Capítulo 32 - JUEGO

San Lorenzo de El Escorial, 25 de agosto de 2012.

 

 

Juan vuelve a San Lorenzo sin saber muy bien cómo. Sabe de memoria el camino y no necesita excesiva concentración para recorrer los escasos kilómetros que lo separan de su casa. Y probablemente esa misma inercia que es un peligro en sí misma sea la que lo salva la vida, porque en el estado en el que se encuentra es incapaz de tomar decisiones. Todo lo hace por instinto. Salir de casa de Merche sin apenas despedirse, subir al coche, ponerse el cinturón, encender el motor, poner el intermitente y salir de aquella urbanización en la que nunca había estado y que ya nunca podrá olvidar.

Al llegar al pueblo, el coche decide ir a casa de Paco. No está en los planes que él aparezca por ahí, pero se da cuenta de que no puede esperar para hablar con Andrés, que en estos momentos está de guardia con Laredo. Si se enteran sus amigos está seguro de que no van a alegrarse demasiado, pero no es él el que toma las decisiones. Ha delegado en su coche los pasos que tiene que dar y no tiene ánimo ni siquiera para discutir. Y así las cosas, se presenta ante la puerta, llama al timbre y está a punto de provocar una crisis nerviosa en el maltrecho ánimo de Andrés.

—Pero, ¿te has vuelto loco? ¿Qué haces tú aquí? —pregunta cuando recobra el habla que ha perdido por el susto.

—La verdad es que no lo sé. Pregúntale al coche —contesta Juan de forma absurda mientras entra en la casa empujando suavemente a Andrés, que no opone mucha resistencia para impedirlo.

—¿Qué dices? ¿Estás borracho? ¿A estas horas? ¡Lo vas a echar todo a perder! —casi grita Andrés completamente fuera de sí, siguiéndolo al interior de la casa —Como se enteren Paco y Miguel la vamos a tener…

Juan estalla. Ya no soporta más la tensión de los últimos días y la sorpresa de las últimas horas. Y no le importa terminar con el asunto en ese mismo momento. En cualquier caso, todavía no siente que sea él el que toma las decisiones. Sigue dominado por una fuerza superior, no sabe si fruto del miedo, de la rabia o simplemente del desconcierto.

—Me importa una mierda lo que diga Miguel. Ya no tengo ninguna duda de que ese cabrón se ha aprovechado de nosotros. Así que no sólo no me importaría que se presentara de repente, sino que lo estoy deseando.

Andrés vuelve sus pasos para cerrar la puerta. Al hacerlo, asoma medio cuerpo echando un vistazo a ambos lados, sin darse cuenta de que ese simple gesto delataría a cualquiera. Ya en el interior, no puede evitar sujetar a su amigo por el brazo y preguntarle con gesto abatido:

—Entonces, ¿no está enfermo? —pregunta Andrés sin ánimo ya de discutir con su amigo.

Juan no contesta de inmediato. Se sienta en una butaca del salón y resopla tres veces muy lentamente. Después levanta la cabeza y niega con un gesto mientras responde:

—No tengo ni idea. La verdad es que no tengo ni idea. Y además me importa un carajo. Bueno, no. Ojalá lo esté y se muera pronto. Así no tendré que matarlo yo, porque a mí ésta me la paga, vaya que si me la paga —Juan se va calentando por momentos—. A mis años, hay que joderse, nos hemos dejado engañar como parvularios.

—Pero, explícate, ¿qué has descubierto? —insiste Andrés.

—¿Que qué he descubierto? Pues he descubierto que no somos más tontos porque no entrenamos, que Miguel es un hijo de puta que nos ha tomado el pelo y que se ha aprovechado de nosotros sólo para vengarse del amante de su exmujer —escupe más que contesta Juan. Pero Andrés entiende cada vez menos:

—¿Merche? ¿Qué tiene que ver Merche con todo esto? Si hace un siglo que se divorciaron…

—Ya, seguramente, pero por lo que se ve las heridas que se hacen con los cuernos tardan mucho en cicatrizar.

