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I

chino dejó la bolsa de la comida a un lado y se tumbó sobre el césped que allí crecía formando parches. Entrecruzó las manos detrás de la cabeza y contempló el dosel que formaba el frondoso pimentero que susurraba suavemente, mecido por la brisa de mediodía. Estaba moteado por pinceladas amarillas de sol que fluctuaban y danzaban. Ichino sentía una serenidad interior que se explicaba por el hecho de que había tomado una decisión y había roto definitivamente con el pasado. Sospechaba que la llamada telefónica de Nigel, desde Houston, había sido hecha con el propósito de evitar que quemara las naves y presentara la renuncia. Pero si era así, Nigel llegaba demasiado tarde. La carta de Ichino ya seguía los cauces estipulados, y dentro de un mes estaría libre de las tensiones que le hostigaban en el trabajo y podría vivir con más despreocupación los años que le quedaban. No le inquietaba demasiado saber cuántos serían exactamente aunque la incidencia de las enfermedades provocadas por la contaminación no parecía tranquilizadora. Él nunca había fumado y había vigilado escrupulosamente su alimentación, de modo que…

—Disculpa mi retraso —dijo la voz de Nigel desde arriba.

Ichino parpadeó perezosamente y salió de sus cavilaciones. Saludó con una inclinación de cabeza. Nigel se sentó junto a él.

—Me ha resultado muy difícil viajar desde el aeropuerto.

—Entiendo —murmuró Ichino.

—Comí algo en el trayecto —agregó Nigel, señalando la bolsa de papel—. Come tranquilo.

Ichino se sentó y desenvolvió cuidadosamente su bocadillo y sus verduras.

—De modo que en realidad no tenías el propósito de comer aquí.

—No. —Nigel lo miró avergonzado—. Cuando te telefoneé necesitaba una justificación para sacarte del JPL. No quería que me oyeran oídos indiscretos o que alguien pudiera preguntarse de qué hablábamos.

—¿Y eso por qué?

—Bien, en primer término tu predicción fue correcta.

—¿En qué sentido?

—La NASA guardará el mayor secreto acerca de la operación Marginis. Utilizarán a recauchutados como yo… no les queda otro recurso. No hay muchos tipos jóvenes adiestrados para tareas múltiples.

—¿Las ciudades cilíndricas están demasiado especializadas?

—Eso es lo que dice la NASA —contestó Nigel.

—No parece un argumento muy sólido.

—Estas operaciones no son inexorablemente lógicas. Se trata de una cuestión política.

—La vieja guardia —dictaminó Ichino.

—A la que yo, afortunadamente, pertenezco.

—¿Tuviste éxito?

—Sí. —Nigel sonrió—. Tengo que deslomarme estudiando el ordenador de interferencias y otras bazofias.

—Conoces bien el material.

—No lo bastante, dicen los especialistas.

—Los especialistas quieren ir ellos en persona —murmuró irónicamente Ichino.

—Correcto. Me he enterado de que se están degollando encarnizadamente. Debo pisar con cuidado para no resbalar en la sangre.

—Sin embargo, has sobrevivido.

—Me he cobrado muchas viejas deudas.

—La herencia del señor Evers.

Nigel sonrió astutamente.

—Sabes que nunca he aprobado esos métodos —dijo Ichino con prudencia.

—Yo tampoco me siento muy orgulloso —respondió Nigel con tono inseguro, cauto.

—Todos hemos conspirado, implícitamente, para ocultar la verdad.

—Lo sé —asintió Nigel, con un cierto tono de fastidio—. Pero fue necesario.

—Para proteger a la NASA.

—Ese fue el efecto de primer orden. A mí me interesaba el de segundo orden: evitar que la NASA fuera destripada por intrusos, y asegurarle libertad de maniobra y un presupuesto suculento. Dinero para explorar la Luna.

—Y ahora se demuestra que tenías razón.

—Bueno… —Nigel se encogió de hombros—. Muchas otras personas pensaban como yo. El hallazgo de estos restos fue accidental.

—La chica no habría estado sobrevolando esa zona si no hubieran reforzado el presupuesto asignado a la Luna.

—Sí. Es un silogismo elegante, ¿no? Lógico hasta la última coma salvadora. —Nigel soltó una risita desprovista de humor.

—No estás convencido.

—No.

—El resultado fue positivo —arguyó Ichino.

