Capítulo 18 - CHICA
Haro, La Rioja, 17 de agosto de 2012.
La actividad en el cuartel de la Guardia Civil no se detiene ni un minuto. Apenas son las nueve de la mañana y parece que nadie ha descansado para dormir. Las primeras horas después del delito son cruciales y todos quieren estar a la altura de las circunstancias en el que será sin duda el caso más importante de sus vidas. Alonso ha ido recogiendo toda la información sobre los avances de la investigación antes de dirigirse al despacho de Prado.
—¿Cómo ha ido lo de las gasolineras? —pregunta Prado a Alonso sin darle tiempo a atravesar el umbral de la puerta.
—A tus órdenes y buenos días a ti también —contesta Alonso siempre cerca del límite de lo disciplinariamente permitido—. Pues la verdad es que ha ido mal, vamos, que no ha ido, o sea, que no son tan novatos como pensábamos.
—O que tuvieron suerte y no necesitaron gasolina.
—O que no vienen de muy lejos —apunta Alonso.
Prado levanta la vista de los papeles que está revisando y mira Alonso como si lo viera por primera vez en su vida.
—Eso puede ser la primera cosa inteligente que has dicho en todo el mes, mira por dónde.
—Me lo tomaré como un halago, por tomarme algo.
—Déjate de historias —insiste Prado mientras se levanta de la silla—. Hemos dado por hecho que no eran delincuentes comunes y que no eran de la zona. Lo primero es obvio porque no piden el dinero para ellos, pero lo segundo no tiene por qué ser así.
—Es lo que digo yo —confirma su subordinado.
—Ya, ya. Pero yo tenía metido en la cabeza que eran de fuera. De hecho, estaba ya barajando tres regiones diferentes. Supongo que es por lo de los detalles lingüísticos que nos dijo el teniente.
—¿Lo del dinerico? —pregunta con sorna Alonso.
—Sí, lo del dinerico. Ya sé que no parece muy científico. Pero partiendo de la base de que son unos aficionados, no sería de extrañar que hubieran metido la pata ahí. Mañana vamos a hablar con unos expertos que nos ha recomendado en la universidad, pero mientras tanto estaba haciendo mis propias cábalas.
—Y las tres provincias elegidas como finalistas en el concurso de Miss Deje Extraordinario son…
—Pues precisamente las que no tienen deje extraordinario. Es decir, la meseta, básicamente.
—Vamos, media España —comenta desilusionado Alonso.
—Bueno, si así descartamos a la otra media, no está mal para empezar, ¿no?
—Joder, eso sí que es optimismo. No te pega nada.
—Me estaré haciendo mayor —contesta Prado. Y enseguida añade—. En marcha.
La investigación debe continuar profundizando en las entrevistas a los empleados del político secuestrado. El día anterior su mujer estaba demasiado alterada para consentir que la Guardia Civil continuara en su casa, pero parecía que los ánimos se iban calmando. O quizá no tuviera otro remedio que confiar en aquellos hombres que tanto la habían importunado la víspera. Sea como fuere, Prado y Alonso se dirigen de nuevo hacia el chalet de las afueras de Haro para volver a hablar con la muchacha latina que abrió la puerta a los secuestradores y con el chófer, también sudamericano, ya que son las únicas personas que pueden describirlos.
Al llegar a la casa ambos empleados estaban esperando su llegada. Los dos se encuentran bastante alterados todavía, pues apenas han transcurrido veinticuatro horas desde el secuestro. Los agentes deciden interrogarlos por separado y empezar por la mujer, que fue la que más tiempo pudo observarlos. Prado es el encargado de hacer las preguntas mientras Alonso graba la conversación y toma algunas notas adicionales.
—Vamos a volver a grabar la conversación, aunque eso suponga repetir algunas cosas, ¿de acuerdo? Vamos a ver, ¿su nombre completo es…?
—Marianela Ruipérez Acosta.
—¿Lugar de nacimiento?
—Ecuador.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en la casa?
—Casi tres años, señor.
