Capítulo 16 - JUEGO
El Escorial, 23 de agosto de 2012.
—Pues muchas gracias por traerme, Juan, me has hecho un gran favor, porque la verdad es que me he pasado con la compra y ya no tiene uno edad para ir cargado como un burro.
—De nada, hombre, de nada. La verdad es que no te estoy haciendo un favor. En realidad, Andrés, es que quería hablar contigo.
Andrés no puede evitar dar un respingo. Echa un vistazo rápido a su alrededor para asegurarse de que nadie ha oído nada y contesta:
—Pero qué dices. No será del tema, ¿no?
—Sí, es del tema. Y tengo que hablar contigo. Por eso ahora me voy a bajar contigo del coche, te voy a ayudar a meter las bolsas en casa y me vas a invitar a una cerveza, la cosa más normal del mundo, no te pongas paranoico, ni te dejes arrastrar por las paranoias de Miguel, ¿vale?
—Me estás asustando. Habíamos dejado bien claro que nada de cambios en nuestras costumbres, y menos a la vista de todo el pueblo. No me gusta nada que incumplamos lo que tenemos acordado. Y menos en estos momentos, con el río todavía tan revuelto.
—¡Pues no hables más aquí ni en la calle y déjame entrar de una vez, coño! —contesta Juan entre dientes mientras intenta disimular una sonrisa.
—A la mierda —se aviene Andrés de mala gana— baja y entra rápido en casa.
Los dos amigos salen del coche aparentando tranquilidad y estar de buen humor. Andrés saca las bolsas del maletero mientras Juan hace ademán de cogérselas.
—No, hombre, yo las llevo, faltaría más —exagera Andrés.
—Déjame llevar alguna —continúa Juan, intentando disimular los nervios.
Cruzan la cancela de la casa de Andrés cargados a partes iguales. El dueño del pequeño chalet va delante abriendo camino y jurando entre dientes. Su amigo le sigue con la cabeza gacha y mirando furtivamente a su alrededor. Cualquier intento de aparentar normalidad ha sido un fracaso.
Ya en el interior, dejan las bolsas en la cocina y Andrés se encara con Juan:
—¡Estás tonto! ¿Desde cuándo me has ayudado tú a traer la compra? ¿Tú has visto cómo nos miraban? Joder, parece que no los conoces, ya deben estar sacándonos cantares, parecíamos dos mariquitas de película americana que acaban de decidir salir del armario durante su jubilación en Florida. ¡No me jodas, hombre!
—Deja de exagerar y sácame la cerveza fría que me has prometido.
—Eso, encima cachondeo. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Está saliendo todo perfectamente y lo tienes que joder ahora?
—Quieres dejar de gritar, que al final te van a oír. Sácame una cerveza, hombre, que al final te he traído casi toda la compra. Y déjame que te explique, que al final me vas a entender.
—Me extrañaría.
Pero al final ha de darle la razón. Entre una cerveza y otra, Juan va explicando a su habitual compañero de mus lo que ha descubierto. Y a ninguno de los dos le gustan demasiado las novedades que presenta su caso:
—Si en realidad se veía venir, y lo que pasa es que me estoy empezando a temer que hemos sido unos pardillos y que nos han hecho todo el lío. Mira, ¿no notas que hay algo que está cambiando? Sí, es verdad que el primer día se nos echaron todos los medios encima, y tanto periódicos como radios y televisiones nos pusieron a caer de un burro, todos bastante hipócritas, por cierto.
—Arranca de una vez, Juan —se impacienta Andrés.
—Bueno, pues si te fijas entre los medios, se está produciendo una cierta metamorfosis y que ya no somos el mismo demonio, e incluso algunos medios nacionales empiezan a mostrar cierta simpatía, aunque no se atrevan a alabarnos directamente, por la misma hipocresía de antes…
—Que sí, ¿y qué?
—Pues que, con todo este revuelo, y las mil y una interpretaciones que se hacen constantemente del secuestro, ha aparecido una página web que medio en coña medio en serio, propone una lista de los próximas probables víctimas, en un juego bastante morboso y de mal gusto que todo el mundo está rechazando, por supuesto, después de mirar con detalle la dichosa lista.
