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O

currió en un instante. Un instante que dividió netamente su vida.

Un momento antes había estado planeando serenamente sobre el arrugado y desmenuzado paisaje lunar. Estaba distraída, programando su trayectoria posterior y mascando pasas azucaradas. Su deslizador recorría una serie de elipses interconectadas, rumbo al hemisferio proximal. La Tierra asomaba como un globo de cristal resplandeciente sobre la Luna combada.

Sintió más que oyó el impacto. El horizonte se ladeó de forma demencial. Tiró del correaje hacia delante y el deslizador empezó a caer.

Su tablero de anotaciones salió despedido y se oyó el chirrido del roce de metal contra metal. El deslizador daba tumbos. Cogió la palanca de mandos y activó los reactores de maniobra. Los de la derecha no funcionaban. Algunos de los de la izquierda respondieron. Dio el máximo impulso. Algo golpeaba intermitentemente como si se estuviera desprendiendo. El deslizador volvió a ladearse y el correaje le mordió la carne.

La rotación se frenó. Ella colgaba cabeza abajo, mirando el pico truncado de una montaña marrón grisácea que pasó peligrosamente cerca. Seguía cayendo.

El deslizador era rectangular, puro hueso y nada de piel. Veía la mitad de la proa, que parecía intacta. Todo lo que había oído le llegaba literalmente por los fondillos de los pantalones, después de recorrer los puntales y los tubos de la red rectangular del deslizador. O sea que la avería estaba a sus espaldas.

Se volvió, tuvo una visión parcial de cables enmarañados y de un depósito de combustible… y entonces comprendió que su comportamiento era estúpido. Nunca trates de hacer un trabajo cabeza abajo, aunque sólo te queden pocos segundos. Y ciertamente faltaban varios minutos antes de que se produjera la colisión. Lo que había sucedido atrás —¿la rotura de un depósito?, ¿el estallido de un tubo?— la había disparado a una nueva elipse, por un derrotero de intercepción con la baja cordillera que se levantaba cerca del horizonte.

Volvió a pulsar los reactores de maniobra y el deslizador giró pesadamente. Algo tiraba de la proa hacia abajo en plena rotación. Detuvo la marcha cuando el parachoques delantero estuvo casi paralelo al horizonte. Desabrochó automáticamente el correaje y miró hacia atrás.

Increíblemente, el ángulo posterior derecho del deslizador tenía un boquete. Todo había desaparecido, sin más: los depósitos, los soportes, las provisiones, el anillo de retención, un foco.

Por un momento no atinó a pensar. ¿Dónde estaban? ¿Cómo era posible que hubieran volado? Escrutó la zona por donde había pasado el deslizador, casi convencida de que vería una nube rutilante de escoria. Sólo había estrellas.

El adiestramiento pudo más que el desconcierto: se inclinó hacia delante y pulsó el interruptor que lanzaba destellos rojos en la consola. El programa de navegación quedó desconectado. Puesto que no había dado la alarma, los circuitos parecían seguir persuadidos de que realizaban una exploración selenográfica, enfilando rumbo al hemisferio proximal. Activó el motor iónico, montado un poco por debajo y detrás de ella, y oyó su ronroneo tranquilizador. Verificó el horizonte… y comprobó que giraba nuevamente. Se volvió en su asiento, con movimientos un poco torpes. El traje espacial se había enganchado en una hebilla del correaje.

Sí… junto al borde del boquete flotaba una tenue bruma. Un tubo tenía un escape de gas, cuyo impulso bastaba para hacer girar el deslizador. Lo compensó con los reactores de maniobra y el deslizador se enderezó.

Aumentó la potencia del rayo iónico y trató de calcular la velocidad de caída. La superficie mellada, perforada, subía a su encuentro. Empujó inconscientemente la palanca de control y levantó la proa del deslizador. Este había sido un acto reflejo, aunque sabía que en la Luna ninguna nave podía amortiguar su caída tratando de planear. No importaba: en la Tierra podría haber recurrido a las alas, pero en la Tierra ya habría estado muerta. La caída sólo habría durado algunos segundos. El motor iónico funcionaba al máximo de su potencia, pero no era mucho lo que podía hacer. Volvió a compensar la rotación. El ordenador mantenía el motor iónico automáticamente dirigido hacia abajo, pero sólo operaba en un ángulo reducido. Además, el escape de gas se intensificaba. El deslizador se zarandeó y derrapó hacia la izquierda.

Buscó un lugar donde posarse. El estallido, o lo que fuera, debía de haber desviado el deslizador hacia abajo, no hacia el costado. Aún seguía su trayectoria por un valle largo y escabroso en cuyo extremo final se levantaba una abrupta cadena de sierras escarpadas, de color gris mugriento. Contrarrestó la rotación, escudriñó hacia delante y volvió a contrarrestarla.

Vio frente a sí un resplandor opaco. Algo yacía parcialmente sepultado en las sombras, al pie de las sierras. Era una estructura curva, parte de una cúpula abollada contra la ladera. ¿Un refugio de emergencia? No, ella había estudiado los mapas y sabía que no había ninguna instalación cerca de su ruta. Al fin y al cabo para eso estaba allí: para practicar algunas prospecciones detalladas, para estudiar las singularidades del terreno, para perforar el suelo en busca de indicios de agua. En síntesis, para hacer todo aquello que las cámaras fotográficas no podían hacer.

Estaba observando los indicadores y no se sorprendió cuando el altímetro de radar le reveló que caía a demasiada velocidad. El dispositivo iónico no funcionaba con toda su potencia. Sí, uno de los depósitos que faltaban en la parte posterior derecha alimentaba ese motor. No tenía suficiente impulso para mantenerse a flote. Era tétrico ver cómo se deslizaba en medio de un silencio sepulcral a lo largo del valle accidentado, angosto y recto, en dirección a las sierras pardas. A sus pies, la salpicadura aleatoria de los cráteres era clara y nítida. Debería posarse pronto.

Avanzaba directamente hacia la cadena de sierras. Pasaron dos segundos —ahora ya los contaba— antes de que tomara una decisión: dejarse caer en el valle, posarse sobre su lecho en lugar de estrellarse contra la abrupta ladera de arriba. Apenas tomó esta decisión se sintió liberada. Volvió a compensar la rotación, verificó con todo cuidado su correaje, inspeccionó por última vez las averías. El suelo venía velozmente a su encuentro. La cúpula… ah, ahí a la izquierda. Dañada, rota, con la base rodeada de escombros brillantes. Se levantaba al pie de la sierra como un monumento de cobre.

Eligió un espacio liso y niveló lo más posible la panza de su deslizador. La maldita rotación ya era exagerada. Pasaba todo su tiempo compensándola. De pronto estuvo casi encima del lugar que había elegido, el deslizador seguía rotando, la proa apuntaba hacia abajo, demasiado abajo, y…

El choque la despidió hacia delante, y tiró con tanta fuerza del correaje ceñido que le pareció que el deslizador iba a volcarse. Se bamboleó, con la popa en alto. Por todas partes había polvo, metales retorcidos. La cola volvió a bajar con la caída lenta, angustiosa, de la escasa gravedad. Nikka sintió un dolor súbito y atroz en la pierna y se desvaneció.