—Muy bien. Antes que nada, recuerde que es muy importante cualquier detalle, por muy insignificante que le parezca. Quizá para nosotros pueda ser decisivo en nuestra investigación, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—Bien, veamos. Ayer por la mañana, a eso de las nueve y media, llaman al timbre tres hombres desconocidos y usted les abre la puerta. ¿Correcto?
—Sí, señor.
—¿No preguntó antes de abrir? ¿Es normal tanta confianza?
—Yo miré por la mirilla y sólo vi a uno de ellos. Era un señor mayor, bien vestido, y no me dio ningún reparo abrirlo. Lo siento —contesta la empleada llevándose las manos a la cara y comenzando a sollozar.
—No tiene por qué pedir disculpas, Marianela, y desde luego no tiene por qué pedírmelas a mí.
—Es que yo no podía saber… Era un señor mayor, con un buen traje, … y con una cara muy amable —se vuelve a justificar entre hipidos.
—Ya, ya, tranquila, mujer.
Prado intenta apaciguar los ánimos de Marianela mientras le hace una seña a Alonso para que le deje un pañuelo. Cuando parece que puede continuar, le pregunta:
—¿Qué aspecto tenía?
—No sé, normal. Aunque muy grande, ya se lo dije. Un señor de unos sesenta o setenta años. Yo soy muy mala para la edad de los españoles, no termino de acostumbrarme. Algunos parecen tan jóvenes…
—¿Tenía barba? ¿O bigote? ¿Algo?
—No, nada. Estaba un poco calvo, eso sí. Pero no mucho. Y el pelo que tenía era blanco.
—¿Y la ropa? ¿Tenía algo especial?
—No, tampoco. Una camisa así como gris, como marrón claro. No llevaba saco ni nada.
—¿Saco? —pregunta extrañado Prado.
—Americana. No se imagine cosas raras —contesta Alonso con tono de burla.
La mirada de reproche de Prado termina con su intervención.
—Continúe, por favor.
—No tengo mucho más que decir, ya se lo he dicho todo. Después estaba tan nerviosa que no me fijé en nada más.
—O sea, que de los otros dos no me va a decir ni siquiera cómo vestían —Prado no puede evitar empezar a perder la paciencia.
—Lo siento, lo siento, yo estaba muy nerviosa —solloza de nuevo la empleada de los Laredo.
—Tranquila, tranquila —ahora es Alonso el que intenta calmarla. Se sienta junto a ella y con un gesto le indica a su compañero que se aparte un poco.
—Verá, Marianela. Es Marianela, ¿verdad? Para nosotros es muy importante que pueda darnos cualquier detalle que le venga a la memoria, aunque a usted le parezca una tontería. Una vez cogimos a una banda que entraba en chalets a robar porque la dueña de la casa reconoció el olor de una marca de tabaco.
—Estos no olían a nada, lo siento, lo siento —repite como una letanía la mujer.
—Era sólo un ejemplo. Usted intente recordar algo, si tenía una muela de oro, si ceceaba, si cojeaba un poco, si se llamaban entre ellos de usted o de tú, si tenían algún acento raro, si eran amables…
—Eran muy amables, la verdad. Eran señores muy educados que nos trataron con muchísima elegancia a Edgar y a mí, pero al señor lo trataban casi a patadas. Parecían muy enfadados con él, como si les debiera dinero…
—¿Qué le decían? —insiste Alonso.
—Que las iba a pagar todas juntas. Que se le había acabado la suerte y que se fuese despidiendo de nosotros porque a partir de ahora iba a tener que hacerse él solito la colada.
—¿La colada? ¿Dijo la colada? ¿Utilizó esa expresión?
—Sí, eso seguro, porque yo no sabía lo que era y lo tuve que preguntar.
—Es una expresión un tanto antigua. Eso confirma que sí que deben ser mayores.
- Y la educación —interviene de nuevo Prado— tanta educación también confirma que son gente de una cierta edad.
