Capítulo 17 - GRANDE
San Lorenzo de El Escorial, 2 de agosto de 2012.
Los cuatro amigos se encuentran reunidos como tantos días para echar su partida de cartas. Así ha sido durante los últimos años y así ha de seguir siendo a ojos de los vecinos. La única diferencia, inapreciable para esos mismos vecinos, es que desde hace unos días los cuatro acuden a la partida con su periódico debajo del brazo. Cuatro periódicos diarios, y los cuatro diferentes. En ellos llevan buscando durante la última semana el candidato ideal para llevar a cabo su plan.
El perfil ni siquiera estaba claro del todo en un principio. Hay un denominador común, que pasa por fijarse en alguien que se haya llevado el dinero público en algún momento, que haya sido descubierto, y que finalmente, no haya sido sancionado, o lo ha sido con una sanción ridícula y a todas luces insuficiente para el parecer de cualquier persona honrada. Y por supuesto, que no haya devuelto lo que robó.
Y el trabajo ha sido arduo. Ninguno de ellos pensaba que iba a haber tantos candidatos. Parece mentira la de tiempo y páginas que dedican los periódicos a la calaña con la que los cuatros amigos pretenden acabar. Todos los días, y eso era un dato objetivo porque lo revisaban a diario, aparecían uno o más candidatos. Y lo que era peor, casi cada dos o tres días aparecía un caso nuevo que traía consigo una nueva banda de delincuentes de la peor especie, pero que entraban dentro de la categoría de no peligrosos porque la gente sólo piensa a corto plazo, y efectivamente, no mataban directamente a nadie, aunque las consecuencias para la sociedad pudieran ser mucho peores, y, en ocasiones, también mortales: falta de dinero para construir hospitales, para arreglar carreteras, para sacar a la juventud de las calles…
Así las cosas, ha llegado el día en que tienen que elegir entre una terna de sinvergüenzas que cumplen con los requisitos previos: ladrones y sin castigo. Ha llegado el momento de que esto cambie.
Miguel fue el encargado de recapitular lo trabajado hasta entonces:
—En primer lugar, tenemos a Carlos Belinchón, diputado por Toledo envuelto en un extraño y sin embargo frecuente caso de empresas pseudopúblicas dedicadas a negocios privados que se llevan dinero por ambas partes, por la pública y por la privada. El pájaro facilitaba los contactos y por supuesto arreglaba las licencias para, en realidad, no hacer nada, pero sin que se notase. El asunto es que se acabó notando y pasó la friolera de 32 días en la cárcel por llevarse 21 millones de euros, de los que ha devuelto 1’2 millones en lo que fue en su momento una de las multas más altas que se imponía a un servidor público. Negocio redondo.
Sus compañeros resoplan. Llevan varios días trabajando en el tema, pero no por oído les resulta menos indignante.
—Es mi favorito —contesta Paco.
—Demasiado cerca —rebate Andrés, más racional y menos pasional.
—Dejadlo terminar, que hay para elegir —tercia Juan, siempre más práctico.
—El segundo candidato es Marcial Sotillo, concejal de urbanismo. Un clásico, vamos. De Soria capital. Aunque no llega a los treinta mil habitantes, el individuo ha sido capaz de timar a sus convecinos más de quinientos euros a cada uno, ya que se embolsó la bonita cantidad de 17 millones de euros por las licencias, los permisos y por supuesto unos terrenitos que había tenido la suerte de adquirir cerca del aeropuerto que nunca se construyó. Doblemente clásico, concejal de urbanismo y aeropuerto de por medio. Total, el pobre pasó 97 días a la sombra y ha devuelto 5 millones, por lo que se consideró que tenía intención de colaborar y se le soltó. Por supuesto, cuando salió a la calle se le pasó la voluntad de colaborar.
—Me estoy poniendo de mala leche. No sé si sería mejor poner una bomba en un juzgado —comenta Paco.
—O en el Parlamento —corrobora Andrés olvidando su parte más racional.
—Nada de innovaciones, que ya tenemos un plan —vuelve a terciar Juan—. Miguel, continúa, que va a ser difícil elegir. Son los tres tal para cual.
