5
—E
sta tarde ha empezado en los tobillos.
Nigel se detuvo, con la mano alzada a medias para llamar a un camarero.
—¿Qué has dicho?
—Me duelen los tobillos. Más que las muñecas.
—¿Tomas la cloroquina?
—Por supuesto. No soy estúpida —respondió Alexandría con tono irritado.
—Quizá necesita unos días para incorporarse al organismo. Para surtir efecto —dijo, con falsa naturalidad.
—Quizás.
—Es posible que te sientas mejor después de haber comido. ¿Qué te parece el birani?
—No estoy de humor para eso.
—Ah. Aquí los curries son siempre buenos. ¿Por qué no compartimos uno, no muy picante?
—Está bien. —Alexandría se recostó contra el respaldo de su silla y movió la cabeza perezosamente de un lado a otro—. Necesito distenderme. ¿Quieres pedir una cerveza? Una Lacanta.
En el aire estratificado, saturado de incienso, ella parecía flotar en una lejanía soñadora. Habían transcurrido dos días desde que descubriera el Snark y aún no se lo había dicho. Resolvió que ese era el momento oportuno: la distraería del dolor de sus articulaciones.
Consiguió atraer la atención del camarero e hizo el pedido. Estaban recluidos cerca del fondo del restaurante, aislados por una cortina tintineante de cuentas de vidrio, en un lugar donde era difícil que les escucharan oídos indiscretos. Nigel habló en voz baja, muy poco por encima del murmullo de la conversación informal de los otros comensales.
La noticia la excitó y le acribilló a preguntas. En los dos últimos días no había aparecido ningún dato nuevo, pero él describió detalladamente lo que había hecho para organizar la búsqueda sistemática de nuevos rastros del Snark. En medio de una intrincada explicación se dio cuenta de que ella se había distraído. Jugaba con la comida, sorbía un poco de cerveza ambarina. Miraba a los comensales que entraban y salían.
Nigel hizo una pausa y excavó la montaña de curry que tenía frente a él, agregó condimentos, experimentó con dos chutneys. Después de un silencio cortés ella cambió de tema.
—He estado pensando en algo que dijo Shirley, Nigel.
—¿A qué te refieres?
—El doctor Hufman me recomendó descanso, además de las píldoras. Shirley opina que el mejor descanso consiste en alejarse de la rutina cotidiana. —Lo miró pensativamente.
—¿Hablas de unas vacaciones?
—Sí. Y viajes cortos a distintos lugares. Salidas.
—El descubrimiento del Snark va a complicar mucho mi programa…
—Lo sé. Por eso he querido anticiparme.
Nigel sonrió afectuosamente.
—Por supuesto. No hay ninguna razón para que no podamos ir a Baja, llevando algunas cosas.
—He acumulado muchos derechos de viaje. Podremos volar a cualquier punto del mundo por American.
—Me sorprende que estés dispuesta a invertir mucho tiempo, mientras se desarrollan las negociaciones.
—De vez en cuando pueden prescindir de mí.
Al decir eso la expresión se alteró alrededor de sus ojos marrones, las comisuras de sus labios se curvaron ligeramente hacia abajo, y Nigel tuvo un súbito atisbo de lo que ella ocultaba dentro de su ser, en un núcleo patético y ansioso.
Era tarde cuando salieron del restaurante. Algunas de las tiendas más elegantes aún estaban abiertas. Dos policías femeninas vestidas con chaquetas antidisturbios revisaban sus fichas de papel sensible y después recorrían la calle. Detenían a la mayoría de las personas con las que se cruzaban, las conducían hasta los conos de luz anaranjada que proyectaban los faroles espacia dos, y les pedían sus documentos. Una de las mujeres permanecía a una distancia prudente con la porra paralizante en la mano, mientras la otra telefoneaba a la Central y controlaba la verimatriz ferrosa de las fichas sensibles. Nigel no estaba mirando cuando, a poca distancia de allí, una mujer huyó súbitamente de las policías y se introdujo en un gran almacén. El hombre que la acompañaba también intentó correr, pero una de las policías lo inmovilizó. La otra desenfundó la pistola y entró deprisa en el almacén. El hombre gritó algo, protestando. La mujer le pegó con la porra paralizante y su rostro palideció. Se desplomó de bruces. Dentro del almacén sonaron estampidos sordos.
