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I

chino marchaba tenazmente, a pesar de la fatiga. Se daba cuenta de que Nigel, nueve años menor y en mejores condiciones físicas, no forzaba el paso. Pero él resollaba y sentía una tensión agarrotada en las pantorrillas. Trepaban más allá del confín del bosque a comienzos de junio, y con cada inhalación absorbían una bocanada de aire frío y cortante.

Nigel le hizo una seña para que se parara y, sin cambiar una palabra, se ayudaron recíprocamente a deshacerse de las mochilas. Prepararon una comida frugal: queso, nueces, limonada agria preparada con un polvo. Se habían detenido en un claro de forma elíptica rodeado de nieve compacta. Arriba, un pliegue tras otro de roca veteada se empinaba hacia el cielo. Los estratos de granito habían sido levantados y desplazados y erosionados hasta transformarse en un torbellino de configuraciones, interrumpidas de trecho en trecho por los bloques que se habían despeñado, triturados por el martilleo incesante de la escarcha invernal que se derretía y se helaba. Sobre ese farallón escabroso, unos pequeños manchones amarillos atrajeron la atención de Ichino: habían empezado a florecer los arbustos que crecían implantados en la roca.

—Así que piensas que debería hacerlo igualmente —dijo de pronto Nigel.

Ichino asintió con una inclinación de cabeza. Le complacía ver el interés espontáneo de su amigo. Era la primera vez que Nigel mencionaba el Snark por motu propio.

—No sabemos con certeza qué intenciones tienen.

—Podemos adivinarlas.

—Quizá nos equivocamos al juzgar a Evers.

—¿Realmente lo crees?

—No.

—Entonces…

—Debemos ser un poco más tolerantes. Quizá tienen razón y es absolutamente indispensable tomar precauciones.

Nigel se recostó contra la voluminosa mochila amarilla, mientras sorbía la limonada de su vaso metálico del Sierra Club.

—No me parece que equipar la nave de recepción con un arma nuclear sea una precaución. Es una locura, una estúpida locura.

—Has visto la lista de motivos.

—Correcto. El miedo a la enfermedad. Vagas disquisiciones sobre un impacto sociométrico que no pueden predecir. Incluso una puñetera invasión, por el amor de Dios.

—¿Y la última justificación? —preguntó Ichino parsimoniosamente.

—Oh, sí. «Algo inimaginable». Una categoría brillante.

—Por eso necesitan que en el módulo de recepción haya un hombre, y no sólo una máquina.

—No es para imaginar lo inimaginable. No. Lo que quieren es un incauto que pueda hacerles una descripción con todos los pormenores.

—Cosa que ciertamente puedes hacer.

—Hummm. Probablemente tienes razón en eso. Soy un viejo astronauta reseco como una pasa, pero por lo menos conozco el oficio. Tengo suficientes nociones de astrofísica y de programación de ordenadores, si llegaran a hacer falta.

—Tampoco eres una amenaza para el sistema de seguridad. Si recurren a ti, no se verán obligados a ampliar el círculo de personas que están al tanto de la operación.

—Es cierto. —Nigel pareció soltar una presión invisible delante de Ichino. Se relajó y las arrugas que se entrecruzaban en su rostro desaparecieron.

Los dos hombres se tumbaron un rato y escucharon el canturreo del agua de deshielo que se precipitaba por el acantilado.

—La clave es… —Nigel hizo una pausa—. ¿Has leído algo de Mark Twain?

—Sí.

—¿Recuerdas ese fragmento donde describe el pilotaje en el Mississippi? ¿Dónde habla del estudio de las zonas de poco calado, los bancos de arena y las corrientes?

—Creo que sí.

—Bien, de eso se trata. Cuando asimiló el conocimiento analítico necesario para desplazarse por el río, descubrió que este había perdido su encanto. Cuando lo miraba ya no veía en él lo que había visto antes.

Ichino sonrió.

—¿Eso es lo que te sucede a ti con el… —hizo un ademán— el espacio?

—Quizá. Quizá.

—Lo dudo.

—Siento… no sé. Alexandría…

—Ella ha muerto. No habría querido que te aferraras a ella.

—Sí. Sí, tienes razón. Eres el único que lo sabe todo. Respecto a mí y a la marcha por el desierto. Quizás ahora lo entiendes aún mejor que yo. Yo estuve demasiado cerca del núcleo.

—¿Cómo Twain? ¿Demasiado cerca del río?

—Algo se ha perdido. Es lo único que sé.

Ichino dijo en voz baja, lentamente:

—Ojalá tengas la fuerza necesaria para zafarte, Nigel.

Avanzaron por una media luna en forma de silla de montar hasta el valle siguiente. Los pinos, de corteza agrietada y seca, eran más escasos cuando los dos hombres llegaron al punto culminante de su itinerario. Allí el aire tenía una flamante transparencia. Los enebros de la sierra se sujetaban a las cornisas desnudas, y sus ramas delgadas y blanquecinas seguían la orientación del viento. A Ichino le pareció que las ramas nudosas estaban muertas, pero en sus extremos unas motas verdes salpicaban la madera. Al pasar acarició un tronco y sintió bajo la mano una solidez áspera, reconfortante.

La estación apenas comenzaba y nadie más transitaba por los senderos pedregosos. Cuando iniciaron el descenso, el ritmo de la marcha se hizo sistemático. A sus pies, los lagos glaciales escalonados titilaban como promesas azules entre los bosques umbríos. Ichino sabía que esa noche estaría más entumecido y dolorido que el día anterior. Sin embargo, de ningún modo habría renunciado a esa oportunidad inusitada de contemplar los restos de la Sierra agreste. Nigel había recibido las reservas y una noche, mientras cenaban juntos —en medio de un silencio casi total, como de costumbre— le había invitado a ir con él. La invitación terminó de consolidar su creciente amistad.

