Capítulo 5 - GRANDE

San Lorenzo de El Escorial, Madrid, 19 de julio de 2012.

 

 

El tráfico que circula por la carretera que rodea el Monasterio del Escorial es incesante durante todo el día. Por la mañana, vehículos cargados de turistas, de veraneantes o de locales yendo al trabajo se encuentran en las calles del pueblo con urgencias diferentes, pero urgencias al fin y al cabo: visitar toda la localidad en menos de cuatro horas, llegar pronto a la piscina con tiempo suficiente para elegir la mejor sombra o entregar los más variados pedidos en los más variados negocios.

El ruido y las prisas son relativamente llevaderos durante esas primeras horas del día, cuando la temperatura aún no ha alcanzado niveles excesivos y bajar la ventanilla proporciona una agradable sensación primaveral. Pero el paso de las horas trae consigo el verdadero verano y el sol va caldeando las centenarias piedras y con ellas el ambiente que rodea al tráfico.

Los coches continúan arracimándose para cruzar bajo el arco de medio punto que une el Monasterio con la universidad que regentan los padres agustinos cuando la tarde entra en su esplendor.

Ajenos a este ajetreo, cuatro jubilados se sientan a la mesa donde ya tienen preparados sus bebidas talismán. Miguel siempre juega con una copita de pacharán. Sus orígenes navarros se revelan en este asunto tanto como en su corpulencia. Andrés, el mayor, prefiere un orujo de hierbas traído especialmente de Galicia, tal y como lo hacían en el bar donde empezaron sus partidas. Paco, el anfitrión, no renuncia a la cerveza fría haga el tiempo que haga y Juan, fiel a su consigna de no tener ataduras, tampoco las tiene en este punto, y es el único que varía, desde whisky con hielo hasta Coca-Cola light. Pero nada más en aquella tarde es como las demás. Ni siquiera empiezan a repartir las cartas.

Miguel coge la baraja y baja la cabeza. Es obvio que tiene algo importante que contarles y no sabe cómo empezar, mientras baraja incesantemente pero no hace amago de repartir. Los demás respetan silenciosamente, pues entienden que deber de tener relación con lo que les dijo la semana anterior. Y así es.

—Ayer pensé que me daba un infarto —confiesa.

—¿Qué pasó? ¿Dónde? ¿Qué hiciste? —las preguntas sin orden van bombardeándolo.

—¿Por lo de los chorizos de los políticos? Pues sí que te ha dado a ti fuerte —Paco siempre ha sido el más cínico de los cuatro. Antiguo militante de Alianza Popular, su desengaño de la política no le ha hecho cambiar de bando, pero no comulga con ruedas de molino, “porque ya no tengo edad de creer en los Reyes Magos”. Su posición económico-política es sin embargo muy clara: que cada cual se busque los cuartos como mejor pueda. Y su razonamiento, para él irrefutable: todo el mundo se queja de que los políticos no son de fiar, pero algunos prefieren que sean ellos los que decidan casi todo. Para Paco, esa extraña paradoja no tiene sentido, y su liberalismo económico no puede aceptarla.

—No os preocupéis. Ni siquiera fui al médico. Fue sólo que durante un par de segundos pensé que me daba. Me alteré muchísimo por una estupidez, y por un momento, pensé que era el final. Pero fue paranoia mía, no tuve ninguno de los síntomas ni nada parecido, fue sólo que se me pasó por la cabeza.

—¿Y qué te hizo alterarte tanto? Si se puede saber, claro —pregunta Andrés.

—Una estupidez, ya os lo he dicho. Una discusión con un socorrista de la piscina que, no sé por qué, me sacó de mis casillas.

—Pero si tú no te has bañado en tu vida, Miguel —se burla Juan.

