Capítulo 37 - GRANDE

San Lorenzo de El Escorial – Tarancón, 25 de agosto de 2012.

 

 

Andrés no puede creer lo que está oyendo en las noticias. Mientras espera que sus compañeros vuelvan de la casa del jardín de volver a encerrar a Laredo, hundido por las revelaciones de Juan y por el susto de pensar que Laredo se había escapado, se ha dejado caer en el sofá y ha encendido la televisión para intentar evadirse de todo. Su intención era refugiarse en algún canal donde no tuviera que utilizar mucho el cerebro, pero tan sencilla tarea se ha visto obstaculizada por la fortuna. Nada más encenderla, la imagen muestra a una señora mayor, de unos ochenta años, contando con detalle, aunque muy nerviosa, a una periodista todo lo que sabe sobre el coche que vio hace unos días enfrente de la casa de Laredo:

—¿Y vio usted con claridad la pegatina? —pregunta con insistencia la periodista.

—Sí, sí. No tengo ninguna duda. Una bandera de Italia y la palabra Testa escrita en grande, ocupando toda la pegatina. Creo que en medio había también un dibujo, pero eso no lo recuerdo muy bien, la verdad.

La pregunta paraliza temporalmente a Andrés, que abandona su idea de relajarse mirando estupideces en la tele. Sale corriendo de la casa, todavía sin poder creérselo, y arranca como puede la maldita pegatina del coche de Paco que está aparcado casi en la puerta, como si fuera un faro indicando un puerto para navegantes en apuros. Después regresa al salón a la vez que sus tres socios. Los manda callar con gestos imperativos para no perder detalle de la información. Y cuando la periodista despide la conexión, su resumen de los hechos deja a los cuatro sumidos en la confusión:

—Esto es todo desde el domicilio de Sebastián Laredo. Se confirma la primera pista fiable de sus presuntos secuestradores. La discoteca-terraza Testa se encontraba en la localidad madrileña de Villalba a finales de los ochenta y principios de los noventa. Fuentes oficiales nos han informado de que allí se ha desplegado ya un operativo para rastrear a fondo el área. Muy buenas noches desde La Rioja.

Andrés sólo añade enseñando los restos de papel que tiene en las manos:

—Acabo de quitarla.

Nadie dice nada. La televisión sigue emitiendo luces y sonidos, pero irreconocibles para ellos. No puede ser. No puede ser.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Juan, el más rápido en recobrar el habla.

—¿Qué vamos a hacer? —contesta Andrés, que entiende que la noticia hace que no sea el momento de solucionar el problema con Miguel—. De momento soltarlo y luego ya hablaremos.

—¿Y ya está? ¿Sin que pague nada? ¿Se va a ir de rositas, como siempre? —protesta Paco.

Ninguno de sus compañeros se ve capaz de contestar. Se sienten igual de derrotados que él, pero parece que también más cansados. Al fin Juan pone un punto de cordura.

—Es una putada, Paco. Este tipo ha tenido suerte y no podemos hacer nada. Hay que soltarlo antes de que se nos eche encima toda la policía de España y parte del extranjero. Y cuando nos deshagamos de él, como dice Andrés, ya hablaremos —añade mirando a Miguel.

—¿Hablar de qué? —pregunta Paco. Y después decide poner a prueba a Miguel, comprobar si es cierto lo que le han dicho sus compañeros: —Esto es sólo el principio. Puedo aceptar que soltemos a este mamarracho, pero no podemos echarnos atrás por un pequeño accidente. No podemos dejarlo ahora. Si no seguimos adelante, en unos pocos meses todos los políticos pensarán que Laredo ha tenido suerte, que alguien se ha querido vengar de él por alguno de los muchos pufos en los que ha estado metido y que a ellos no les va a pasar lo mismo. Pero si vamos a por otro, se lo van a pensar mucho todos ellos. No van a saber dónde meterse. No tenemos más que quitar toda marca en el coche, que por cierto, es para matarnos, dicho sea de paso. Y después esperar un tiempo, nada más.

Juan se dispone a añadir algo, pero Andrés no le deja, sospechando que puedan enzarzarse en la discusión que tienen pendiente con Miguel:

—Vale, vale. Vamos primero a deshacernos de Laredo y luego ya discutiremos qué hacemos.

—Hombre, deshacernos… —protesta Juan.

—Es una forma de hablar, hombre. Lo metemos en el coche, le damos unas vueltas por la sierra, a ver si se marea, y lo dejamos en una cuneta —explica Andrés.

—¿Y avisamos después a la policía? —pregunta Juan.

—Ni de coña. Seguro que esas llamadas las pueden rastrear. Hemos sido muy cuidadosos hasta ahora, y no lo vamos a estropear. Lo dejamos en una cuneta y ya lo encontrará alguien. Con un poco de suerte se lo lleva un camión por delante… —responde Miguel.

—No seas burro. Además, seguro que nos cargarían el muerto, nunca mejor dicho —comenta Andrés.

