Capítulo 36 - JUEGO
San Lorenzo de El Escorial, 25 de agosto de 2012.
El silencio es absoluto en la habitación. Después de que Juan haya desgranado con detalle todo lo que le ha contado Merche ninguno de los dos tiene nada que decir. Andrés deja su vaso de bebida intacto. No ha tenido tiempo ni de llevárselo a la boca, absorto como estaba en la narración de su amigo. La noticia no sólo echa por tierra el plan, sino que es como si todo su mundo se viniera abajo. Todo está tan corrupto, tan asquerosamente podrido, que, hasta ellos, justicieros que esperaban significar la última esperanza para los trabajadores honrados del país, están enfangados hasta las cejas. Vaya mierda. Vaya mierda. No le viene nada más a la cabeza. Todavía tardará un rato en poder hablar, mientras se levanta sin ser consciente y pasea sin rumbo fijo por la estancia. De vez en cuando para, se vuelve y está a punto de decir algo, pero se gira de nuevo bajando la cabeza musitando irreconocibles sonidos. Así pasará un largo rato durante el que Juan no lo interrumpe, pues tampoco sabe qué decir.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta cuando recobra un poco de lucidez—. Tenemos a un indeseable ahí encerrado que nos va a buscar la ruina. Como nos pillen con él se nos cae el pelo pero bien. Nos meten por lo menos veinte años en la cárcel. Todos los que tendrán que decidir qué hacer con nosotros nos van a tener unas ganas de la leche. A lo mejor no los jueces, pero los políticos van a ir a saco a por nosotros…
—Para, para —intenta tranquilizarlo Juan, viendo que Andrés se va alterando— que no va a pasar nada de eso, no seas agorero. De momento ni siquiera nos han pillado, y no creo que están cerca de nosotros ni de coña.
—Pero, ¿qué vamos a hacer ahora que sabemos que nos han tomado el pelo? ¿Seguimos adelante con el secuestro como si nada? Juan, joder, ¿Qué vamos a hacer? —pregunta Andrés, que se va desesperando por momentos, y que vuelve a pasear como antes, pero a un ritmo mucho más vivo y gesticulando teatralmente.
Juan se muestra mucho más tranquilo. Ya sea por su carácter o porque lleva más tiempo haciéndose a la idea de que los han engañado, es capaz de reaccionar con mucha más calma y encontrar alguna solución, aunque sea descabellada.
—¡Te diré qué vamos a hacer! Cantarle las cuarenta y cagarnos en toda su familia. Y de paso dejarle a él solo con el paquetito. Yo no quiero saber nada más de este lío. Me acuerdo de todos sus muertos y me marcho mañana mismo a la playa. Y tú deberías venirte conmigo. A ver qué tal sale del lío en el que nos ha metido él solito, que para engañarnos ha andado bien rápido.
Andrés no sale de su asombro. Tan complicado le parece encontrar una solución como disparatadas le parecen las intenciones de Juan. Intenta desesperadamente que su compañero entre en razón:
—¿Pero cómo vamos a hacer eso? ¿Y qué hacemos con Laredo? No podemos dejarle a él solo con el muerto porque lo pillan seguro. Y si lo pillan estamos tan metidos en el ajo como él. No nos libra nadie, Juan. ¿Cómo vamos a dejarlo así sin más?
—Muy sencillo. Es tan fácil como esto: lo llamamos, le decimos que tenemos un problema y cuando venga se lo explicamos bien clarito.
—Muy fácil, sí. Y muy sencillo. ¿Y si sospecha algo?
—¿Qué va a sospechar? ¿Que sabemos que nos ha tomado el pelo? Está tan seguro de su plan que no se le pasará por la cabeza. Siempre se ha creído más listo que nosotros. Y la verdad es que, visto lo visto, siempre lo ha sido.
Andrés no tiene fuerzas para discutir con Juan. No cree que sea una buena idea, pero no se le ocurre nada mejor. Y tampoco encuentra argumentos por muy poco claro que lo vea, así que se limita a sentarse, apoyar la cabeza entre las manos y decir:
—Todavía no termino de creérmelo. A lo mejor hay una explicación para todo este lío.
—No me seas ingenuo, hombre. Que bastante lo hemos sido ya.
—¿Y qué vamos a hacer con Laredo?
—Me importa un carajo. Es un cabrón por el que no voy a jugármela. Lo que decidáis está bien.
Andrés no tiene tiempo de replicar. De hecho, no tiene ni tan siquiera tiempo de decidir si está de acuerdo o no con su amigo. Paco acaba de llegar y se hace notar, tal y como han acordado para evitar sustos:
—¡Soy yo!
Entra en la cocina con paso decidido, pero le cambia la cara cuando ve a sus socios entrando desde la terraza. No es lo que esperaba encontrarse, y no consigue hacerse una idea de lo que puede estar pasando, pero el aire taciturno de sus compañeros termina por alarmarle.
—¿Qué haces aquí? —pregunta dirigiéndose a Juan—. Me tocaba a mí el turno, ¿no?
—Sí, sí, no te preocupes, que sólo estaba de visita —contesta Juan con tono de sorna.
A Paco no le hace ninguna gracia el tono de la respuesta. Tiene la sensación de ser el único de los tres que es consciente de lo que está en juego.
—¿Qué dices? ¿Estáis de cachondeo? ¿Qué pasa aquí? ¿Estáis borrachos? —vuelve a preguntar, cada vez más alterado.
Andrés decide intervenir para evitar que lleguen a las manos. Se levanta de la silla donde acaba de sentarse. Se dirige hacia Paco, le coloca una mano en el hombro, y mirándole directamente a los ojos, le confiesa:
—Miguel nos ha engañado, Paco. Nos ha utilizado para una venganza personal.
Paco se sacude la mano de Andrés de un manotazo. Lo mira fijamente y parece dudar si agarrarle del cuello. Miguel es su amigo desde hace demasiados años como para poder creer lo que le están diciendo. Van a tener que ser muy convincentes para hacerle ver la verdad.
—¿Qué dices? ¿De qué hablas? —y mirando de nuevo a Juan, mientras sostiene la botella de whisky con gesto suspicaz, le pregunta— ¿Qué coño habéis bebido?
—Un poco de este whisky tuyo, que la verdad es que es estupendo —contesta Juan que parece que ha tocado fondo y ya no le importa nada—. Pero no tiene nada que ver con lo que te estamos contando. Es la verdad. Miguel quería vengarse de Luis Hurtado porque le birló la mujer y un negocio de la leche, todo a la vez. Y para conseguirlo, ha montado todo este circo en el que nos ha metido a los tres.
—Pero, ¡vosotros estáis paranoicos! —grita ya abiertamente Paco— ¿Cómo va a ser verdad eso que me estáis contando? No tiene ni pies ni cabeza.
—Siéntate y escucha lo que te vamos a decir. A mí también me parecía un disparate al principio, pero ahora ya no hay duda. Lo hemos comprobado —vuelve a intervenir Andrés.
—¡Pero qué vais a comprobar, hombre! Sois unos tarados a los que la situación les viene grande. No os mando a la puta calle porque tenéis que vigilar al pájaro, porque si no… —Paco calla. De repente comprende que, si están los dos en la cocina, nadie vigila a Laredo—. Pero, ¿lo habéis dejado solo?