—Ya, pero no fue por eso. Aunque ya os he dicho que fue por una estupidez. Lo importante de la historia es lo que me hizo sentir, no lo que pasó. La piscina cierra a las nueve, ¿no? Pues yo salía cuando todavía no eran las nueve, y el socorrista me adelantó justo en la puerta. No sé por qué, me tocó mucho las narices, y entonces le dije al vecino de al lado, sólo para que me oyera: “espero que no se ahogue ningún niño en estos momentos, porque no son horas”. No se dignó a decir ni pío, pero, cuando se subió al coche donde le esperaban sus amigos, me grita, mosqueadísimo, enseñando el reloj del móvil y a voces: “son las nueve y uno”. No me pude aguantar. Miré mi teléfono, comprobé que faltaban dos minutos para las nueve, me acerqué al coche y se lo enseñé. Y le dije: “si quieres un horario de funcionario, estudia un poquito y sácate una oposición, majete”.

—¿Pero a ti qué más te da a qué hora se va el socorrista, hombre? —vuelve a preguntar Andrés.

—A mí me importa un carajo a qué hora se va el socorrista, por mí como si no hay. No me baño apenas y no tengo nietos que vigilar. Es la actitud. Es la rabia que me dio que acabas de oír en las noticias el número de parados y después te encuentras con una juventud a la que le da todo igual. Pero tampoco es eso lo que me indignó de verdad. Uno ya está acostumbrado a eso como a tantas otras cosas, y por otra parte sabéis que siempre he pensado que las generaciones de viejos como nosotros siempre se quejan de las nuevas, así que supongo que es parte de la naturaleza humana. Pero lo que me sacó de mis casillas, lo que me llevó a pensar que me estaba cabreando demasiado fue pensar en la pasividad de todo el mundo, lo que os decía el otro día. Este chico actúa así porque sabe que no pasa nada, que ningún vecino va a protestar, que, aunque alguno proteste, porque le pille un día de mala leche y se encuentre con el administrador de la urbanización, va a seguir sin pasar nada.

—Pero, ¿qué quieres que haga la gente? Viene aquí de vacaciones, le apetece descansar de todas sus historias y sus discusiones con el jefe o con su mujer. No van a empezar a discutir con el socorrista – intenta razonar Andrés de nuevo.

—Ya lo sé, hombre. Es sólo un ejemplo. Pero es que con la excusa de que estamos descansando, o con la historia de yo no puedo hacer nada, nadie hace nada, y eso es lo que me sublevó tanto. Es lo que hablábamos la semana pasada. Nunca pasa nada.

—Y si pasa, se le saluda, decían en mi pueblo —bromea Juan.

Nuevas miradas de desaprobación reciben a Juan y sus casi siempre inoportunos chistes. Tanto Andrés como Paco se dan cuenta de que algo no va bien con su amigo, aunque todavía están lejos de imaginar qué puede ser. El farmacéutico intenta comprender un poco más:

—Pero, entonces, ¿cuál es el problema? ¿la juventud y su mala cabeza? ¿la crisis y sus parados? ¿los políticos y sus nefastas decisiones?

—Con lo último te vas acercando. Pero no son sus decisiones. Hemos hablado un montón de veces de política y casi siempre me he mantenido al margen. No comparto el liberalismo casi salvaje de Paco —Miguel hace un gesto para no dejarse interrumpir por un pequeño gesto de protesta de éste— ni el cuasi socialismo absurdo de Andrés. No me interrumpas tú tampoco, que, si no, no acabo de contarlo. Es lo otro, la tomadura de pelo a la que nos tienen acostumbrados tanto unos como otros. No importa qué ideología digan que defienden cada uno. No hay más ladrones porque yo creo que ya no hay más que robar. Y yo creo que ya está bien. Y eso es lo que pasó ayer por la noche. Que creí que me iba a dar un jamacuco por una tontería, y cuando pensé en ello mientras cenaba solo en la cocina, pensé que había llegado el momento de hacer algo de una puñetera vez. Y como creo que no lo puedo hacer solo, os lo voy a contar a ver qué os parece, pero ya os aviso de que es ilegal. Y supongo que peligroso. Pero también os advierto de que lo voy a hacer solo o con vosotros, pero que a mí no me coge un infarto sin haber intentado hacer algo. Por éstas.

