Capítulo 22 - CHICA

Haro, La Rioja, 20 de agosto de 2012.

 

 

Al salir una vez más del chalet de la víctima, Prado y Alonso deciden volver a echar un vistazo por la zona por si hay suerte. Revisan de nuevo los coches aparcados en las calles adyacentes por si alguno pudiera tener un roce sospechoso, pero, una vez más, esta idea no es productiva, porque no parece haber ninguno sin algún tipo de deterioro. Sin embargo, continúan dando una vuelta con la esperanza de encontrar algo o a alguien que pueda ayudarlos. Llevan tres días con una rutina muy similar. Esta vez recorren dos o tres veces los alrededores y al final deciden sentarse en un banco en la calle de enfrente de la casa de Laredo. Allí deciden hacer un pequeño balance de lo que llevan hasta entonces. Revisan en su libreta las declaraciones que acaban de conseguir de los empleados de Laredo, pero son conscientes de que apenas han avanzado nada.

—Tenemos a tres viejecitos a los que se les ha ido la cabeza, se han hartado de las sopas de la residencia y han decidido vivir un momento de gloria antes de irse al otro barrio —resume Alonso.

—Yo no creo que sean tan mayores. La chica ha dicho que ella no calcula bien las edades, pero yo no les echaría muchos más de setenta. Setenta y cinco como mucho —argumenta Prado.

—Probablemente. Estaba exagerando. Pero el caso es que no tienen pinta de ser delincuentes habituales y eso complica bastante el caso. No estarán fichados, nadie sabrá nada en los círculos de siempre y tenemos que empezar de cero completamente. Mal asunto.

—Pero por otra parte nos enfrentamos, probablemente, a un grupo inexperto que seguramente cometerá errores infantiles.

—Hombre, infantiles… —bromea Alonso.

—Estúpidos, en cualquier caso. Esa será nuestra principal baza. Por eso tenemos que revisar las declaraciones de todos a los que hemos preguntado. Tiene que haber un fallo en algún sitio, delante de nuestras narices.

 

 Y mientras están sentados en el banco, casi disfrutando de las primeras nubes del final del verano, un hombre se acerca a ellos y les pregunta:

—Ustedes son de la Guardia Civil, ¿verdad?

Prado y Alonso se miran sorprendidos y no contestan inmediatamente, por lo que el hombre insiste:

—Han estado ustedes hablando con la chica, con Marianela, ¿no?

—¿Quién es usted? —pregunta Prado un tanto mosca.

—El vecino de enfrente, no piense usted nada raro. Conozco a Laredo y a su familia desde hace muchos años, y también a la gente que trabaja en su casa.

—¿Y qué quiere? —pregunta Alonso.

—Colaborar, claro, ¿qué voy a querer? —contesta el hombre, extrañado—. Empezaremos por las presentaciones. Mi nombre es Isidoro Gómez, y, como ya les he dicho, vivo justo ahí, enfrente de los Laredo.

Prado y Alonso se deciden a levantarse del banco, intercambian un rápido apretón de manos sin pronunciar sus nombres y preguntan a Isidoro:

—¿No ha ido la Guardia Civil a visitarle estos días?

—Pues la verdad es que sí, pero no me encontraron en casa, y desde entonces he estado esperando que volvieran, pero como parece que no piensan hacerlo, he decidido presentarme yo.

—Cojonudo —murmura Alonso, pensando que sus compañeros nuevos cada vez vienen más verdes de la Academia.

—¿Podemos ir a su casa ahora a hacerle unas preguntas? —interrumpe Prado mirando a Alonso con gesto de reproche, una vez más.

—Claro, claro. Ya les he dicho que es aquí mismo. Les prepararé un café.

Los tres hombres dirigen sus pasos hacia las inmediaciones de la casa de Laredo. Isidoro Gómez es un hombre de unos ochenta años con un aspecto envidiable que, según les va contando, desde que se jubiló no ha hecho más que viajar y jugar al golf. Su mujer le acompaña siempre en ambas aficiones y sus tres hijos se turnan para visitarlos desde remotos y exóticos lugares del mundo. Habla bastante rápido y no siempre tiene un discurso hilado, pero se explica bastante bien. Lleva viviendo en el chalet de enfrente de los Laredo desde que construyeron la urbanización y, como se mudaron prácticamente a la vez, hicieron buenas migas.

