3
E
l último piso del JPL era ahora un territorio de ejecutivos, totalmente consagrado al manejo de la operación Snark. Varios corredores se ramificaban en pasadizos que daban acceso a abigarrados despachos. Nigel se extravió y, al abrir por error la puerta de una sala de conferencias, sobresaltó a un círculo de hombres adustos. Estos levantaron la vista y sus rostros dejaron vislumbrar que lo reconocían, pero no dijeron nada. Detrás de ellos, la pizarra estaba cubierta de símbolos indescifrables. Nigel los saludó con una inclinación de cabeza, sonrió y se fue.
Ah, por fin: Evers y Compañía. Los anónimos corredores azulejados se trocaron en el laberinto de los espejos. A su lado, las paredes fluctuaban con luz líquida, respondiendo al calor de su cuerpo. Un capullo de encaje rosado lo siguió por el pasillo hasta que este se ensanchó para formar el área de recepción, salpicada de muebles funcionales. Nigel reconoció el modelo y buscó la discreta firma. Ahí estaba, incrustada en oro, relegada a un ángulo: WmR. Fabricaba Entornos Totales destinados a quienes eran suficientemente ricos, o poderosos, como para encargárselos.
De modo que Evers había conquistado esa clase de prestigio. Muy interesante. A pesar de que el Snark continuaba siendo un secreto oficial —y muy bien guardado—, Evers lo había utilizado igualmente como palanca para ganarse la atención del Gobierno. Muy interesante.
—¿El doctor Walmsley? —le preguntó una secretaria.
—El señor Walmsley.
—Oh. Bueno. El Señor Evers le recibirá enseguida.
Nigel dejó de observar las paredes iridiscentes y la miró.
—De acuerdo.
Se volvió para contemplar una tridimensional empotrada, sin hacer caso del joven elegante que descansaba en un sillón próximo. El individuo estudió discretamente a Nigel y después volvió a relajarse detrás de sus ojos de párpados pesados, con los pulgares enganchados en el cinturón justo por encima de la ingle acolchada a la moda. Nigel conjeturó que era el guardaespaldas de Evers, elegido con fines de ostentación más que de seguridad.
Nigel pulsó el control de la tridimensional. En marrón: inmensas pilas de basura erizadas de puntas. En la colina lejana, el punto blanco incandescente de la llama de fusión. En primer plano, una comentarista, desnuda hasta la cintura, como se estilaba, contaba la historia de tres trabajadores —picadilleros, los llamaba— que habían quedado atrapados en las cintas encargadas de alimentar la caldera de reciclaje. Por supuesto no habían quedado rastros de ellos, y para reconstruir el accidente había sido necesario recurrir a sus hojas de trabajo y a sus posiciones aproximadas en el Basupark. La llama de fusión les había reducido a sus átomos elementales, y después los espectrómetros de masa habían extraído del plasma eterno el fósforo, el calcio y el hierro, tan valiosos, para fabricar ladrillos. El hidrógeno, el carbono y el oxígeno se habían convertido en combustible y agua, dando una sepultura útil a un hombre y dos mujeres que —se podía presumir oficialmente— habían estado un poco torpes, o un poco estúpidos, aquel día. Pero el meollo de la noticia consistía en que evidentemente no habían sido víctimas inocentes. Se habían alistado pocas semanas antes. Se habían acercado peligrosamente a la boca de las cámaras de fusión, donde la radiación y el escape de plasma eran amenazas constantes. Por tanto, se trataba de una pandilla de basureros, que hurgaban los desechos de las décadas pasadas en busca de antigüedades perdurables o metales preciosos. Los trabajadores del Basupark no tenían derechos para intentar la recuperación de materiales, ¿pero quién iba a vigilarlos tan cerca de las llamas de fusión? «¿Cuántos otros se habrán infiltrado en estos terrenos de relleno?», preguntó lúgubremente la comentarista.
Se volvió para enfrentar la trompa de la tridimensional, indiferente, al parecer, a los ornamentos enjoyados que pendían de sus pezones artificialmente abultados. Las gemas colgantes enviaban destellos azules y rojos a la tridimensional. «Creo que al resolver y escarbar estas colinas, descubrimos algo más que la materia prima para los fusores. Encontramos algo más que la bazofia opulenta de mediados del siglo XX. No —hizo una pausa, y su rostro se ensombreció—, nos encontramos a nosotros mismos. Nuestra codicia. Nuestra nostalgia por el pasado decadente ¿Cuántos han muerto, sin que nadie lo sepa, en las cintas y las pinzas automáticas? ¿Cuántos han sido triturados y absorbidos como gelatina viscosa por las llamas eternas?». La cámara barrió las colinas abigarradas.
Nigel se levantó y desconectó el aparato.
—¿Señor Walmsley?