Y termina de hablar besando una cruz que forma con los dedos índice y pulgar.

El silencio se apodera de la mesa, de la terraza, de la casa, del pueblo. Se diría que el aire ha quedado paralizado ante la amenaza de Miguel. Cuando un hombre no tiene costumbre de ir de farol por la vida, cuando la gente no está acostumbrada a verle fanfarronear, y cuando nadie de su entorno le ha oído nunca una palabra más alta que otra, entonces el silencio que provoca una intervención de este cariz tiene otro timbre. No se mueve ni una hoja de las múltiples plantas de la terraza, y parece que tampoco en el resto de la finca.

Pasan primero unos segundos que parecen minutos, y después unos minutos que parecen horas. Por fin, Andrés se atreve a comentar:

—Entiendo que no es una coña, ¿no?

—¿Tengo cara de estar de coña?

—La verdad es que no. Era por asegurarme.

Juan se levanta de la mesa. Se asoma a contemplar la finca con aire pensativo y no se da la vuelta en un rato largo. Cuando por fin lo hace, habla muy serio:

—Conmigo no cuentes. No me he pasado toda la vida haciendo lo que me ha dado la gana, sin comprometerme con nada ni con nadie, para acabar los próximos años en la cárcel por un cabreo de este tipo. Creo que no merece la pena. Yo también estoy hasta el gorro de tanto chorizo, y lo mismo si me pilla más joven me lío la manta a la cabeza. Pero ahora no. Así que os agradecería que diéramos cartas, y que, si tenéis que comentar algún tipo de maniobra delictiva, lo hicierais en otro foro, porque yo vengo aquí a relajarme. Prefiero no saber de qué se trata. Intuyo por el gesto que pones y por los años que tenemos que no se trata de una niñería, y porque te conozco desde hace muchos años entiendo que no es un órdago a grande con dos pitos.

Ahora ninguno sabe qué decir. Miguel esperaba esta reacción de alguno de sus compañeros de cartas, pero, quizá por su mayor juventud o por desenfado ante la vida, del que menos podía esperar una negativa era de Juan. Permanece impasible mirando al horizonte, la finca, la casita del guarda, el Abantos al fondo, y allá en lo alto, en círculos como encerrado en un cubo de cristal, el vuelo de un milano buscando caza.

Andrés y Paco no dicen tampoco nada. Se miran uno a otro y a sus dos amigos alternativamente. Claramente no tienen una opinión definitiva.

Para Paco, por una parte, la intriga de saber qué trama Miguel es muy fuerte. No siente la animadversión al sistema que puede tener Andrés, pero también está muy harto de todo lo que viene pasando en el país desde los tiempos de la transición. El juguete a los nuevos niños ricos se les ha roto, pero no piensa mucho en ello. Quizá tiene razón Miguel y él es uno de los que están tumbados a la sombra del manzano. En cualquier caso, la curiosidad no le va a dejar pasar la oportunidad de saber qué pasa por la cabeza de su compañero de cartas.

Andrés, sin embargo, está más decidido a la acción. Militante de izquierdas de toda la vida, no juzga con la misma rigurosidad a los de uno u otro partido, pero también está cansado de tanta corrupción, tanto cinismo y sobre todo, tanta cara dura. Se muere por escuchar la propuesta de Miguel. Siempre hay tiempo para decir que no, pero, salvo que sea una locura tremenda y Miguel haya perdido completamente el norte, está dispuesto a dar un poco de emoción a su monótona vida de jubilado por una buena causa.

Ante las palabras de Juan y el silencio cauteloso de los otros dos compañeros, Miguel coge las cartas y las reparte para echar a suertes las parejas de la tarde. Le toca con Juan. Le sonríe, le invita a sentarse a la mesa y vuelve a dar cartas para sortear quién empezaba a repartir. Añade sin una sombra de resentimiento:

—Corrido y sin señas.

Y diciendo esto, le guiña un ojo a su compañero de la tarde.