Llegó el autobús. Nigel subió.
Alexandría estaba quieta, con la mano alzada a medias hacia el rostro. El hombre trató de incorporarse sobre las rodillas. Murmuró unas pocas palabras. Alexandría hizo una mueca de disgusto y empezó a decir algo. Nigel la llamó. Ella vaciló.
—¡Alexandría!
La cogió por el brazo. Alexandría subió torpemente, con las piernas rígidas. Se sentó junto a él mientras las puertas del autobús se cerraban con un resuello. Inhaló profundamente.
—Olvídalo —dijo Nigel—. Así son las cosas.
El autobús se puso en marcha. Pasaron frente al hombre caído en la acera. La mujer policía le hincaba la rodilla en la espalda y él miraba el pavimento resquebrajado con ojos vidriosos. Todos los detalles se delineaban claramente en la luz anaranjada.
Antes de que Lubkin pudiera terminar la frase, arrastrando las palabras, Nigel ya se había levantado de su silla y se paseaba de un lado a otro.
—Tiene mucha razón al decir que me opongo —exclamó Nigel—. Es la más estúpida…
—Escuche, Nigel, lo comprendo perfectamente. Al fin y al cabo usted y yo somos científicos.
Nigel pensó con amargura que le resultaría fácil encontrar un buen argumento para rebatir ese aserto, por lo menos en lo que concernía al caso de Lubkin. Pero lo dejó pasar.
—No nos gusta la política del sigilo —continuó Lubkin. Escogió sus palabras cuidadosamente—. Sin embargo, entiendo que en este caso es necesario dictar medidas estrictas de seguridad.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Nigel con tono enérgico.
—¿Por cuánto tiempo? —Lubkin vaciló. Nigel adivinó que se había roto el ritmo del discurso que tenía preparado—. Sinceramente no lo sé —dijo con voz débil—. Quizá por un tiempo indefinido, aunque —habló atropelladamente para cortar la reacción de Nigel—, es posible que sólo se trate de una cuestión de días. Usted entiende.
—¿Quién lo dice?
—¿Cómo?
—¿Quién da las instrucciones en esta operación?
—Oh, el Director, claro. Él fue el primero. Pensó que el asunto debía llevarse también por los cauces militares.
Nigel dejó de pasearse y se sentó. El despacho de Lubkin estaba iluminado sólo alrededor del escritorio, y los rincones quedaban en penumbra. Nigel interpretaba mentalmente que ese cono de luz los encuadraba a él y a Lubkin como si estuvieran en un ring de boxeo: dos antagonistas enfrentados por encima de la mesa de roble. Nigel se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas, y miró el rostro abotargado de su interlocutor.
—¿Por qué diablos la maldita Fuerza Aérea…?
—De todas maneras se habrían enterado, por diversos canales.
—¿Por qué?
—Es posible que necesitemos su red de sensores espaciales profundos para rastrear al… eh… Snark.
—¡Qué ridículo! Esa red vigila el espacio próximo a la Tierra.
—Quizás el Snark viene hacia aquí.
—La posibilidad es remota.
—Pero existe. Debe admitirlo. Esto podría ser importante para la seguridad mundial, ¿sabe?
Nigel reflexionó un momento.
—O sea, que si el Snark se aproxima a la Tierra, y el sistema de control nuclear capta su llama de fusión…
—Sí.
—… y supone que se trata del despegue de un misil o una ojiva nuclear…
—Debe reconocer que es una posibilidad.
Nigel crispó los puños y guardó silencio.
—Para conservar el secreto no le daremos intervención a nadie más —explicó Lubkin con voz suave—. Los técnicos nunca tuvieron una imagen completa. Si no volvemos a tocar el tema, lo olvidarán. Usted, yo, el Director, quizás algunos funcionarios en Washington y las Naciones Unidas.