—Pues la verdad es que sí. El tercer candidato no actuaba sólo, pues parece que su mujer también colaboraba, pero eso nos da igual. Sebastián Laredo, también concejal de urbanismo, poco original, se ha llevado algo menos de dinero, unos 12 millones, pero tiene la desfachatez de no haber devuelto ni un euro y también ha pasado menos de tres meses en la cárcel. Trabajaba, por decir algo, en Haro, en La Rioja, y allí sigue viviendo en lo que parece un casoplón enorme a juzgar por las fotos de la puerta de entrada del jardín.
—Si yo fuera su vecino, le pegaba fuego a la casa —vuelve a exclamar Paco.
—Pero, ¿qué te pasa hoy, Paco? —pregunta Andrés esbozando una sonrisa—. Tú normalmente eres el más tranquilo de los cuatro.
—¡Yo qué sé! Supongo que ver tantos casos, tanta impunidad, tanto descaro…
—Tranquilo. Todos estamos igual. Por eso estamos aquí. Pero tenemos que mantener la calma. No debemos ponernos nerviosos, es fundamental para que todo salga bien —lo tranquiliza Miguel.
—Tienes razón, pensar que vamos a hacer algo la verdad es que me deja más tranquilo.
La discusión se centra ahora en los detalles logísticos que les ayudará a decidir quién será el ganador en esta macabra elección. Para algunos la situación geográfica es fundamental. Deben poder desplazarse hasta el lugar y ser capaces de volver en la misma tarde sin problemas. Para otros el dinero es el principal criterio: el que más se haya llevado, para que el criterio sea lo más objetivo posible. Además, hacer público el criterio permitirá intimidar a futuros sinvergüenzas. Para otros la decisión ha de basarse en la intuición, y dejarse guiar por el que más antipatías produzca, pero este criterio es desechado rápidamente porque es complicado decidirse por uno de los tres. Finalmente, Miguel expone el que habrá de ser el criterio definitivo:
—Yo creo que debemos optar por el que sea más fácil de llevarnos. De hecho, hemos eliminado a grandes mangantes de sobra conocidos porque su fama y sus guardaespaldas lo desaconsejaban. Y como tenemos el inconveniente de que no podemos buscar ninguna información de ellos en internet porque no tenemos ni idea del control que puede tener la policía de los ordenadores que han hecho este tipo de búsquedas, creo que no tenemos más remedio que decidirnos por el último de los candidatos, porque su casa ha salido en la prensa un montón de veces y será fácil localizarla en un pueblo como Haro. Además, seguro que si miramos bien en las noticias de la tele alguna vez ha salido hasta el nombre de la calle.
—Pues acordaos que tenemos grabados un montón de telediarios desde hace varios días para poder elegir bien —recuerda Andrés.
—Por eso lo digo. No hay más que ponerse manos a la obra y revisarlos hasta que demos con una noticia de este tío y encontremos su dirección.
—Es lo bueno que tienen las tecnologías obsoletas, que no dejan rastro —añade Paco—. Podemos rebobinar las cintas todas las veces que queramos sin que nadie nos pida explicaciones.
—Benditos años 60 —suspira Juan.
—Sí, tendrías tú muchas cintas de vídeo en los años 60, no te joroba —se ríe Paco. Los años buenos fueron los 80, pero ya estábamos muy mayores para disfrutarlos de verdad.
—Bueno, bueno, abuelos —tercia Miguel— no empecemos con debates absurdos, que nos vamos del tema. Yo voto por la opción del fulano de Haro. ¿Vosotros estáis de acuerdo?
—Por mí bien —contesta Andrés.
—Yo, con tal de empezar pronto… —responde Paco a medias—. Tengo unas ganas de echarme a la cara a uno de estos desgraciados…
Miguel vuelve a intentar apaciguar los ánimos de su amigo:
—Tranquilo, Paco, tranquilo. Joder, qué día llevas hoy. Además, recuerda que en principio no tienes que echártelo a la cara. Sólo uno de nosotros tiene que dejarse ver y he estado pensando que la opción de Juan de quitarse la barba es una buena idea.
—No cambiemos de tema. Ya ultimaremos los detalles cuando tengamos un objetivo concreto —vuelve a insistir Andrés—. Aquí tenéis periódicos para buscar fotos y leer las noticias por si viene la calle donde vive o alguna pista que nos pueda facilitar localizarlo
—Déjame las cintas que voy a empezar a buscar alguna imagen que nos pueda valer —añade Andrés.
