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L
ubkin le hablaba. Mientras tanto unas luciérnagas de color blanco y azul planeaban y revoloteaban y le picoteaban los ojos. Lo distraían. Nigel contempló la nube de luciérnagas canoras que danzaban entre él y el cielo raso opaco. La voz de Lubkin era como un bordoneo. Inhaló profundamente y las luciérnagas desaparecieron, para reaparecer enseguida. Las palabras de Lubkin adquirieron mayor nitidez. Un peso se asentó sobre sus entrañas.
Lubkin dijo que habían entendido el estado de ánimo de Nigel. Por su esposa y todo lo demás. Eso explicaba muchas cosas. Evers ni siquiera estaba enfadado por la transmisión en clave que Nigel había irradiado al J-27. Después de estudiar la idea, la Comisión había confesado que era la mejor. Qué diablos, entendían…
Nigel sonrió irónicamente, aturdido.
Las luciérnagas cantaban. Danzaban.
A Evers no le había hecho gracia que Nigel les tomara el pelo, agregó Lubkin, frunciendo el ceño. Pero ahora el J-27 había contestado. Eso cambiaba las cosas. Evers estaba dispuesto a olvidar la trampa de Nigel. Pensando, claro está, en Alexandría.
—¿Cómo? —Nigel se irguió en la cama del hospital.
—Bien, yo…
—¿Qué ha dicho acerca de Alexandría?
Nigel vio que estaba desnudo hasta la cintura. Lubkin se humedeció los labios con expresión insegura, nerviosa. Apartó los ojos de los de Nigel.
—El doctor Hufman quiere verle apenas me vaya. Le trajimos aquí desde el JPL, después de que nos telefonearon preguntando dónde estaba. Quiero decir que entonces entendimos.
—¿Qué entendieron?
Lubkin se encogió de hombros, incómodo, con la vista desviada.
—Bien, yo no quería ser quien…
—¿Qué demonios dice?
—No sabía que a ella le faltaba tan poco, Nigel. Ninguno de nosotros lo sabía.
—¿Po… poco?
—Por eso le telefonearon. Ella ha muerto.
Una enfermera le trajo una bata azul almidonada. El doctor Hufman se reunió con él en el corredor donde se estaba despidiendo de Lubkin, y le estrechó la mano solemnemente, en silencio. Nigel miró a Hufman pero no consiguió descifrar ninguna expresión.
El médico le hizo una seña. Marcharon por el corredor. En alguna parte sonó una campanilla de llamada. Las paredes lustrosas le devolvían a Nigel la imagen de un hombre demacrado, con un día de barba y con una mueca hosca estereotipada en la mitad superior del rostro. Los dos hombres siguieron caminando.
—¿Murió… murió inmediatamente después de mi partida? —preguntó Nigel con un susurro ronco.
—Sí.
—Lamento haberme ido. Usted debió intentar telefonearme…
—Sí.
Nigel miró a su interlocutor. El rostro de Hufman estaba crispado, con los ojos anormalmente dilatados y las facciones tensas como si se las estuvieran apretando.
—¿Me… me lleva a verla?
—Sí. —Hufman llegó a una puerta de metal gris y la abrió. Sus ojos se clavaron en Nigel—. Ella murió, señor Walmsley. Una hemorragia incontrolable. El quirófano estaba ocupado. Había otros pacientes. La dejamos a un lado para que se la llevaran los enfermeros. Transcurrió media hora.
Nigel asintió en silencio.
—Entonces empezó a moverse, señor Walmsley. Se levantó de entre los muertos.
Alexandría estaba sola, sentada en un complicado sillón de ruedas para diagnósticos. Un sillón erizado de dispositivos electrónicos. Su bata de hospital, blanca, estaba recogida sobre las rodillas, y tenía sondas en los tobillos, las pantorrillas, los antebrazos, el cuello, las sienes. Sonrió débilmente.
—Sabía. Que volverías. Nigel.
—Yo… estaba…
—Lo sé —asintió plácidamente—. Hablaste. Con Shirley. Te asustaste. Por lo que. Sucedía. —Hablaba despacio, formando las palabras una por una y espaciándolas con una pausa. Debía componer trabajosamente cada sílaba.
—Los Nuevos Hijos… —empezó a decir Nigel, y después no supo cómo continuar.
—No deberías. Haberte. Excitado. Nigel. Él me. Dijo. Que tú lo sentiste. También. Brevemente.
—¿Él? Quién…
—Él. Lo que sentiste. Antes de que. Rechazaras la Inmanencia.
Nigel se dio cuenta de que Hufman cerraba la puerta detrás de ellos y se quedaba donde podía escuchar sin interrumpir. Alexandría parecía suspendida por una certidumbre interior, en precario equilibrio, frágil. Encapsulada.
—Tú lo sentiste. A Él. Nigel. Cariño. Quizá. No. Lo. Reconociste. Durante mucho tiempo. Creíste. Que era. El Snark.
Nigel permaneció un largo rato en silencio, perplejo.