—¿Cómo diablos trabajaremos? Yo no puedo supervisar todos los condenados monitores planetarios. Necesitaremos relevos…
—Los tendrá. Pero podemos fraccionar el trabajo en muchos estudios aislados. Para que ningún técnico o ingeniero del equipo conozca el objetivo final.
—Eso es lo más ineficiente del mundo. Tenemos que explorar todo el sistema solar.
La voz de Lubkin se volvió dura y seca.
—Así se hará, Nigel. Y si usted quiere trabajar en este programa… —No completó la frase.
Lo zarandeó suavemente por la noche, y después con más fuerza. Por fin se despertó, con los ojos legañosos y la cabeza flotando aún en la bruma.
—Tengo miedo, Nigel.
—¿Qué? Yo…
—No sé, acabo de despertarme y estaba aterrorizada.
Se sentó y la acunó entre sus brazos. Alexandría ocultó la cara contra el pecho de él y tiritó como si tuviera frío.
—¿Soñaste algo?
—No. No, sólo… mi corazón retumbaba con tanta violencia que pensé que lo oirías, y tenía las piernas tan entumecidas… Aún me duelen.
—Fue un sueño. Sencillamente no lo recuerdas.
—¿Te parece?
—Claro que sí.
—Me pregunto qué fue lo que vi.
—Alguna atrocidad del inconsciente. Es siempre lo mismo. Un ajuste de cuentas.
—Bien, esto es algo de lo que me gustaría librarme —respondió ella, con voz débil y aguda.
—No, el inconsciente es como los cortes publicitarios de la tridimensional. Si no están intercalados no hay buenos programas.
—¿Qué es ese ruido?
—La lluvia. Parece que cae torrencialmente.
—Oh. Estupendo. Estupendo, la necesitamos.
—Siempre la necesitamos.
—Sí.
Siguió sentado en esa posición durante el resto de la noche, y finalmente se durmió mucho después que ella.
En el Museo del Condado de Los Ángeles: Alexandría se inclinó para estudiar la descripción que figuraba al pie de la escultura negra y gris. «Devadasi practicando un acto de gimnasia sexual con dos soldados que se baten simultáneamente a espada. Esta escultura reproduce una escena para un espectáculo. India meridional. Siglo XVII». Arqueó la espalda imitando a la Devadasi pero sólo llegó a mitad de camino.
—Parece difícil —comentó él.
—Imposible. Y el ángulo en que está colocado el tipo de delante es esencialmente falso.
—Eran gimnastas.
—Me gustaba más aquella otra grande, la que está detrás —murmuró Alexandría con tono reflexivo—. La que secuestraba hombres por la noche con «fines sexuales»…, ¿recuerdas?
—Sí. Qué eufemismo tan delicado.
—¿Por qué tenía un boquete en la vulva?
—Era un símbolo religioso.
—¡Ja!
—Para conservarla mejor, entonces. Probablemente enfriaba el deseo ocasional de tallarle las iniciales.
—Es improbable —manifestó—. Hummm. «La danza eterna de la Yoguini y el língam», dice aquí. Eterna.
La miró un largo rato y después se volvió rápidamente. Se le desencajó la mandíbula. Trastabilló torpemente sobre el suelo de mosaicos refulgentes. Nigel la tomó por el brazo y la sostuvo mientras cojeaba hacia una hilera de sillas. Notó que en la galería reinaba un extraño silencio. Alexandría se sentó pesadamente y dejó escapar un largo suspiro. Se bamboleó y miró fijamente hacia delante. Una transpiración repentina le perló la frente. Nigel levantó la vista. Todos los visitantes de la galería estaban inmóviles, contemplando a Alexandría.
—Debería renunciar a ese puñetero empleo ahora mismo —dictaminó Shirley con tono enérgico.
—Le gusta.
Nigel sorbió su café. Era aceitoso y espeso, pero probablemente mejor que el que tomaba donde trabajaba. Se dijo que ahora que Alexandría se había marchado a la reunión él debería levantarse y quitar las tazas y los platos del desayuno, pero la cólera fría y deliberada de Shirley le tenía paralizado en el comedor íntimo.