Dejó atrás la puerta de roble lustrado que mantenía abierta la secretaria y estrechó la mano de Evers.
—Le prometí que le daría una respuesta —le dijo Evers—. Siéntese. —Sonrió cordialmente y se desplazó hasta un cómodo sillón alejado del escritorio de nogal—. Lo discutí arriba —agregó.
—El encuentro con el Snark.
—Sí.
—No se trata sólo de integrar el equipo de rastreo… sino de ejecutar concretamente la misión.
—Correcto.
—¿Y?
—Bien, me formularon muchas preguntas.
La risa de Nigel sonó como un ladrido.
—Eso sucede siempre.
—Algunos pusieron en duda que usted esté en la primera categoría de vuelo.
—Viajo regularmente a Houston y Ames. Paso mucho tiempo en los simuladores.
—Es cierto. ¿Y los deportes?
—Montañismo. Squash. Balonraqueta.
—¿Balonraqueta? ¿En qué consiste eso?
—Es una combinación de squash y balonmano. Una raqueta corta, compacta. Se juega en una habitación, los tiros al cielorraso están autorizados, y hay que devolver la pelota a la pared del frente después de cada bote.
—Entiendo. ¿Es rápido?
—Bastante.
—¿Tanto como el squash?
—No. La pelota bota mucho.
—No le caigo simpático, ¿verdad, Nigel?
Nigel permaneció callado. Sus facciones se mantuvieron impasibles y desplazó los pies sobre la mullida alfombra.
—Sinceramente, no he pensado en eso.
—Oh, vamos. —Evers se inclinó hacia delante, con los dedos apoyados en los brazos del sillón y las manos entrelazadas.
—Bueno, sinceramente no puedo…
—Quiero ser franco con usted.
—Entiendo.
—No, no entiende.
Nigel se apoyó contra el respaldo y cruzó las piernas.
—Usted viene a verme y me pide que le encomiende la misión de encuentro con el Snark. ¿Verdad? Yo lo pienso. Leo su historial.
—Lo discute arriba —dijo Nigel parsimoniosamente.
—Ni más ni menos. Es una decisión importante.
—Que usted puede tomar por sí solo.
—No. Solo no.
—Usted dirige esta operación. Es la máxima autoridad después de la misma NASA, de modo que…
—De modo que nada. Debo escuchar la opinión de los expertos que trabajan a mis órdenes, porque de lo contrario no los necesitaríamos para nada.
—Entonces… escúchela.
—Si lo hago, no le gustará.
Nigel hizo una mueca.
—El veto canónico, ¿no es cierto?
—Digamos que hubo opiniones encontradas.
—Hermosa frase.
—¡Maldito sea! —Evers dio un manotazo al brazo del sillón—. No permitiré que usted se instale delante de mí y capee la tormenta con la frialdad de un Gary Cooper.
—No sé de qué habla, pero si lo que pretende es que conteste, formúleme de una vez una pregunta.
—Nigel… —Evers se miró las manos—. Nigel, en la NASA no se ha olvidado la operación Ícaro. Se recuerda su estratagema para comunicarse personalmente con el Snark… y yo también la recuerdo.
—No creo que esto último sea pertinente. Yo pasaba por una etapa de estrés. Mi…
—También pasará por una etapa de estrés allí arriba, cuando se reúna con el Snark.
—Será algo totalmente distinto.
—Quizá. De eso se trata: quizá. No se puede confiar en usted, Nigel. No obedece las órdenes.
—Es cierto, no soy una máquina.
—Otra vez lo mismo. Esa increíble flema británica, esos comentarios mediante los cuales se aísla de los demás. Pero sé que usted no es realmente así, Nigel. Su perfil de personalidad elaborado por los psicotécnicos no es ese.
—Y ellos me conocen mejor que nadie, por supuesto.
—De acuerdo, no son perfectos. Pero debe de existir un motivo para que muchísimos prohombres de la NASA le tengan simpatía, Nigel. Para que estén dispuestos a jugarse el pellejo y le hayan recomendado para la cita con el Snark.
—Ah, de modo que eso fue lo que sucedió.
—Claro que sí. Ya le he dicho que las opiniones fueron encontradas, no unánimemente adversas.
—Después de lo que usted dijo, sinceramente me pregunto por qué.
Evers lo miró perplejo.
—¿Se lo pregunta? ¿De veras?
—Bien… —murmuró Nigel—. Sí. Sí, me lo pregunto.
—¿No sabe con certeza lo que piensa de usted la NASA… la gente con la que usted trabajó?
—Yo…
—Realmente no lo sabe. ¿No sabe que para ellos usted es un… un símbolo?
—¿De que?
—De los objetivos del programa. Usted ha estado allí. Descubrió el primer artefacto procedente de otro mundo. Y ahora, forma parte del equipo que ha descubierto el segundo… el Snark.