Minutos más tarde, Prado y Alonso se encuentran esperando a Edgar, el chófer, mientras echan un vistazo por el jardín de la casa. La policía científica ya ha recorrido todos los rincones por donde habían pasado los secuestradores, pero su instinto les impulsa a revisar una vez más la escena del crimen. Los tres hombres habían aparcado justo en la puerta de la enorme propiedad de Laredo. Se habrían bajado a la vez y dos de ellos habrían permanecido ocultos mientras el cabecilla llamaba a la puerta. Nadie los había visto, ni antes de entrar, ni cuando abrieron la puerta del jardín, metieron el coche, y una vez dentro introdujeron un sospechoso fardo en el maletero. Era muy complicado que la policía, ni siquiera la científica, sacara algo en claro de todo aquello. Aparentemente no habían dejado huellas ni en la puerta ni en ninguna parte de la casa. Habría que esperar a las huellas de los neumáticos para deducir el modelo del coche, pero sería difícil que eso fuera significativo. Los vecinos tampoco se habían fijado y ninguno de los que habían visto el coche podía decirles el modelo. Todo lo más, y tampoco estaban todos de acuerdo, el color. Poca información por ese lado.
—¿Crees que hoy sacaremos algo en claro con el chófer? —pregunta Prado a su compañero.
—No creo, la verdad. Si no lo hicimos ayer, y si apenas hemos conseguido información con la asistenta, que estuvo más rato con ellos, no creo que el tal Edgar, que los vio mucho menos tiempo, pueda servirnos de mucha ayuda. Pero nunca se sabe, cualquier detalle puede ser importante, ya lo sabes —contesta Alonso.
—Mira, por ahí viene. Manda narices que hayamos tenido que estar esperando porque la señora tuviera que salir —se queja Prado.
—Se ve que no está muy preocupada por su marido —contesta Alonso.
—O que no se fía de nosotros. Y no la culpo, si cree que todos somos como tú. Hoy procura mantenerte calladito y no vuelvas a meter la pata, ¿de acuerdo?
—Vale, vale. Pero reconoce que ayer no dije nada que tú no pensaras también— masculla entre dientes Alonso mientras la mujer de Laredo y el chófer se acercan hacia ellos.
—Esa es la diferencia —contesta también entre dientes mientras inicia una sonrisa poco convincente— que una cosa es lo que se piensa y otra lo que se dice. Se llama diplomacia, o simplemente educación. Y a callar, es una orden.
La pareja ha llegado ya a la altura de los dos guardias civiles, y la mujer de Laredo no parece de mejor humor que el día anterior:
—¿No tienen nada mejor que hacer que tomar el fresco en mi jardín? —pregunta a modo de saludo.
—Estábamos esperando a que volvieran para hablar con Edgar de nuevo —contesta Prado.
—Creía que ya había hablado con ustedes. ¿Qué esperan que les diga? ¿El nombre de los secuestradores? —insiste.
—No estaría mal, pero de momento nos vamos a conformar con que nos conteste a unas preguntas muy sencillas. ¿Podemos entrar un momento? —pregunta Prado sin hacer caso a las provocaciones de la dueña de la casa.
Ésta acepta de mala gana. Señala el camino hacia la puerta de servicio y advierte al chófer:
—En media hora nos vamos, que tienes cosas más importantes que hacer que dar palique a estos señores. Rapidito.
—Se hará lo que se pueda, señora —interviene Prado—. Pero nosotros decidiremos si dentro de media hora ha terminado. Muchas gracias por su cooperación.
—¿Y si tengo que salir? —protesta la falsa rubia.
—¡Pues se va andando, a mí qué me cuenta! —estalla Prado mientras dirige sus pasos hacia la casa— ¡Será posible!
El comentario de Alonso, a media voz y con retranca, es inevitable:
—Así, con diplomacia y educación.
Los tres hombres entran por la puerta de atrás y se dirigen a las habitaciones que tanto el chófer como la asistenta tienen en la planta baja. Allí Edgar les invita a sentarse mientras les advierte:
—La verdad es que la señora tiene razón. No tengo mucho más que añadir. Ya les dije ayer todo lo que vi, que no fue mucho.
