Capítulo 2 - CHICA

Haro, La Rioja, 15 de julio de 2012.

 

 

El pueblo riojano de Haro entretiene sus mañanas de domingo como tantos otros lugares. La salida de misa se convierte en una excusa para que practicantes y agnósticos recorran sus calles en forma de herradura entrando y saliendo de tantos bares como encuentran en su camino. Las conversaciones se van animando a medida que el rioja va inundando sus espíritus, para caer después, lentamente, en una modorra satisfecha que vacía los bares poco a poco, sin prisa, con la misma quietud y la misma pausa con la que se ha preparado el guiso que los espera para almorzar.

La tarde se desliza por igual en todos los hogares. Y de nuevo la lentitud se apodera de todos los espíritus holgazanes de fin de semana. Nada nuevo en la monótona rutina de ciudadanos de toda índole. Ni en el sofá donde dormita el médico que aún ha de terminar una guardia vespertina, ni en la enorme cama con dosel en la que la mujer del alcalde sueña con ascender un peldaño más, ni en los asientos del coche patrulla donde una pareja de civiles vigila sin mucho entusiasmo y sin mucho que vigilar. En ninguna parte se sospecha que toda esa tranquilidad tiene fecha de caducidad.

Y menos aún que en ninguna parte en casa de los Laredo. Matrimonio desigual en lo que atañe a la edad y más que similar en lo que respecta a la ambición, aprovechan a menudo el café que sigue al postre de los domingos para echarse en cara todo el rencor acumulado durante la semana. Él es hombre de unos cincuenta años, entrado en kilos conseguidos a base de opíparas cenas y escasísimo esfuerzo físico. Disimula sus cada vez más acusadas entradas con sobredosis de gomina y tinte oscuro. Ella es una explosiva mujer de más de treinta, que intenta aparentar poco más de veinte y que cumplirá cuarenta antes de lo que cree. Sus operadas formas escapan por su escote en un gracioso bamboleo siempre que se enfada. Y una vez más, está enfadada. Con su marido y con sus compañeros de partido:

—No me puedo creer que te vayan a hacer esto. Me voy a morir de asco en este pueblo. Tus compañeros son unos cerdos que no piensan más que en hacerle la pelota al “señor presidente” —masculla con tono irónico las últimas palabras, entrecomillándolas con los dedos—. Unos hipócritas que te soban el lomo en cuanto apareces por Madrid, que te deben más de un favor y más de dos, pero que no te quieren ni ver por allí. Y yo estoy hasta el moño de pasarme los domingos sin salir de casa, muerta de vergüenza de que todos sepan que me quiero ir y no puedo.

 

Es la misma retahíla de los últimos meses. La misma queja producto de la frustración que ya apenas surte efecto en su marido. La escucha como quien oye una tormenta lejana, sintiendo que va a haber más ruido que agua, pero que provoca un desasosiego que se queda a pasar la tarde como una mala digestión. No se puede hacer nada por evitarlo, así que ya ni lo intenta. Pero, quizá por inercia, por esa costumbre de decir la última palabra, contesta, sin apenas apartar la vista del periódico:

—A lo mejor es que te has pasado de lista haciéndoles creer a todos que ibas a vivir en la Moncloa.

—A lo mejor es que es lo que me hiciste creer tú, y es verdad que yo fui tonta y me lo creí. Y mírame cuando te hablo, Sebastián, coño.

—No te pongas ordinaria, cariño, que ya no te pega —contesta Laredo con chulería, pero levantando la cabeza para mirar a su mujer— ¿Qué quieres que haga yo? Hay que esperar a que pase algo de tiempo, que todavía está muy reciente la última vez que me sacaron en el telediario por esa tontería del polideportivo. Hay que dejar que la gente se olvide de mi nombre, del caso e incluso del pueblo y entonces, más pronto que tarde, me llamarán. ¿Es que no lo entiendes? ¿Cuántas veces tengo que explicártelo?

—Las que haga falta. Porque yo lo que veo es que tus compañeros de partido, y los que no son tus compañeros, están tan tranquilos en sus despachos sin tener que disimular ni media. No tienes más que oír a la gente para ver cómo está el patio. Y nosotros somos los únicos, por cosas mucho más pequeñas, que estamos pagando el pato. Pues tienes razón. No lo entiendo.

—Y dale. Cada uno tendrá que asumir en su momento las consecuencias de sus actos. Si los demás no se dan cuenta de que no se puede estirar tanto la cuerda es su problema. Yo no tengo intención de volver a pisar la cárcel ni de quedarme sin todo lo que tanto esfuerzo me ha costado conseguir. Para ti es fácil ponerte exigente porque acabas de llegar, pero yo llevo muchos años esperando para cagarla ahora. ¿Lo entiendes de una vez?

La mujer no responde. Hace como que ayuda a la asistenta a recoger la mesa, pero estorba más que nada. Va y viene de la cocina al comedor sin llegar nunca a ningún sitio, como un animal enjaulado que ya no lucha por buscar una salida. Al final se aleja de su marido, pero no se irá sin una última puya:

—Con ese plan tan cojonudo llevamos esperando media vida. Y dentro de unos años lo mismo perdemos las elecciones y nos quedamos con un par de narices. Sin catarlo siquiera. —Y, subiendo las escaleras hacia los dormitorios, se gira para terminar—. Pero tú sigue ahí, esperando como si no fuera contigo mientras los que te metieron en todos esos líos se frotan las manos con tu acojone.

Laredo la ve subir y desaparecer con alivio y en silencio. Y sólo cuando se sabe a salvo de sus reproches se atreve a suspirar, poniendo su particular punto final a la discusión y volviendo a su periódico y a su rutinaria tarde de domingo:

—Qué coñazo, por Dios.