—El detector —dijo por la comisura de la boca, en dirección a Hufman.
—Sí. Sí —prosiguió Alexandría, con voz monótona—. Así fue. Como Él entró en mí. Pero yo. Reconocí. Su auténtica naturaleza.
Alexandría cerró los ojos y la respiración poco profunda, rápida, le agitó el pecho. Nigel miró a Hufman. Tenía las piernas entumecidas y se sentía clavado al suelo, sin poder avanzar hacia Alexandría ni retroceder. Los sensores de su sillón de ruedas parpadeaban y oscilaban.
—¿Alguien… algo… puede hacer eso? —preguntó con un susurro presuroso—. ¿Puede transmitir por el circuito del detector?
Hufman habló con voz grave que resonó en la pequeña sala.
—Sí, por supuesto. El de ella era un contacto acústico y eléctrico con un sistema nervioso. Casi siempre funciona pasivamente, pero podemos utilizarlo para irradiar ecos a través de los nervios centrales.
—¿Eso es lo que sucede?
Hufman se acercó a Nigel y, para mayor sorpresa de este, le pasó el brazo sobre los hombros.
—Creo que sí. No se lo he contado a nadie porque, bueno, al principio pensé que había cometido un tremendo error.
—Algo está introduciéndose en ella. A través del detector.
—Así es, al parecer. Usted se desvaneció, ¿verdad? ¿En el JPL? Probablemente fue el efecto de una sobrecarga. O quienquiera que sea el que transmite acopló su corriente de entrada y se concentró en ella.
—Pero estaba muerta.
—Sí. Todas sus funciones vitales se interrumpieron. Calculo que sufrió carencia de oxígeno durante cinco o diez minutos a lo sumo. De alguna manera un estímulo transmitido por el detector le movilizó la respiración. La puso nuevamente en funcionamiento. También se ha reducido su sobrecarga renal.
—No entiendo cómo…
—Yo tampoco lo entiendo. Sí, se está estudiando el empleo de activadores neurológicos, pero son muy peligrosos. Y poco fiables.
—Le está devolviendo la vida —comentó Nigel con tono distante.
—¿Qué se la está devolviendo? ¿Quién lo hace?
—No puedo decirlo.
Hufman le taladró con la mirada.
—Más exactamente, no quiere decirlo. Usted y la otra mujer tienen un…
—¿Qué otra mujer?
—La que usted me presentó. Alexandría preguntó por ella. Yo no tenía las ideas muy claras. La dejé entrar y…
—¿Nigel? —Los párpados de Alexandría aletearon y movió débilmente la mano derecha para hacer una seña.
Nigel se acercó a ella.
—Él. Ve. Valiéndose de mí. Nigel. Él quiere. Que tú. Lo sepas.
Nigel miró a Hufman, impotente.
—No. No temas. Quiere ver. Sentir. Caminar. En este mundo.
—¿A quién te refieres, Alexandría? —La voz de Nigel se quebró cuando pronunció su nombre.
—Él es la Inmanencia —dijo Alexandría, como si le hablara a un niño—. Sé. Lo que. Él ha hecho. No es necesario. Que tú y el doctor. Susurréis. Lo sé.
—Él… eso… te revivió.
—Lo sé. De entre los muertos. Para ver.
—¿Por qué?
Ella lo miró con serenidad. Un regocijo interior le arrugó las comisuras de los ojos.
—En el sentido. En que tú lo dices. Querido. No. Lo sé. Pero no. Lo cuestiono. Ni cuestiono. El acomodamiento. A este trance.
Su rostro exangüe parecía al mismo tiempo extraño y familiar, con cada poro nítidamente delineado bajo la luz antiséptica.
Intervino la voz de Hufman:
—Hasta donde puedo determinarlo, lo que la mantiene viva es el estímulo del detector. De alguna manera anula el colapso sináptico. Quizás el detector suministra funciones de control para el corazón y los pulmones en sustitución de los tejidos lesionados. Sin embargo, no creo que pueda durar mucho.
Alexandría lo miró fijamente. Sonreía con sus labios pálidos y finos.
—Él está aquí. Conmigo. Doctor. Es lo único. Que importa.
Nigel le cogió la mano, colocándose en cuclillas junto al pesado sillón de ruedas, y la escudriñó con el ceño fruncido. En el rostro de él se reflejaban emociones contradictorias.
Alguien golpeó la puerta de metal gris.
Hufman miró dubitativamente a Nigel. Este se hallaba abstraído en sus propios pensamientos. Hufman vaciló y después abrió.
Shirley estaba firmemente plantada en el hueco de la puerta. Detrás de ella había media docena de Nuevos Hijos ataviados con túnicas de algodón y chaquetas. Un hombre vestido con un traje formal se abrió paso para colocarse al frente del grupo.
—Hemos venido a buscarla, doctor —anunció Shirley. Su voz tenía un tono duro, crepitante—. Conocemos muy bien sus deseos. Me dijo que quiere salir de aquí. Y nos acompaña un abogado que resolverá los asuntos formales con el hospital.