Y así empieza la búsqueda del domicilio del concejal corrupto. Los periódicos revisados van siendo apilados en una esquina, mientras Paco va recortando las numerosas noticias que hablan de su objetivo. Recorta noticias, artículos de opinión y sobre todo fotografías. A medida que pasan la tarde su cara se hace más y más familiar. En algunas aparece su domicilio, pues el abogado que ejerce la figura de portavoz de la familia parece que ha elegido la esquina de su calle para hablar con la prensa. Quizá es la propia prensa la que ha elegido el lugar, pues la mayoría de las veces las fotografías sólo muestran a dos hombres andando a buen paso, en ocasiones acompañados por una mujer rubia bastante llamativa. Pero otras veces puede observarse a ambos hombres, el político y su abogado, charlando más calmadamente con la prensa cerca de su casa. Esas fotos suelen coincidir con los artículos que traían noticias favorables a su cliente, retrasos en el juicio, invalidación de pruebas, testigos que cambiaban su versión. Entonces aparecía el abogado con una sonrisa condescendiente que encendía los ánimos de los cuatro:
—Míralo, si se le puede leer en la cara: “sí, hemos robado toda la pasta que hemos podido, pero no vais a poder demostrar nada porque vamos a untar a todo el que haga falta. Que pase el siguiente, que tenemos dinero para sobornar a toda la Audiencia Nacional” —vuelve a estallar Paco, que claramente ha tenido días mejores.
—Debería servir como prueba en un juicio. Si yo fuera juez —fantasea Juan— soltaría un cebo como éste, falta de pruebas o alguna cosa de esas, y después vería tranquilamente el telediario. Si sale un sujeto como éste mofándose de todos, lo mando detener y le digo que sus declaraciones a la prensa me valen como confesión, porque ha puesto cara de reírse de todo el mundo. Y me fumaba un puro, después, para celebrarlo.
—Pues como no somos jueces, lo que vamos a hacer es lo más parecido —dice Miguel—. Ellos no pueden hacerlo porque la maquinaria judicial es complicadísima, dicen, así que vamos a simplificarla un poco.
—Creo que tengo algo —interrumpe Andrés— pero mirad vosotros porque yo de cerca no veo y se me han olvidado las gafas de leer.
Los otros tres se acercan al televisor. La imagen está congelada en el momento en que el concejal se aleja del grupo de periodistas mientras uno de ellos le sigue intentando hacerle alguna pregunta más. Detrás de él, la cerca de su casa, y, justo encima de su cabeza, el cartel azul que indica el nombre de la calle. Miguel y Paco no consiguen tampoco verlo con claridad, pero Juan no tiene dudas, y no pierde la oportunidad de mofarse de sus amigos:
—¿Pero con quién me he embarcado yo en esto? Como tengamos que correr para cogerlo me veo llamando una ambulancia porque se os ha roto la cadera.
—Menos coñas, niñato. Y apunta la dirección —parece que se cabrea Paco.
Miguel interviene rápidamente:
—Apúntalo, pero todos estos papeles que estamos haciendo y esa dirección tienen que desaparecer, así que hay que aprendérsela de memoria. Si te fijas bien también viene un número un poco más allá. ¿Lo puedes ver?
—Sí, el número 7. Y la calle es Lanzarote.
—Perfecto. Acordaos bien porque seguramente sea una zona con calles con nombres de islas, y no quiero que empecemos a dudar allí, “a mí me suena Menorca”, “no, yo estuve en Fuerteventura…” – advierte Miguel.
—Pero, ¿tú por quién nos has tomado? —se enfada ahora más en serio Paco—. Lo de la vista pase, pero no os voy a consentir que pongáis en duda nuestra capacidad. Estoy harto de ver por todas partes a jóvenes inútiles pifiándola todo el rato y nunca pasa nada. Somos perfectamente capaces de hacer lo que vamos a hacer. Y si alguien tiene alguna duda, que lo diga ahora.
Andrés, el mayor de todos, lo apoya, lógicamente:
—Paco tiene razón. No podremos correr los cien metros lisos, pero vamos a demostrar al país cómo hay que hacer las cosas.
—Vale, vale, no os pongáis así, que somos todos casi de la misma quinta, y estamos todos en el mismo barco —se corrige Juan. Y después, para quitarle hierro al asunto, añade:
—Y ahora, antes de dormir, se me toman esta pastillita, colocan la cuñita debajo de la camita y no olviden guardar sus dientecitos en el vasito de la mesillita.
—Vete a la mierdecita —contesta Paco sin sonreír.