Capítulo 19 - IMPARES

Carretera Guadarrama – San Lorenzo de El Escorial, septiembre de 1981.

 

 

Son las diez de la mañana de un lluvioso día de septiembre. El verano ha pasado ya de largo, y en la sierra no hay lugar para prórrogas en este aspecto. Cuando se ha acabado, se ha acabado. El campo recibe satisfecho las primeras lluvias del otoño, mostrando sus más espléndidos colores a todo el que quiera presenciarlos. Atrás quedan los secos amarillos que parecían derretirse bajo el severo sol de la meseta. Ha llegado el tiempo de los brillantes ocres, ávidos de dejar paso a los verdes renovados que devolverán a la montaña su extraordinaria belleza.

En San Lorenzo dos hombres suben a un vehículo, que atraviesa el pueblo y se dirige hacia la carretera que baja a Madrid. Pero apenas avanza un par de kilómetros antes de disminuir la velocidad y salirse por una pista forestal. Allí recorre todavía unos cientos de metros y después queda oculto tras unas zarzas repletas de moras en esta época del año. Los dos hombres se bajan del coche como si fueran a dar un tranquilo paseo, disfrutando del frescor que proporciona una de las primeras lluvias de la nueva estación. Con paso lento, pero decidido, dirigen sus pasos hacia un pequeño reguero que todavía baja prácticamente seco, y lo cruzan sin mayor dificultad. Un poco más allá encuentran un antiguo muro de piedra. Continúan caminando mientras siguen su curso, que discurre en paralelo al camino, sin quitar la vista de los terrenos que se extienden al otro lado: una enorme pradera que presenta un aspecto aún bastante seco y monótono, apenas adornado por rocas y encinas de manera puntual. No hay más fauna que unas cuantas vacas hacinadas en un extremo de la finca, que con sus cabezas gachas parecen expresar su satisfacción por el cambio de tiempo y disfrutar de la fina lluvia que cae sobre ellas.

Al llegar a una pequeña elevación del terreno, que les permite observar con más detenimiento los terrenos del otro lado del muro, los dos hombres hacen un alto en el camino. Desde allí pueden hacerse una idea más exacta de sus dimensiones y empiezan a hacer sus primeros cálculos. Transcurren unos minutos en un silencio sólo interrumpido por las gotas que rebotan contra los charcos que se están empezando a formar, y entonces es Luis el primero en hablar:

—Estos son los terrenos, Miguel. No hagas gestos ostensibles por si viene alguien, pero míralos tranquilamente para ver qué te parecen.

—No creo que sea importante lo que me parezcan a mí. Vosotros entendéis más de esto, y supongo que ya tendréis claro que son los más adecuados —contesta Miguel mientras dirige su mirada a la otra punta de la finca, y también más allá, donde se levanta majestuoso el monte Abantos, cuya cima apenas dejan ver las nubes bajas que emborronan el día.

—Pues la verdad es que sí, que son los más adecuados. Pero más nos vale que muestres un poco más de entusiasmo cuando hablemos con el dueño, porque si no, no se va a creer que quieres comprarlo. De verdad, Miguel, que parece que nos estás haciendo un favor.

—Tienes razón. Se acabaron las dudas. El terreno la verdad es que es perfecto para construir una urbanización, y si no lo hacemos nosotros, no tardará mucho tiempo en hacerlo otro. De hecho, no entiendo cómo no lo ha comprado nadie todavía —acepta Miguel.

—Hombre, influye el hecho de que no se puede urbanizar, lógicamente.

—Lógicamente. ¿Y cuáles son los siguientes pasos? —pregunta Miguel para cambiar de tema.

—Pues de entrada que te fijes bien en los detalles, para que suenes convincente cuando hables con el dueño. Que se note que conoces la finca, que te conviene por tal o cual detalle. Que te gusta lo cerca que está de la carretera, o que conoces la zona desde que eras pequeño. Así que échale un ojo tranquilamente, observa bien los alrededores, las vistas y vete pensando una historia creíble para explicar por qué quieres esta finca en concreto.

—¿Algún rollo emotivo o algo así?

—Sí, algo así estaría bien, que tus padres te traían por la zona de pequeño, que tu padre murió hace poco y que quieres hacerle una especie de homenaje…

—Preferiría no meter a mi padre en esto, si no te importa —se excusa Miguel.

—¡Qué más da, hombre! Cualquier cosa que se te ocurra para que no sospeche, joder —se impacienta Luis.

—Me da mal fario meter a mi padre, y más para este tipo de negocios.

—Pues invéntate otra cosa, tampoco vamos a discutir por eso.

—Vale, vale, ya veremos. ¿Y cuándo hablamos con el dueño? —pregunta Miguel impaciente para evitar escuchar la voz de su conciencia.

—Cuando quieras. No creo que haya que pedir hora para hablar con él. Así que en cuanto estés preparado, lo llamamos y quedamos.

—Pues cuanto antes mejor, porque así salimos de dudas. Que yo creo que prefiero no pensármelo mucho, ya sabes.

Luis no contesta de inmediato. Resopla quizá receloso a su vez de las dudas que siempre parecen rondar la cabeza de Miguel. Le pone una mano en el hombro, y duda aún unos instantes antes de decir:

—Mira, vamos a hacer una cosa. Ahora te vuelves a la tienda, te pones a trabajar como si nada y yo mientras voy a hablar con el dueño. Voy a intentar quedar con él para mañana mismo, aunque como hay que intentar que parezca que no tenemos mucho interés lo mismo es para la semana que viene.

Vuelve a hacer otra pausa durante unos segundos, se gira, se sitúa enfrente de Miguel, y ahora con ambas manos sobre sus hombros, le obliga a mirarlo fijamente. Después, continúa:

 —Y mientras tanto tú le echas la última pensada. Lo mismo no tienes más que veinticuatro horas, así que échale una pensada rápida. Y te decides del todo, porque después ya no hay vuelta atrás. Te dejas de rollos morales o pierdes la oportunidad de tu vida, pero no se puede estar a la vez repicando y en misa, ya lo sabes. No vamos a estar cada dos horas con remordimientos.

Miguel no se zafa de las manos de Luis. Baja la cabeza como un niño al que han pillado en una falta y contesta con menos convencimiento del que le gustaría demostrar:

—Tienes razón, pero creo que no hace falta ese tiempo. Está decidido. Intentaré no volver a hacer comentarios de ese tipo, de verdad. Y lo de hablar con el dueño hoy mismo me parece cojonudo.

Luis parece satisfecho. Baja los brazos dando una palmada y se gira sobre sí mismo para volver a recorrer el camino que los separa del coche.

—Pues no se hable más. Échale un último vistazo a la parcela, e intenta imaginártela como va a ser dentro de unos años, con sus chalecitos, su piscina comunitaria y todo mucho más verde. En el fondo le hacemos un favor al pueblo. Va a quedar mucho más bonito.

—Hombre, Luis, tampoco te pases, que… —empieza a protestar Miguel.

Luis se gira hacia él y lo fulmina con la mirada medio en broma medio en serio.

—Vale, vale. Anda, llévame a la tienda, que andamos muy liados, y ya sabes que si no estoy yo allí, las cosas no funcionan —dice Miguel dándose cuenta una vez más de sus vaivenes emocionales.

—Así me gusta, ese es el espíritu, Miguel.

Y echando a andar con paso firme parece guiarlo hacia el coche sin necesidad de volver a mirar la finca.