—Sí, lo sé. Vamos, algo he oído, pero procuro no prestar mucha atención cuando se habla del tema, para no parecer sospechoso. Es una tontería, lo sé, pero no puedo evitarlo. El caso es que no le veo el interés a la lista esa —contesta Andrés.
—Hasta ahora —remata enigmático Juan.
Y diciendo esto saca de su bolsillo una lista escrita a mano con diez nombres.
—¿Quiénes son éstos? ¿Los candidatos de la web?
—Tú lo has dicho, no he querido imprimirlos por precaución, y en cuanto veas la lista nos desharemos del papelito, pero tienes que echarle un ojo a la lista.
—Creo que en realidad no deberías ni haber mirado esa web. Ya sabes que cualquier rastreo podría ser sospechoso…
—Claro, y van a rastrear a los miles de visitantes que tiene la página cada día, no me fastidies tú también con la paranoia de la red —Juan se toma un respiro y continúa—. Mira, entiendo que no podemos poner en Google que nos diga dónde viven nuestros próximos objetivos, pero consultar esa página no creo que sea nada peligroso. Pero, bueno, por si acaso, y porque sabía lo que me ibas a decir, no la he impreso, la he copiado a mano.
—Bueno, y ¿por qué es tan importante?
—Échale un vistazo y dime si te llama la atención alguno. Aunque te sonarán casi todos, claro. Son la élite de los sinvergüenzas en España. Por eso me siento tan tonto, porque era obvio desde el principio.
—Déjame ver.
Andrés coge la lista de la encimera mientras Juan apura su cerveza. Sus ojos se mueven con avidez siguiendo los nombres por la hoja mientras sus labios apenas se mueven al leerlos. De repente, tanto sus ojos como sus labios se detienen, vuelven sobre sus pasos y Andrés ya no lee más. No hace falta. Levanta la cabeza para mirar a su amigo y sus miradas se cruzan sin necesidad de más palabras. Ahora también para Andrés empiezan a encajar algunas piezas que ni siquiera sabía que faltaban.
—Pero este Hurtado es el de aquí, el que fue diputado autonómico, el que se hizo un chalet que te mueres en las faldas del Abantos en cuanto pudo después del incendio, el…
—El que era amigo de Miguel, sí, ese —termina Juan la frase.
Andrés deja caer su escaso peso sobre el taburete de la cocina. Sus manos sujetan la cabeza como si su cuerpo no pudiera con las proporciones del descubrimiento. Durante unos segundos no varía su postura, y su amigo respeta este pequeño duelo por la inocencia perdida. Todavía no es momento de darle la puntilla.
—Entré en la página web por aburrimiento. Una de esas tardes en las que no hemos quedado para jugar para disimular un poco, para que se nos viera dando una vuelta por el pueblo tal y como dijimos. Después de dar un largo paseo, de dejarme ver por la lonja del Monasterio, por la calle Floridablanca y por todo San Lorenzo, decidí tomarme un chocolate con picatostes en el Miranda. Allí me senté en la terracita a disfrutar del fresquito de la tarde, sentándome en la mesa que más se viera, porque ya sabes que a esas horas no sólo pasea todo el pueblo, sino que yo creo que viene gente de otras provincias, todos arriba y abajo como antes de la guerra.
—Venga, al grano —lo apremia Andrés.
—Ya voy, ya. En la mesa de al lado se sentaron una pareja de unos cuarenta años, que después de una aburridísima conversación sobre su penosa situación financiara empezaron a comentar lo del secuestro. Estaban encantados. Se empezaron a animar y a hablar más alto y ya no tuve que hacer ningún esfuerzo por escucharlos. Se reían y deseaban que fuera el primero de muchos. Decían cosas como que ya era hora de que alguien se atreviera a hacer algo efectivo, y dejarse de escraches y esas mandangas. En ese momento el chico le preguntó a ella si había visto lo de la página web. Ella no sabía de qué le hablaba y así pude enterarme yo, que hasta entonces no había oído a hablar de ella. Él le explicó que se trataba de una de esas webs irreverentes que no respetan nadie, y que de hecho empezaban la lista con los políticos más conocidos, aunque algunos no hayan estado nunca metidos en líos de dinero. El robar se les supone, como antes el valor a los soldados. El caso es que después incluían una lista de secuestrables, un número casi infinito de chorizos de todo pelo y condición que deberían recibir un escarmiento, según la página web.