—No me gustan las mentiras. Eso es lo que fue, eso es lo que es. Y nunca puedes estar seguro, en eso reside la dificultad. Creemos que los políticos y el público y los Nuevos Hijos y Dios sabe quién más se habrían horrorizado si se hubieran enterado de que Evers le disparó una bomba al Snark, y lo ahuyentó. Y destruyó nuestras esperanzas. Diablos, podría haber provocado una guerra, por lo que sabemos. Y la reacción adversa podría haber descalabrado la NASA y nunca habríamos tenido la oportunidad de buscar los restos de Marginis. Pero no sabemos qué habría ocurrido en realidad.

—Nunca lo sabremos.

—Claro. Claro.

Nigel jugueteó con sus manos, flexionó las piernas para sentarse en otra posición, miró tristemente a los grupos de personas que comían en el parque. Ichino intuyó las tensiones alteradas de ese hombre y comprendió que necesitaba agregar algo más. Señaló hacia el horizonte occidental.

—Mira.

Un entretenimiento de mediodía. Un veloz avión acrobático iniciaba una escultura de nubes: El piloto hendía, recortaba, expelía y cercenaba el blanco cúmulo meloso. Un ser cobró forma: cola enroscada, aletas exageradas, bolas nudosas de algodón a manera de pies. El trabajo estuvo admirablemente sincronizado: cuando el avión remolcó las últimas vaharadas hasta sus respectivos lugares para conformar la cara hocicuda, los ojos se tornaron ominosamente oscuros. Los globos oculares se dilataron y se tiñeron de púrpura y de súbito un rayo zigzagueó entre ellos, confiriéndole al dragón de alabastro un soplo de vida. Enseguida un frente de tormenta partió al monstruo en dos, entre una tromba de nubes amenazantes. Los truenos retumbaron en el parque. Una llovizna brumosa se precipitó sobre Los Ángeles.

Cuando Ichino volvió a mirar a Nigel, la postura de este le indicó que había desahogado parte de su tensión. Exhibía una vez más su habitual entusiasmo reflexivo.

—¿Has averiguado algo más? —preguntó Ichino.

—Mucho —respondió Nigel distraídamente—. O mejor dicho, he acumulado muchos resultados negativos.

—¿Acerca de Wasco?

—Sí. El Artefacto de Wasco, como lo llaman. No lo pueden catalogar como una bomba, porque nadie lo dejó caer. Estaba implantado más o menos a un kilómetro de profundidad en un lecho de roca. Debía de tener aproximadamente treinta megatones. Un perfecto dispositivo de fusión.

—Oí decir que hubo poca radiación —dijo Ichino.

—Sí, sorprendentemente escasa. Más limpio que todas las bombas conocidas hasta ahora.

—No era nuestro.

—No, claro que no. Según la versión oficial, una multitud de expertos piensa que se trató de un accidente humano, pero no he encontrado a nadie que se lo trague. No, fue extraterrestre. Lo detonaron los restos de Marginis al mismo tiempo que fulminaban la nave de reconocimiento uno cero cinco.

—¿Pero por qué? Si los restos creían que los estaban atacando…

—No busques un orden lógico en esto. Se trata de una nave descalabrada, y punto. Estuvo a punto de matar a la chica, y después destruyó a la uno cero cinco y una orden inserta en su memoria le hizo detonar la explosión de Wasco. El artefacto de fusión estaba allí, almacenado quizás en un arsenal o una base… Escucha, todo esto es un embrollo, simples conjeturas. Lo cierto es que no tenemos ningún dato concreto.

—¿Los hombres que trabajan en los restos no corren peligro, si sabemos tan poco acerca de lo que desencadenó todo esto?

—Supongo que sí. Aunque los restos tienen un lado ciego: la colina sobre la que se apoya oculta la mayor parte del cielo, en esa dirección. Así fue como los tres tipos consiguieron rescatar a la chica a tiempo. Volaron a través del Mare Crisium a baja altura, se posaron sobre la otra vertiente de la colina y se limitaron a contornearla. Al parecer, la nave caída no dispara contra nadie que esté en el suelo. De modo que así fue como se la llevaron: en estado de shock pero recuperable.

—¿No intentaron atravesar la barrera invisible?

—No habría tenido sentido. Por lo menos entonces. En el ínterin algunos físicos la han embestido. Dicen que se trata de una corriente electromagnética de alta frecuencia, con una extraordinaria densidad de energía. Pero es impenetrable.

—Ah.