Durante los últimos meses Ichino había pasado cada vez más tiempo en compañía de ese astronauta inquieto, divertido y caprichoso. Al considerarle en forma retrospectiva, se daba cuenta de que esa amistad tenía una cierta lógica intrínseca, no obstante sus diferencias de carácter. Ambos estaban solos. Ambos compartían el proyecto de Snark como una presencia omnímoda en sus vidas. Y ahora, después del exabrupto de Ichino en la reunión de la Comisión Ejecutiva, ambos trabajaban bajo la misma vaga sombra de sospecha proyectada desde la cúspide.

Se habían encontrado por casualidad unas pocas veces después de que Nigel volvió de sus «vacaciones» en el desierto. Resolvieron juntos problemas de ordenador, introduciendo y confluyendo matrices para el Snark, y hablaron de los habituales lugares comunes: libros, el tiempo, la política. Estuvieron de acuerdo en que Estados Unidos y Canadá deberían ponerse firmes y vender a la Reserva Mundial de Alimentos, a cualquier precio, los datos que recogían los satélites. Esto también se aplicaba a la fabricación orbital, incluyendo el precioso espacio de las ciudades cilíndricas. Conversaban, bebían vino, discutían minucias con cómodos remolinos de palabras.

Después, gradualmente, Nigel empezó a hablarle del Snark, de Alexandría, de lo que llevaba dentro…

Ichino miró la mochila bamboleante de Nigel, que marchaba delante de él por el sendero. Durante todo el viaje su compañero había impuesto un ritmo extraño, demasiado rápido o demasiado lento en relación con las posibilidades del terreno, urgiéndose innecesariamente en las pendientes precarias, escalonadas. Elegía momentos insólitos para descansar. Se estiraba hacia delante, proyectando la mandíbula. Siempre le interesaba la disposición del tramo futuro, no lo que lo rodeaba. Durante las pausas saltaba de un tema a otro, sin secuencias lógicas, y siempre hablaba de algo distante, de una idea nueva y ajena a los espacios libres que los circundaban. Estaba y no estaba allí. No veía el rayo oblicuo de sol que cercenaba la oscuridad del bosque ni siquiera cuando lo atravesaba, con la cabeza gacha, en tanto que la luz le arrancaba un destello cobrizo del cabello. Lo que tenía por delante lo arrastraba a través del presente.

Nigel se volvió bruscamente.

—La órbita que planean… es casi de intersección, ¿verdad? —preguntó con tono cortante.

—Así fue como la describió Evers. Sin embargo, sólo oí un resumen. No conozco los detalles.

—Yo debería haber ido. —Nigel se mordió distraídamente el labio—. Me disgustan las reuniones, pero…

—Aún puedes solicitar el puesto. Habla con Evers.

—No creo que me tenga mucha estima.

—Respeta tu historial. Tus conocimientos.

Nigel introdujo los pulgares bajo las correas de la mochila, allí donde se cruzaban sobre su pecho.

—Quizá. Si le parezco suficientemente dócil…

Ichino esperó. Intuyó que dentro de Nigel se generaba una pequeña tensión.

—Sí, demonios. Es cierto. Quieren que alguien se ponga al acecho en la Luna. Iré. A la caza del Snark. Correcto.

Con un ademán rápido, entusiasta, le palmeó la espalda a Ichino. Bajo el dosel de pinos, la palmada sonó ahogada, con sordina.

Nigel cogió un autobús rumbo al centro de Los Ángeles y pasó la mañana hurgando en las tiendas de antigüedades que había allí. Encontró un libro que sólo recordaba vagamente: The Hunting of the Snark (La cacería del Snark). Era una vieja edición, Macmillian, de 1899, subtitulada An Agony, in Eight Fits (Una agonía, en ocho crisis), e incluía nueve grabados de Henry Holiday. Las figuras grotescas parecían abstraídas en sus propias preocupaciones, reconcentradas en sí mismas aun mientras afilaban hachas, hacían repicar campanas y golpeaban los norays. Nigel pagó una suma sideral por el libro —ahora estaba de moda tener en casa cualquier tipo de volumen encuadernado de más de una década de antigüedad, que no estuviera copiado en papel sensible— y se lo llevó a Carter Park, donde se sentó al pie de la estatua gris de un político muerto.

Abrió el libro cuidadosamente, menos envalentonado ahora que la arcaica reliquia era suya, y empezó a leer. Saboreó las páginas pulcras, rígidas, la austera alineación formal de las palabras de tipografía antigua. ¿Realmente había leído ese poema hasta el fin? Aparentemente no, porque había pasajes íntegros que no recordaba.

Había comprado un inmenso mapa que

representaba el mar,

sin el menor vestigio de tierra,

y la tripulación íntegra se regocijó al

descubrir que era un mapa que todos entendían.

Nigel sonrió, pensando en la Comej. Levantó la vista hacia el político de granito, que ahora era el salpicado colega de las palomas.

Porque, aunque los Snarks comunes son inofensivos,

tengo el deber de advertiros

¡ay si vuestro Snark es un Boyum! Porque entonces

os desvaneceréis mansa y súbitamente.

Nigel se sintió complacido por el frágil pasar de las páginas, por las líneas contorsionadas de los enanos arrugados que abordaban con impaciencia su cacería. Sentado en ese seco parque norteamericano, se sintió de pronto muy apacible e inglés.

Pues el Snark es una criatura peculiar, que

no se deja cazar sencillamente.

Haced todo lo que sabéis hacer, y ensayad todo

lo que ignoráis;

hoy no hay que perder ninguna oportunidad.