—Entiendo.
—Es así. ¿No se da cuenta, verdad?
—Supongo que no.
Evers caviló un momento, estudiando a Nigel.
—Yo supongo lo mismo.
Nigel se encogió de hombros.
—Estoy aquí para ver esas cosas —prosiguió Evers, aparentemente recompuesto—. La materia prima con la que trabajo es humana. Y usted es el hombre a quien ahora debo entender.
—¿Cómo?
—Por intuición y con la ayuda de Dios, como decía mi padre.
—¿Preguntándome qué es el balonraqueta?
—Claro, ¿por qué no? Debo valerme de cualquier medio para descubrir por qué corre Nigel. Y corre muy bien, además. Es listo, está al día en cuestiones de técnica espacial, sabe de mecánica y ordenadores, de astronomía… es un profesional. El único problema consiste en que no entiende a las personas como yo.
—¿Cómo usted?
—A los administradores.
—Oh.
—A los adivinadores, mejor dicho. A los adivinadores profesionales.
—¿A qué se refiere? —murmuró Nigel, interesado a pesar de sí mismo.
—¿Recuerda el incidente del Detonador Chino?
—Leí el libro de Gottlieb.
—No está muy lejos de la realidad.
—Usted es la persona indicada para saberlo. Se metió en ese embrollo y dedujo lo que sucedería a continuación.
Evers hizo un ademán de asentimiento.
—Había indicios. Los chinos habían embarcado en submarinos un destacamento numeroso de infantería. No era lógico suponer que atacarían Australia u otro territorio al que podrían haber llegado por medios más convencionales.
—De modo que dedujo que iban a realizar un desembarco clandestino en California.
—La palabra «deducir» puede hacer pensar que el procedimiento fue más exacto de lo que en realidad fue. Adiviné. Adiviné que intentarían desencadenar una guerra nuclear con unas pocas armas tácticas colocadas en lugares estratégicos y por medio de un ataque de comandos para silenciar las comunicaciones durante veinte minutos vitales. Lo adiviné.
Nigel asintió con un movimiento de cabeza.
—Se me ocurre que quizás usted no siente mucho respeto hacia tales procedimientos intelectuales.
Nigel parpadeó.
—¿Quién le metió semejante idea en la cabeza?
—Nunca parece muy relajado cuando habla con sus… eh… superiores.
—¿Quiere decir cuando hablo con usted?
—Entre otros.
—Hummm. —Nigel estudió a Evers y después miró en otra dirección, hacia donde un holograma de pared mostraba una rutilante escultura Eckhaus tallada con rayos láser en un témpano de hielo. Las olas lamían su base. Nigel inspiró profundamente y pareció tomar una decisión—. Realmente no —dijo lentamente, buscando las palabras—. Hay algo de ponzoñoso en nuestra manera de hacer las cosas. Eso es todo.
—Es una palabra dura.
—Apropiada. Aquí hay gente muy buena, personas que individualmente son estupendas. Pero todas las organizaciones tienen su propia política y eso se interpone en el camino.
—¿En el camino de qué?
—De la verdad. De lo que la gente verdaderamente desea hacer. Escuche, ¿recuerda los primeros años? Los descensos de los Apolos y todo lo demás. ¿Qué clase de genio se necesita para convertir en una lata la mayor hazaña del siglo?
—Muy bien, de modo que la NASA no era ni es perfecta.
—No, no se trata sólo de la NASA. Se trata… se trata de todas aquellas circunstancias en las que los hombres niegan sus propias visiones interiores. O no las comunican correctamente.
—La organización no es posible sin compromisos —respondió Evers, y la hilaridad hizo más profundos los surcos que le rodeaban los ojos.
—Lo admito —asintió Nigel prudentemente—. Pero creo haberme encontrado en trances en los que no entendía la motivación…
—Quiere decir que la NASA arruinó la operación Snark.
—Iba a arruinarla. El mensaje que pensaba enviar al Snark era un galimatías.
—Probablemente. Pero eso se debía a que nos faltaban los datos que había recibido usted.
—Lo que a mí me parece es que no estaban de humor.
—Tiene que entender de dónde vengo, Nigel —murmuró Evers, encorvándose hacia delante.
—¿De qué me habla?
—Soy como soy en razón de lo que he hecho. Mi carrera fue muy azarosa hasta el episodio del Detonador Chino. Es cierto que vi los informes de Inteligencia. Todos los vieron. Caray, seguro que a muchos tipos se les ocurrió pensar que tal vez los amarillos se guardaban una baza en la manga. Adivinar es una cosa y actuar es otra.
—En eso estamos totalmente de acuerdo.
—Claro. Usted también lo hizo, en Ícaro.
—Con resultados regulares.