Nigel lo miró de soslayo. Ichino sonrió. El viento hizo ondular el follaje del pimentero, susurró por el parque y se coló entre ellos.

—¿Adónde quieres llegar, Nigel?

—Es obvio, ¿verdad?

—Sabes que me jubilo. No puedo seguir ocupándome de este enigma.

—Lo sé, pero…

—Espero que no pienses que podrás disuadirme.

—No. No soy tan tonto. Pero te equivocas cuando dices que no podrás participar.

Ichino frunció el entrecejo.

—¿Cómo?

Nigel se inclinó ansiosamente hacia delante.

—He leído el estudio preliminar sobre el cráter de Wasco. Es un hoyo colosal y la tierra ha sido devastada en un radio de setenta y cinco kilómetros. Pero ahí termina la labor detectivesca. El lugar donde estaba almacenado el artefacto de fusión ha desaparecido.

—Por supuesto. Ahí no hay nada de interés. El único lugar donde se puede investigar es la Luna.

—Quizá, quizá —respondió Nigel con tono informal—. Pero supongamos que alguien haya almacenado algo en Wasco. ¿Por qué? Habría sido más fácil ocultarlo en la Luna.

—A menos que quien lo hizo estuviera trabajando en la Tierra.

—Precisamente. Bueno, no hay ninguna pista que indique la antigüedad de la nave caída. Probablemente antes estuvo camuflada y por eso nadie la vio durante la exploración de Marginis. Pero si hace mucho tiempo que los restos están allí, es posible que antiguamente hayan operado en la Tierra.

—Y tú quieres que busque rastros de ello.

—Eh… sí.

—Es interesante.

—Todo depende del lugar al que te retires.

Ichino lo miró, perplejo.

—Bueno, digamos que este invierno pasas una temporada en los bosques del Norte. —Nigel separó las manos y se encogió de hombros, con su ademán habitual de espontaneidad y prudencia—. Y que indagas sí hay antecedentes de actividades insólitas.

—Me parece extravagante.

—Este es un caso extravagante.

—¿Piensas en serio que existe una probabilidad de éxito?

—No. Pero hemos dejado de ser razonables. Imaginamos lo que es casi inimaginable.

—Nigel. —Ichino se inclinó hacia delante desde su postura de yoga y tocó la muñeca de Nigel. Vio en los ojos de este una expresión formal, excitada. En esa tensión dinámica había algo que Ichino reconoció como propio. Así había sido él años atrás. Al fin y al cabo, Nigel era nueve años menor—. Nigel, quiero terminar con esto. Aquí no me siento en paz.

—Si lo intentaras quizá podrías conseguir que te manden a trabajar en los restos de Marginis.

—No. La edad, la inexperiencia… No.

—De acuerdo, entonces. Concedido. Pero puedes hacer una aportación aceptando esta misión engorrosa… Quizás haya algo para descubrir allí. Un rastro, un fragmento… no sé.

—La NASA lo descubrirá.

—No estoy tan seguro de eso. Y aunque lo descubra… ¿podemos confiar en que lo dará a conocer? ¿Ahora que los Nuevos Hijos tienen tanto poder?

—Entiendo.

El rostro de Ichino adquirió una expresión abstraída, insondable, concentrada. Se humedeció los labios. Paseó la mirada por el parque, donde el aire rielaba a lo lejos, recalentado por el sol estival. Observó que Nigel le daba tiempo, prudentemente, para asimilar las palabras y los argumentos. De cualquier forma, Ichino vacilaba. Estudió a las personas que holgazaneaban y comían alrededor de ellos, separadas, sobre el césped esmeralda, por las distancias que imponía la intimidad. Empleados de oficina, lectores de periódicos, vagabundos, usufructuarios de la caridad pública, ancianos, estudiantes, moribundos, embebiéndose todos ellos en el sol misericordioso. Por el sendero de lajas transitaban hombres de negocios, siempre en parejas, siempre conversando, formalmente distantes y formalmente encaminados hacia otro lugar. Vulgares. Ordinarios. Era muy curioso hablar de los extraterrestres en medio de ese mundo implacablemente mediocre. Se preguntó si Nigel no sería más sutil de lo que parecía. En esa atmósfera había algo que le permitió, a Ichino, cambiar de idea.

—Muy bien —dijo—. Lo haré.

Nigel sonrió y las comisuras levantadas de su boca destilaron una alegría infinita, infantil. Una esperanza sazonada. Un ímpetu recuperado.