Paco, sin embargo, sigue siendo partidario de alguna medida más expeditiva:

—Hombre, eso no, pero no me digáis que no es una pena tener a uno de estos cabrones que nos amargan un telediario sí y otro también y no darle al menos un par de leches…

Los demás parece que se lo piensan, pero de nuevo Andrés intenta tranquilizarlos:

—Vamos a dejarnos de tonterías. Miguel tiene razón en lo de extremar las precauciones ahora que estamos a punto de terminar. A mí también me apetecería darle dos leches, o tres si se tercia, pero vamos a ser profesionales hasta el final. Hemos secuestrado a este tío para demostrar a toda esa banda de golfos que las personas honradas estamos hartos de ellos. Y que somos diferentes. El argumento de muchos de ellos es que todo el mundo roba en la medida de sus posibilidades, que llegado el momento todo el mundo comete un delito si sabe que no le van a pillar. Pues nosotros no. Nosotros representamos a millones de españoles honrados que, cuando tienen la oportunidad de darle dos leches a alguien que se lo merece… no lo hacen, simplemente porque no está bien. Porque no somos como ellos.

Nadie dice nada. Se miran unos a otros mientras Andrés se levanta a servirse algo, pero se gira a mitad de camino. Se vuelve a sentar sin saber muy bien qué hacer. Será Juan el que rompa el silencio:

—Joder, Andrés, ¿por qué no te presentas tú a las elecciones? Yo te voto fijo.

—No me toques los… no me toques los…—contesta Andrés.

Los preparativos para el traslado de Laredo son rápidos. No tienen más que volver a sedarlo, atarlo y meterlo en el coche, al que al menos ya han quitado toda seña identificativa. La operación no acarrea ningún contratiempo, pues el secuestrado no se atreve a moverse en presencia de Miguel. Su tamaño y su carácter tienen un efecto demoledor en un hombre acostumbrado a mandar y a ser escuchado. El miedo físico lo atenaza y es incapaz de ofrecer la mínima resistencia a ser drogado. Cualquier cosa es mejor que enfrentarse de nuevo a semejante bestia.

Una vez dormido, atado e introducido en el maletero del coche, deciden echar a la carta más alta quién se quedará sin ir esta vez, porque Juan se niega a quedarse solo de nuevo. Y los demás tampoco quieren perderse el desenlace. Ha sido mucho esfuerzo y mucho tiempo el que han invertido en esta aventura como para no participar en el final. Cuando Andrés saca un cuatro que lo condena a quedarse en casa para seguir las noticias por la televisión se consuela pensando que tampoco estaba siendo su mejor día, y que quizá sea mejor así.

Los otros tres se acomodan en el coche y no pierden más tiempo. Les espera un largo trayecto hasta la carretera de Valencia. Paco conoce un área de descanso que terminará de despistar a la policía, cuando encuentren al político perdido en una carretera en medio de ningún sitio. El plan está pensado hasta el final, y de momento está funcionando más o menos bien.

Cerca de dos horas más tarde llegan al lugar acordado. Y es cierto que es tan perfecto como Paco había prometido. Un descanso para los viajeros madrileños que se dirigen a la playa siempre abarrotado en los viernes de buen tiempo, pero apenas visitado esporádicamente por camioneros somnolientos que no aguantan hasta el siguiente restaurante el resto de los días de la semana. Son las doce de la noche y no encuentran ni un alma que perturbe sus intenciones.

La operación se realiza con gran celeridad. A pesar del peso de Laredo y de la edad de sus secuestradores, entre los tres consiguen sacarlo del maletero y depositarlo en el suelo. La falta de miramientos con el fardo facilita la labor, aunque Laredo podría notar las consecuencias en los próximos días. Será el menor de sus problemas.

—¿Lo dejamos atado o lo soltamos? —pregunta Miguel mientras termina de arrastrarlo hasta dejarlo debajo de un chopo.

—¿Cuánto le queda de sueño? —contesta Juan con una pregunta dirigiéndose a Paco, el experto.

—Unas dos o tres horas. Desde luego no menos.

—Pues entonces yo lo soltaría, no vaya a ser que cuando se despierte le pase algo y entonces sí que nos metamos en un lío. Yo estoy convencido de que la policía no va a poner mucho empeño en encontrar a una banda que ha secuestrado a un político chorizo que no ha sufrido ningún daño. Pero no sería lo mismo si se nos muere por el camino —opina Juan.

—Yo estoy de acuerdo —añade Paco.

—Por mí no hay problema —dice Miguel sacando una navaja del bolsillo y cortando las cuerdas, mientras mira a Laredo con verdadero desprecio—. Sólo faltaba que este cabrón siguiera jodiéndonos la vida también después de morirse.

Y así, debajo de un altísimo chopo, iluminado apenas por la tenue luz de la luna, el cuerpo rechoncho de Laredo descansa de medio lado. Sus captores no se han preocupado demasiado de su comodidad, y el político corrupto está condenado a acabar con la cara contra el suelo antes de que amanezca. Sólo la intervención, no se puede decir que rauda, de los dos guardias civiles escondidos que han observado toda la escena impide que el político despierte comiendo tierra. Uno de ellos, siempre con ganas de chanza, lo lamenta:

—Teníamos que habernos retrasado un rato más. Lo mismo se hubiera dado con esa piedra y se hubiera escalabrado aunque sólo fuera un poquito. Lástima.