—Yo ya sé todas las cosas que se decían de Laredo, bueno, que se dicen, porque todavía no está muerto ¿verdad? Bueno, ya sé que no me van a contestar. El caso es que yo sí que había oído que Laredo no era trigo limpio, pero, dedicándose a la política ¿quién lo es? Si es lo que yo digo, que todos acaban trincando algo, pero que yo creo que Laredo no se llevó tanto dinero como dicen. Pero el caso es que, chorizo o no, como vecino siempre fue un vecino modélico. O sea, tampoco es que hiciéramos vida en común, pero nos hacíamos los típicos favores mutuos, ya saben, echar un ojo al jardín, y vigilar un poco durante las vacaciones, y…

—Recoger el correo. Ese tipo de cosas. Eso está muy bien —interrumpe Alonso intentando mostrarse comprensivo. Y señalando la entrada a un jardín justo enfrente del de la víctima del secuestro, pregunta: —¿Es aquí?

—Sí, aquí es. Pasen ustedes.

Prado y Alonso entran en el domicilio de Isidoro con el convencimiento de que con un poco de paciencia pueden sacar alguna información muy valiosa. Y un intercambio de miradas les anima precisamente a eso, a armarse de paciencia, porque parece que su anfitrión tiene ganas de hablar.

—¿Quieren tomar algo? ¿Un café, té? Supongo que estando de servicio no querrán tomarse una copa, ¿no?

—No, no, muchas gracias. En realidad, tenemos algo de prisa, porque aún tenemos mucha gente a la que interrogar, muchas pistas que seguir, ya sabe.

—Claro, claro, me hago cargo. Pues entonces pasen por aquí y nos sentaremos en el salón. Por aquí, por favor.

—Muchas gracias. Así mejor empezamos con las preguntas sin más dilación, ¿de acuerdo? —pregunta Alonso mientras saca su libreta para tomar notas sin poder disimular que la parsimonia de su anfitrión le empieza a impacientar.

—Muy bien. Ustedes dirán —contesta el señor Gómez.

—El pasado jueves su vecino de enfrente fue secuestrado más o menos a las nueve y media de la mañana. ¿Dónde estaba usted? —comienza Prado.

—En el piso de arriba, en mi despacho. Aunque ya estoy algo mayor todavía llevo algunos asuntillos de papeleo de algunos amigos. Para mantenerme ocupado, ya sabe.

—Muy bien, muy bien. ¿Oyó usted algo que le pareciera sospechoso?

—No, la verdad es que no. No digo que no debiera haberlo oído, pero yo cuando me pongo a trabajar me concentro mucho, y además oigo música, no muy alto, claro está, pero suficiente como para que mi mujer tenga que subir para avisarme a comer porque si no, no me entero.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Vio usted algo sospechoso en los momentos previos al secuestro? —pregunta Prado mientras empieza a dudar de que el interrogatorio vaya a tener algún fruto.

—¿A qué se refiere con sospechoso?

Alonso, con menos paciencia que su superior, contesta:

—Pues algo fuera de lo habitual, alguna persona a la que nunca hubiera visto antes por aquí, alguien dando vueltas por el chalet de Laredo, cualquier cosa que en su momento no le pareciera importante pero que ahora, sabiendo que su vecino ha sido secuestrado, le pueda parecer significativo.

—Pues no, la verdad es que no —contesta Isidoro tranquilamente, mientras echa su cuerpo para atrás y se arrellana en el sofá.

Ambos agentes se miran con gesto de incomprensión. Prado hace un último intento:

—¿Vio usted el coche en el que los secuestradores se llevaron a Laredo?

—No, yo no…

—¿Y entonces para qué nos ha hecho venir aquí a interrogarlo, si no vio nada, no oyó nada y no se enteró de nada en todo el día? —protesta Alonso.

Isidoro no se inmuta. Los años dan en ocasiones una paciencia que parece infinita. Mira a ambos civiles con gesto de asombro y contesta con voz pausada:

—Déjeme terminar mi respuesta. Yo no vi el coche, pero mi mujer sí lo hizo.

Prado interviene para que Alonso no pierda los papeles.

—Discúlpenos entonces. ¿Está seguro de que su mujer vio el coche de los secuestradores?

—Hombre, no vio a nadie dentro, pero estaba aparcado justo enfrente de la casa de Laredo poco después del desayuno, que tengo entendido que fue cuando lo secuestraron ¿no es cierto? —pregunta a su vez Isidoro.

—Eso creemos. ¿Y podemos hablar con su mujer? ¿Cree que puede decirnos qué modelo de coche era? —pregunta Prado recobrando otra vez la esperanza de sacar algo en claro de aquel absurdo interrogatorio.

—¿Mari Carmen, el modelo? Permítame que me ría. Mi mujer no diferencia un Ferrari de un seiscientos. Pero si quieren hablar con ella, vendrá dentro de un ratito. ¿Quieren mientras un café?