—Y dijeron algunos nombres, claro.
—No, no. Cuando volví a casa, me picó la curiosidad, así que entré en la página más por curiosidad que por ahorrarnos trabajo para la próxima, si es que volvíamos a meternos en otro lío como éste, y ahí fue como me caí del guindo. Nada más ver el nombre fue como si hubiera visto la luz. Todo estaba claro como el agua. Y en el reflejo del ordenador, te juro que vi la cara de tonto que se me estaba poniendo. Entonces empecé a atar cabos.
—¿Y? —pregunta Andrés con una simple letra que quiere decir muchas cosas a la vez.
—Miguel conoció a Hurtado a finales de los setenta o principios de los ochenta. Miguel ya sabes que se había venido a vivir aquí de chaval. Siendo muy pequeño a su padre lo destinaron a Madrid, pero viniendo de un pueblo de Navarra no pudo soportar tanta gente, tanta contaminación y tanto atasco. Así que se subieron a vivir a la sierra y aquí ha pasado Miguel toda su vida. Cuando empezó la fiebre constructora, cuando todo el mundo parecía necesitar una segunda vivienda en la montaña para poder respirar, aunque sólo fuera los fines de semana, o cuando no podían soportar ser los únicos del barrio sin hacer barbacoas los domingos, entonces conoció a Hurtado. Nada original. Uno de esos cabrones que se hicieron de oro vendiendo parcelas después de la oportuna recalificación. Ya sabes cómo funcionaba esto por aquella época. Bueno, como ahora, pero sin disimular. Se compraban unos terrenos no urbanizables a precio de saldo, y después de pasar por el despacho del alcalde entrando con un maletín y saliendo con unos planos, los terrenos valían diez veces, cien, mil veces más de lo que habían pagado por él. Fácil, sencillo, casi limpio.
—¿Y tú lo sabías? —pregunta Andrés acusador.
—Miguel siempre hablaba mal de él, pero nunca nos contó nada sobre su relación con él. Era obvio que se conocieron de jóvenes, pero me temo que hay mucho más. Yo no tenía ni idea de la cantidad absurda de dinero que tiene el tal Hurtado, y por eso nunca se me hubiera ocurrido incluirlo en la lista. Pero sobre todo no tenía ni idea de que Miguel hubiera llegado a hacer negocios con él.
—¿Y ahora cómo lo sabes?
—Bueno, ahora lo supongo. Porque eso no es todo. Aún hay más, Andrés.
—¿Qué más puede haber? Tus sospechas son las mismas que las mías, es demasiado evidente. Nos ha hecho todo el lío para vengarse de un… individuo que se la jugó a él hace muchos años. O algo por el estilo, porque la verdad es que Miguel nunca nos ha contado bien lo que pasó. Y yo no sabía que el tal Hurtado se había hinchado a ganar dinero… Bueno, no sé de qué me sorprendo, son todos iguales.
—Unos peores que otros. Después de aquella juerga padre que debió ser esa época, Luis siguió con sus negocios. ¿Recuerdas el incendio del Abantos? Pues poco después no sólo se construyó un chalecito estupendo, sino que toda la urbanización que apareció de la noche a la mañana justo en el lugar del incendio es suya. Te puedes imaginar la de dinero que pudo hacer ahí.
—¡Qué cabrón! ¡Si casi queman el monte entero! —se lamenta Andrés todavía sin levantar la cabeza.
—Y ahí puede estar el motivo de la venganza de Miguel. Ya sabes que para él la montaña es sagrada.
—Joder, y para mí. Pero no por eso meto en un berenjenal semejante a mis amigos, engañándonos para vengarse.
—Te he dicho que aún había más —insiste Juan.
—Dímelo ya, me da igual todo.
Juan duda. Su amigo está demasiado abatido y la noticia que le va a dar le va a hacer más daño todavía. Pero ya no hay vuelta atrás. Da un largo trago a la cerveza, se acoda en la encimera y mira fijamente a Andrés. Éste no le rehúye la mirada y espera pacientemente, sin ganas ni fuerzas para insistir.
—Lo de que se va a morir creo que también es mentira.