—No entiendo nada, pero creo que tienes una larga historia que contarme —claudica Andrés mientras se sienta resignado en el sofá del salón—. Creo que voy a dejar de hacer preguntas absurdas y tú me cuentas lo más tranquilamente que puedas todo lo que has descubierto. En cualquier caso, por lo que dices ya todo da igual.

—No lo sabes tú bien. Completamente igual, salvo que seguimos metidos en un buen lío. Pero antes de entrar en materia, con tu permiso, me voy a poner un whisky del bueno que tiene Paco por aquí —contesta Juan mientras se levanta y empieza a rebuscar en el mueble bar.

Y para prepararlo se toma su tiempo. Busca en la surtida despensa alcohólica de Paco, selecciona el más caro, da un paseo tranquilo hasta la cocina en busca de un vaso, se sirve dos o tres hielos y, con mucha parsimonia, un buen chorro de la botella que no ha soltado ni un momento. Sin embargo, en cuanto el vaso está lleno acaba con el ritmo cansino y lo lleva directamente al estómago sin pasar apenas por el gaznate. El cuerpo le tiembla por completo y Juan tarda un tiempo en reaccionar. Cuando lo hace, un sonoro suspiro dibuja por fin una triste sonrisa en su rostro. Y entonces vuelve la calma, mira a Andrés que no se decide a atravesar la puerta de la cocina, y repite la operación de escanciado con la misma tranquilidad que al principio. Pero esta vez, cuando ha terminado de servir el vaso, se sienta en el taburete de la encimera y se limita a mover el vaso en su mano, mientras observa los hielos girar, quizá buscando en ellos una solución. Y entonces comienza su historia, a media voz, como si narrara un cuento a una audiencia silenciosa y quisiera captar su atención. Y sólo entonces Andrés se decide a entrar en la cocina, sentarse enfrente de él y servirse también él un vaso de whisky.

—Cuando Miguel se separó de Merche, como sucede casi siempre, hubo una tercera persona. Yo en su momento no tuve ni idea, ni lo he sabido hasta hoy, aunque esas cosas siempre se suponen. Miguel nunca habló del tema, pero precisamente ese silencio es lo que hacía más sospechoso el asunto. Yo no recuerdo mucho de aquella historia, pero me suena haber hablado con Paco y creo recordar que hubo lío de cuernos. Bueno, ahora no tengo ninguna duda, claro.

—¿Te lo ha contado Merche? —interrumpe Andrés. Pero Juan levanta la mano con la que da vueltas al vaso, y levantando el dedo índice, pide paciencia y silencio.

—No ha hecho falta, sólo lo ha insinuado. De hecho, Merche daba por hecho que yo estaba al tanto de todo, hasta que la cara de tonto que se me ha quedado le ha convencido de lo contrario.

—¿Y tú crees que Miguel lo sabía? Y en cualquier caso, ¿qué tiene eso que ver con nosotros?

—No tengo ninguna duda de que lo sabía. Y tampoco tengo duda de que con todo este lío lo que quería era vengarse de él. Y tampoco la tendrás tú cuando sepas quién es el pájaro del que estamos hablando.

—Vamos, arranca, ¿quién es? —casi suplica Andrés.

—Luis Hurtado.

—¿Luis Hurtado, el político? —pregunta Andrés sorprendido mientras deja el vaso en la mesa— ¿el que…?

—El que aparece en la lista dichosa de internet. El que tenemos nosotros en nuestra lista de espera para darle un susto en cuanto terminemos con Laredo. El que seleccionamos aunque fuera de aquí cerca para despistar a la policía, según dijo Miguel. El que se forró en los años ochenta construyendo chalets en la falda del Abantos parece ser que haciendo negocios precisamente con nuestro amigo Miguel. Ese mismo. Luis Hurtado.