—Bueno, empezaremos por repasar lo que nos contó ayer. Cuando usted entró en el salón, ya estaban dentro los tres hombres, ¿verdad? —comienza Prado.
—Así es. Uno de ellos estaba hablando con Marianela y los otros dos estaban mirando por la ventana que está junto a la puerta hacia la entrada del jardín.
—¿Iban armados?
—Sólo el que hablaba con Marianela. Llevaba una pistola muy pequeña. O a mí me pareció pequeña porque él era muy grande.
—¿Cómo de grande? —interviene Alonso.
—Mucho, más que ustedes. Pero no fuerte, sino grande, corpulento. Y entonces la pistolita le quedaba como de juguete.
—¿Podía ser de juguete?
—No. Yo no es que sea un experto, pero algo he visto en mi país. Y esa pistola, aunque pequeña, era de las que hacen agujeros, ya me entiende, señor.
Los dos policías se miran sonriendo. Nunca hubieran utilizado una expresión tan gráfica, pero entendían muy bien a qué se refería. Y la seguridad que había en su voz les hizo pensar que sabía de lo que hablaba. Prado contestó y siguió preguntando:
—Sí, perfectamente. ¿Y qué hicieron cuando le vieron a usted entrar en el salón, Edgar?
—Los dos que estaban cerca de la puerta se pusieron nerviosos y miraron al de la pistolita. Y éste me apuntó y me dijo que me acercara y me pusiera cerca de Marianela. No tuvo tiempo de decirme nada más, porque entonces entró el señor. Íbamos a salir y por eso había entrado yo en el salón, para llevarlo a algún lado.
—¿Sabe usted a dónde?
—Supongo que al pueblo, pero el señor nunca me informa previamente, salvo que vaya a ser un viaje largo.
—¿Y qué pasó cuándo Laredo entró en la habitación?
—Todo fue muy rápido. El que estaba más cerca de la puerta la cerró rápidamente y el otro puso al señor un pañuelo en la cara. No le dio tiempo ni a darse cuenta de lo que pasaba.
—¿Qué hizo usted?
—¿Yo? —pregunta extrañado Edgar— ¿qué quería que hiciera? El grandote tenía una pistola, ya se lo he dicho, y me estaba apuntando. Miren, yo llevo ya dos años con el señor, y estoy muy contento aquí, pero…
—No como para jugarse la vida —completa Alonso la frase.
Edgar baja la cabeza y no contesta. Prado intenta animarlo.
—No se preocupe. Hizo usted lo que debía. No es recomendable enfrentarse a hombres armados, créame. ¿Qué pasó después?
—Pues uno de ellos nos ató a una de las vigas que hay en medio del salón mientras otro salía de la casa después de pedirme las llaves del portón del jardín. Al cabo de un rato volvió y entre los tres cogieron al señor y se lo llevaron. Supongo que el que se había ido había ido a por un coche y lo había metido dentro, porque la verdad es que les costaba bastante cargar con el señor. Después uno de ellos entró, nos aseguró que no nos pasaría nada y se fueron.
—¿Había visto usted alguna vez a alguno de esos hombres?
—No, señor, en mi vida. No son del pueblo, seguro.
—¿Sabe si el señor, si Laredo quiero decir, había recibido amenazas alguna vez?
—Creo que muchas, señor, pero nunca le dio mucha importancia. Cuando yo conocí al señor creo que ya estaba acostumbrado.
—¿Algún enemigo declarado? —insiste Alonso.
—Yo soy sólo el chófer, señor. El señor no me hacía confidencias y no me hablaba de sus cosas. Siento no poder ayudarles, de verdad. Y si ya no tienen más preguntas, me gustaría no hacer esperar a la señora. Ya me entienden.
—Sí, claro, claro. Nosotros ya nos vamos —contesta Prado mientras se dirigen a la salida. Se vuelve para entregar una tarjeta a Edgar.
—Ya sabe, si recuerda algo, aunque a usted le pueda parecer que no tiene importancia, lo que sea, no dude en llamarnos. Muchas gracias por su colaboración.