguntó qué habría pensado el primitivo Airplane si le hubieran dicho que se servirían de su música para promover el turismo. La Cámara de Comercio repetía la maniobra que Nueva Orleáns había perpetrado con Jelly Roll Morton, hacía muchas décadas.

—¡Felicidades en este día, señor! —exclamó un joven, cuando Nigel dobló por Bancroft, en la esquina.

Nigel se dio cuenta de que debía de haberse concentrado más de lo previsto en el Airplane, porque de lo contrario habría oído sus cánticos. Seis hombres y mujeres se mecían rítmicamente, mientras entonaban una melodía monótona y palmeteaban. Cuatro de ellos continuaron la ceremonia, y un hombre y una mujer se separaron del grupo y se sumaron al que acababa de dirigirse a él.

—Todavía perseveráis, ¿verdad? —preguntó Nigel hoscamente.

—Sí, sí —respondió el hombre, con talante sereno y aplomado—. Estamos hoy aquí para comunicarnos con quienes no han recibido la palabra.

—Ya la recibí.

—¿Entonces eres creyente?

—Ni por asomo.

La mujer se adelantó.

—Me aflige que la palabra no se le haya manifestado en condiciones propicias. Estoy seguro de que si se decide a escucharnos podremos guiarlo hasta el Espíritu Integrado.

—Así se llega a la plenitud —agregó la mujer pomposamente.

Uno de los hombres alzó una tarjeta sobre la que circulaban, en letras de impresión sensible, las frases: LEY UNIVERSAL GUÍA ABSOLUTO. ETERNIDADES. UNIDAD DE ORO.

—¿Por intermedio del Visitante? —preguntó Nigel con una sonrisita.

Puesto que iban a importunarlo, por lo menos él los tomaría a chacota. En los medios populares, al Snark se le conocía por el nombre de El Visitante, pero afortunadamente él había conseguido que su rostro y su nombre quedaran amparados por una relativa discreción en medio del jaleo que siguió a la brusca partida del Snark. La NASA atribuyó públicamente el contratiempo a la conducta imprevisible del mensajero extraterrestre. La explicación fue convincente porque su diálogo con el Snark no estaba grabado —antes de salir de la órbita lunar él se había cuidado de que no lo estuviera— y Nigel había guardado silencio… a cambio de una recompensa. Esta había sido, naturalmente, la cabeza de Evers servida en una fuente ribeteada de oro, y un puesto intocable para Nigel en la NASA. La versión oficial para los medios de comunicación postulaba que el Visitante había formulado algunos comentarios confusos, que había felicitado a la humanidad por su desarrollo, y que había adoptado una política de «fuera los tentáculos», para no interferir con consecuencias desastrosas en el progreso de la raza humana. Algunos miembros de la comunidad científica conocían la historia completa, pero no había razones concretas para divulgar esos detalles mientras no se hubiera explorado minuciosamente la Luna en busca del transmisor del Mare Marginis. A juicio de Nigel, era probable que aquello que había irradiado esa señal breve e ininteligible durante su coloquio con el Snark ya se hubiera ido. O de lo contrario habían cometido un error al localizar la fuente de emisión: en el Mare Marginis no había absolutamente nada artificial. De modo que este Nuevo Hijo que ahora divagaba sobre el Visitante —Nigel había dejado de sintonizarlo apenas afloraron las palabras «trascendente» y «etérea conexión cósmica»— vegetaba en una bienaventurada ignorancia acerca de lo que había ocurrido. Ni siquiera habían intuido jamás el motivo de la resurrección de Alexandría, porque estaban demasiado ocupados propalando un auténtico milagro de los Nuevos Hijos. Sobre todo, Nigel no quería que la convirtieran en una parodia grotesca de una santa moderna, en una Nuestra Señora de la Astronave.

—¿No está de acuerdo, señor?

Nigel, que había estado disfrutando ociosamente del sol primaveral, trató de recordar lo que un momento antes había dicho su interlocutor.