—Sí, pero obedeció a su olfato porque no tuvo más remedio. Lo respeto. Yo arriesgué el pellejo y ordené arrojar cargas de profundidad a los submarinos y acerté.
—Para que el comandante Sturrock se convirtiera en un héroe nacional.
—Sí. Bueno, usted sabe… —Un encogimiento de hombros—. Pero la versión de Gottlieb es correcta.
—Usted ascendió en el escalafón.
—Más o menos. La iniciativa que tomé cuando fui subsecretario, usted sabe, cuando le rompí el espinazo al cartel de la metalurgia en el año 97, me creó muchos enemigos, más de los que había previsto. —Hizo una pausa y pareció dejar a un lado sus cavilaciones personales. Se irguió cuando el sillón funcional cambió de forma para acomodarlo—. Pero he vuelto a la palestra. Y estoy ascendiendo. Creo que lo que quiero decir, Nigel, es que yo también soy una especie de rebelde.
—Lo entiendo. En ningún momento he dicho que no le respeto.
—No, en efecto. Pero yo tampoco se lo he preguntado. —Lanzó una risita.
—Supongo —murmuró Nigel cautelosamente—, que se trata de que sustentamos opiniones distintas acerca del uso que debe hacerse de las organizaciones.
—Correcto. Yo procedo de una comarca vecina a Mobile, Nigel, y allí se cuenta una vieja historia. En la época en que el Sur estaba postrado, muy postrado, proliferaban los conflictos raciales, como usted sabe. Un norteño que había venido a colaborar en la resolución de los problemas le preguntó a un pariente mío si no tenía que medir lo que decía en favor de los negros, en razón de que vivía allí y de que la policía era renuente al cambio y de todo lo demás.
—Sí.
—Entonces mi pariente pensó un minuto y respondió: «Oh, no, no tenemos que medir lo que decimos. Sólo tenemos que medir lo que pensamos».
Nigel lanzó una carcajada.
—Está muy claro —asintió, sonriendo.
—Sé que usted tiene la cabeza bien plantada. Lo único que le digo es que para entenderse con la NASA tendrá que hacer concesiones… pero no hará falta que mida lo que piensa si procede con cautela. La situación no es tan mala. —Miró a Nigel con expresión cordial—. Hasta hoy mi carrera ha estado asociada a la defensa de Occidente, Nigel, y así es como interpreto esta misión. Pero es posible que ahora sea cuestión de defender al condenado planeta.
—Hummm.
—Está bien, quizá me equivoco. —Desechó el tema con un ademán—. No discutiremos. Hoy me he franqueado un poco para averiguar qué clase de tipo es usted, y me siento más tranquilo. Es un astronauta de primera, Nigel, el mejor y el más antiguo que tenemos. Su origen inglés le favorece… Es una gran ventaja, entre los norteamericanos. Una gran ventaja. Me resultará muy útil, cuando presente mi informe definitivo.
—De modo que me apoyará.
—Claro que sí. —Evers se distendió—. Acabo de decidirlo. Quiero estar seguro de entender al tipo que enviaré allí arriba. Sospecho que cuando el Snark resuelva bajar a la Tierra no nos lo comunicará con mucha anticipación… probablemente a propósito, para no darnos tiempo a montar defensas complejas. De modo que habrá que actuar deprisa y no podremos entretenernos con largas conversaciones. No le pido que esté de acuerdo conmigo, pero tengo que entenderle a usted, de alguna manera, para saber con certeza de qué me habla, cuando comience a oír su voz por la radio.
Nigel hizo un ademán afirmativo. Evers se levantó y le tendió la mano, sonriendo.
—Me alegra que hayamos tenido esta conversación, Nigel.
Cuando se alejó por el fluctuante Laberinto de Espejos dejó que una sonrisa furtiva le arrugara las facciones. En general, el resultado había sido muy positivo, y ahora encontraba sentido a lo que había averiguado durante su minuciosa investigación previa sobre los antecedentes de Evers, pero ciertamente había encontrado un estrato más profundo que el del impasible lustre burocrático. Era muy probable que Evers creyese que el chico franco y bonachón era el verdadero Evers. Cuando un hombre pasaba mucho tiempo ensayando un papel terminaba por asumirlo. Pero Nigel intuía algo más. Dentro de todo ejecutivo de aristas duras parecía agazaparse la sombra del joven ambicioso, y debajo de esta se ocultaba aquello que le había impulsado a subir el primer peldaño. «Me alegra que hayamos tenido esta conversación, Nigel». Un claro testimonio de que ahora Evers le consideraba un aliado, un jugador leal a su equipo, que respaldaría complacido a Evers cuando este diera el próximo salto hacia arriba. «Quiero estar seguro de entender al tipo que enviaré allí arriba. Me alegra que hayamos tenido esta conversación». Pero casi toda la conversación había corrido por cuenta del mismo Evers.