—Lo soporta, pero a duras penas. ¿Es que no te das cuenta?
Sus ojos, cuyo brillo se veía acentuado por las cejas negras, altas y arqueadas, lo fulminaron.
—Quiere intervenir en las negociaciones con los brasileños.
—¡Mierda! Está asustada. Me ausenté… ¿por cuánto tiempo?, ¿cinco minutos? Y cuando volví ella seguía sentada en la galería, blanca como el papel, mientras tú le palmeabas el brazo. Eso no es sano. No es la Alexandría que ambos conocemos.
Nigel hizo un ademán de asentimiento.
—Pero hablé con ella. Y…
—… y ella teme tocar el tema, demostrar hasta qué punto está preocupada. Se siente culpable, Nigel. Es una reacción habitual. Las personas con las que trabajo se sienten culpables de ser pobres, o viejas, o de estar enfermas. Depende de ti y de mí que las obliguemos a cambiar de actitud. Que las hagamos verse a sí mismas como… —Su voz se apagó poco a poco—. No te impresiono, ¿verdad?
—Oh, sí, sí.
—Creo que por lo menos deberías persuadirla para que se quede en casa y descanse.
—Lo haré.
—Cuando se sienta mejor viajaremos —dijo Shirley rápidamente, consolidando sus conquistas.
—De acuerdo. Viajaremos. —Se puso en pie y empezó a apilar los platos. Sus bordes de cerámica se entrechocaban y los cubiertos tintineaban—. Temo haberme distraído. Mi trabajo…
—Sí, sí —exclamó Shirley vehementemente—. Ya conozco tu condenado trabajo.
Nigel se despertó en una marisma de sábanas arrugadas y pegajosas. El calor de julio se concentraba en las habitaciones superiores de la vieja casa, al acecho de la noche, adhiriéndose a los rincones desprovistos de ventilación. Descendió del lecho sin hacer ruido, dejando que Alexandría se meciera plácidamente en las lentas ondulaciones del agua. Ella emitió un vago murmullo desde el fondo de la garganta y volvió a callar.
La fría bofetada del aire nocturno lo sobresaltó. Al fin y al cabo la habitación no estaba cerrada ni era sofocante. El sudor que le escocía al secarse era el producto de un fuego interior, de un sueño ambiguamente evocado. Inhaló el aire fresco y seco y tiritó.
Entonces recordó. Entró descalzo en la sala de altas arcadas y encendió una lámpara donde la luz no llegaría al dormitorio. Hurgó entre los volúmenes de la Encyclopaedia Britannica hasta encontrar el artículo que buscaba. Mientras lo leía buscó el sofá a tientas y se sentó.
Lupus eritematoso. Puede atacar cualquier órgano o la estructura general del cuerpo. Se centra especialmente en las membranas que exudan humedad, como las de las articulaciones o las que revisten el abdomen. Produce anticuerpos modificados, proteínas alteradas. Los síntomas pueden atenuarse durante largos períodos. Generalmente la irradiación por el organismo no se detecta hasta que aparecen los síntomas más graves. La transmisión al sistema nervioso central se ha convertido durante los últimos años en un rasgo sobresaliente de la enfermedad. Los estudios que asocian la incidencia del mal y los porcentajes de contaminación revelan una afinidad patente, aunque se desconocen los mecanismos precisos. El tratamiento…
Hasta ese momento no le había parecido verdad.
Releyó el artículo una vez, y después otra, y finalmente desistió cuando se dio cuenta de que lloraba. Los ojos le ardían y chorreaban.
Volvió a colocar el volumen en la biblioteca y vio un nuevo libro en el anaquel. Una Biblia encuadernada en acrílico rugoso. La abrió, extrañado. Algunas páginas estaban muy manoseadas. ¿Shirley? No, Alexandría. ¿La había estado leyendo antes de la entrevista con Hufman? ¿Lo había sospechado? Se sentó y empezó a leer.