—Ah, ¿los orígenes divinos?

—Si lo enfoca con buen criterio en realidad es supersencillo —dijo el hombre.

—¿A qué se refiere?

—Al hecho de que el Visitante prueba la Nueva Revelación.

—¿O sea que esta presagió la visita?

—No literalmente, claro está. —El hombre frunció el entrecejo, concentrándose—. La Revelación, empero, cita con frecuencia la multiplicidad de la vida, a pesar de que los científicos ya habían renunciado a esa idea.

—¿Quiere decir que dejaron de rastrear las señales de radio de otros mundos?

—Exactamente. Los científicos perdieron la fe. La Revelación demostró que estaban equivocados.

Nigel se preguntó distraídamente qué pensarían cuando conocieran la verdadera historia del Snark, si es que algún día llegaban a conocerla.

—¿De modo que hay vida en muchos lugares?

—La vida es el néctar de la obra divina. Una consecuencia natural de la evolución del Universo.

—¿Y somos totalmente naturales?

—Somos el fruto del Universo.

—El Visitante…

—Fue un saludo, señor. Un acto muy amable. Pero nuestra evolución no tiene nada que ver con el Visitante.

—¿Por eso ustedes apoyan las actividades de interés social y le restan importancia al programa lunar?

—La opción es en verdad difícil, pero en efecto, se trata más o menos de eso.

—Se compagina con las dos horas que le sustraen a la jornada de trabajo.

—Nuestra Orden nos exige que consagremos esas horas especiales del día a renovar nuestra fe mediante el silencio comunitario. Es un tiempo que dedicamos a actividades espirituales.

—Y a holgazanear.

—Lo lamentamos mucho. Debe admitir que la fe es más importante…

—¿Que el hecho de que economías más eficientes, como las de Brasil, China o Australia, nos desplumen?

—Es hora de desentendernos de nuestro grosero pasado materialista. No de venerarlo. De remontarnos…

De repente, los cuatro cantores se volvieron y palmetearon con fuerza. Nigel observó que el contingente de turistas se acercaba a ellos. Los Nuevos Hijos se abocaron a su rutina.

—¿Usted no ama a Dios, señor? —cantaron al unísono.

—Maldito si…

—Dios es el Padre. Amamos al Padre, sus manos nos engendraron —prosiguió la melodía.

—Los padres no engendran a los hijos con las manos —vociferó Nigel.

—Amamos el Universo. ¡El Universo es amor!

—Te amamos, hermano —cantó una mujer.

—¡Lo amamos! ¡Lo amamos!

Hicieron una pausa.

—¿No podemos conformarnos con ser buenos amigos? —preguntó Nigel con tono afable; y dio media vuelta.

Se confundió con el contingente de turistas curiosos y pasó al otro lado, contorneando un compacto bosquecillo de esbeltos pinos que dividían en dos el paseo. Había adoptado una actitud jovial, humorística, pero si ese estúpido Nuevo Hijo lo seguía…

La vio, y una mano le estrujó el corazón. Se quedó petrificado con un pie en el aire, estudiando el perfil de su mandíbula, el mismo cabello sedoso, la curva impertinente de la nariz, el ligero fruncimiento del labio… y entonces ella inclinó la cabeza para contemplar el escaparate de una tienda y la ilusión se disipó: no era Alexandría. Ya la había visto cinco veces en tales circunstancias, reflejada en el rostro de una desconocida, en medio de la multitud. Y esa era la única forma en que volvería a ver esas facciones, si exceptuaba la memoria congelada de las fotografías. Si hubieran tenido hijos quizá la situación habría sido distinta: ellos habrían llevado consigo un eco de Alexandría. Sí, los hijos. A veces sólo eran una parodia de sus padres, pero por lo menos forjaban un vínculo fugaz, un puente a través del tiempo.

Nigel se sacudió y siguió caminando.

Intentó encontrar vestigios de la Telegraph Avenue que él conocía. Todo el mundo empezaba a tomar esa configuración: nueva y extraña y desconectada, hasta cierto punto, de su pasado. Quizá la gente procuraba olvidar los años de la crisis. Evocaba los años cincuenta y sesenta del siglo anterior y salteaba los recuerdos lacerantes de los años ochenta y noventa. Y, para la otra cara de la moneda, los Nuevos Hijos, otra forma de evadirse de la realidad. Bah, la etapa de los Nuevos Hijos tenía que ser pasajera: el péndulo debía oscilar en sentido contrario. Al fin y al cabo ya hacía décadas que andaban por el mundo.

También él, pensó, hundiendo las manos en los bolsillos y caminando más deprisa. Quizás Ichino tenía razón cuando hablaba de jubilarse. Nigel sabía que probablemente no debería dejarse influir tanto por el pensamiento ajeno —Ichino, después de todo, era nueve años mayor que él y tenía otra perspectiva— pero los dos habían pasado mucho tiempo juntos durante esos últimos años, después de la aventura del Snark. Habían trabajado unidos en la elaboración de complejos códigos cibernéticos, empeñados en arrancarle una respuesta al Snark fugitivo. Perseveraron mucho después de que la NASA hubo capitulado. Nigel estaba convencido de que si el Snark sabía que hablaba personalmente con él era posible que se franqueara, que contestara. Pero esas esperanzas se desvanecieron, el tiempo se difuminó…

Últimamente, esos estados de ánimo lo acometían con más frecuencia, los recuerdos se prendían a su cerebro y se resistían a soltarlo. Ni loco iba a empezar a vivir en el pasado, pero en el presente había perdido todo su entusiasmo. Sabía que navegaba al garete. Incluso los trances más apasionantes —Ícaro, las últimas semanas con Alexandría, los días calcinantes de la posesión en el desierto— comenzaban a aparecer borrosos. Era inútil decir: recuerda la novedad devoradora, la experiencia embriagante. Porque esos años muertos decaían, los muros que los encajonaban perdían consistencia, dejaban pasar la pálida luz del presente. Lo que él buscaba se disgregaba.

Se encogió de hombros, sumido en sus pensamientos. Al doblar en una esquina algo le llamó la atención.

El cielo titiló. Alzó la vista hacia el Norte. Sobre los edificios de la universidad y las colinas de Berkeley un opaco resplandor amarillento se filtraba a través de una formación de nubes estratificadas, como si algo inmensamente más brillante las estuviera iluminando desde más allá. Nigel se detuvo a mirar. El efecto se disipó enseguida. El fenómeno era silencioso y parecía dilatarlo todo con una especie de presión portentosa. Experimentó una sensación de inquietud. Escudriñó el cielo. No había ningún otro elemento inusitado, sólo la bóveda azul, monótona y vacía. La luna en cuarto creciente flotaba sobre San Francisco entre la bruma y el smog.

El satélite comercial 64A, apodado High Smelter, fue el primero que lo vio. Su órbita, a 314 kilómetros de altitud, lo llevaba sobre los bosques septentrionales del Pacífico. Desde esa altura —apenas el grosor de un cabello, en escala— la Tierra es un remolino de nubes blancas, que enmascaran continentes manchados de marrón y océanos titilantes. No hay rastros del hombre. Ni granjas cuadriculadas, ni carreteras ni ciudades. En esa escala son invisibles.

La tripulación del High Smelter vio nítidamente el huevo anaranjado que nació en el bosque. Empezó como una luz de bengala grande y brillante. El huevo moteado se hinchó a lo alto y a lo ancho, convertido en una abrasadora muralla de fuego escarlata que arrasó el bosque. La ampolla se infló y el anaranjado se enfrió virando al rojo. Los bancos de nubes se evaporaron a su paso. El huevo engordó hasta convertirse en una esfera y por fin apareció la forma sobrecogedora: un hongo, descomunal y humeante. Las llamas lamían su base. Un rugido atronador rodó sobre el bosque. Abajo, los animales huían y los hombres se volvían para mirar, incrédulos.