Capítulo 14 - CHICA
Haro, La Rioja, 16 de agosto de 2012.
La casa de Sebastián Laredo es una construcción ostentosa en lo alto de una loma de una lujosa urbanización a las afueras de Haro. Rodeada de un altísimo seto que impide cualquier intento de curiosos o periodistas de echar un vistazo, se trata de enorme y espantosa mansión tachonada de mármoles y adornos clásicos de dudoso gusto. Prado piensa, al circular por el camino que lleva hasta la rotonda situada enfrente de la fachada, que sólo por esta construcción alguien tendría que haberlo declarado culpable. De algo.
Al llegar a la puerta principal, una mujer sudamericana vestida con uniforme los atiende y los pasa “al saloncito verde”. Alonso no puede reprimir una mirada irónica que le vale la mirada reprobadora de su compañero.
Mientras esperan, observan algunas fotografías que adornan el saloncito. En ellas aparece Laredo y su mujer, solos o con amigos. Ella es una mujer de unos treinta años, de pechos y labios operados y en cada foto un poquito más rubia. Él, un hombre bastante grueso con el pelo engominado y un moreno perpetuo que remata la escena.
—Si de repente me llamas Mike, y además te has vuelto negro no me sorprendería nada —bromea Alonso—. Esto es igual que una película americana.
—Espero que sea antigua y ganen los buenos —contesta Prado.
—Por las columnas griegas de la entrada de la casa, yo diría que de los años ochenta. ¿Te parece bastante antigua? —pregunta con tono burlón Alonso, cerca de diez años más joven que su superior.
—Antigua, antigua, hombre, en blanco y negro.
—Pero, ¿antes había películas en blanco y negro?
—Niñato.
En ese momento entra la mujer e interrumpe la conversación. Magdalena Soria, Maggie entre sus conocidos, parece bastante mayor que en las fotos, fruto quizá del disgusto o de la ausencia de maquillaje. En cualquier caso, sigue siendo una mujer atractiva estropeada por las circunstancias.
—¿Hay novedades? —pregunta sin más cortesías. Parece sinceramente preocupada, aunque los guardias civiles la miran como a una sospechosa más.
—Todavía no tenemos nada, es muy pronto —contesta Prado—. Venimos a hacerle algunas preguntas para ver si podemos encontrar un móvil para el secuestro que nos dé alguna pista.
—¿Un móvil? ¿Pero ustedes han leído la nota que nos han mandado? ¡Una panda de lunáticos y de muertos de hambre que no tienen otra cosa que hacer! ¡Parados de mierda que no saben ni buscarse un trabajo y que no pueden soportar que algunos triunfemos en la vida! —Maggie va perdiendo la poca paciencia que debe quedarle a medida que explota— ¿Quiere un móvil? ¡Yo le diré cuál! ¡Salir en la tele!
—Estamos estudiando esa posibilidad —interviene Alonso para intentar que la mujer se tranquilice—. Tenemos que reconocer que la reivindicación es bastante inusual, por no decir que inédita, pero nos gustaría hablar con usted para intentar abrir otras posibilidades.
—No hay otras posibilidades, señor mío. Mi marido no le ha hecho daño a nadie. Es un hombre hecho a sí mismo, que salió de su pueblo a buscarse la vida y que ha triunfado. Y eso hay gente que no lo soporta —insiste Magdalena.
—Precisamente, esa es una dirección que podría ser interesante —continúa Prado—. A lo largo de los años su marido ha ido prosperando, y seguro que hay gente que no ha encajado bien ese éxito. Antiguos compañeros de partido, algún ciudadano que no vio satisfecha alguna petición…
—Algún constructor arrepentido… - interviene de nuevo Alonso.
—¿Qué insinúa? Pero, bueno, ¿es que se cree usted todo lo que salen en los periódicos? Mi marido ya demostró en el juicio que él era inocente de todo lo que se le acusaba, y sólo fue condenado por unos malentendidos de impuestos en los que le metió el golfo de su asesor fiscal. Y por su buen comportamiento y por ser un ciudadano ejemplar…
Ahora es Prado el que interrumpe a Magdalena, a la vez que dirige una mirada de reproche a su compañero:
—Mejor nos ahorramos el mitin. Nosotros no estamos aquí para juzgar a su marido, pero tampoco para perder el tiempo. Ha dicho usted “el golfo de su asesor fiscal”, de lo que deduzco que ya no está en muy buenas relaciones con su marido. Háblenos de él.
La mujer resopla con fastidio:
—Manuel Plasencia. Un hombre vulgar al que mi marido sacó de la mediocridad porque fueron compañeros de instituto. Se especializó en asesoría fiscal para llevar los asuntos de Sebastián porque, la verdad, no sé ni dónde trabajaba antes. Cuando yo conocí a mi marido ya llevaba muchos años con él. Nunca me gustó, siempre me pareció un trepa. Pero también me parece tan inútil que no le veo capaz de una cosa así. Además, él hubiera pedido el dinero para sí mismo. No ha pegado en su vida un palo al agua si no es en su propio beneficio.
La conversación se prolonga durante más de una hora. Alonso toma nota de los nombres de posibles sospechosos mientras Prado va provocando más recuerdos. Al final la lista resulta bastante numerosa, como era de esperar conociendo el historial del político.
—Pues creo que con esto es suficiente para empezar —concluye Prado levantándose y dirigiéndose a la puerta—. No deje de llamarnos inmediatamente si hay alguna novedad, si se ponen en contacto con usted o si recuerda alguna cosa, por insignificante que le parezca.
—Una última pregunta —Alonso se vuelve cuando ya ha llegado a la puerta mientras su compañero le fulmina con la mirada— ¿Disponen del dinero exigido para el rescate? No en el banco guardadito, entiendo. Quiero decir que si tiene posibilidad de reunirlo.
—Pero, ¿está usted loco? ¡12 millones de euros! ¿De dónde voy a sacar yo 12 millones de euros? Se cree usted…
Los agentes no escuchan el final de la frase. Prado coge a Alonso del brazo y le empuja al exterior mientras muestra sus disculpas a Magdalena e insulta a su compañero a la vez.
Quince minutos más tarde el teniente Martín recibe a sus hombres en su despacho con los informes del caso. El asunto va tomando forma.
—¿Novedades? —pregunta a sus subordinados.
—Ninguna. Este sigue igual de bocazas —contesta Prado señalando a Alonso—. Pero si se refiere a novedades respecto a la futura viuda tenemos una serie de nombres con los que empezar a trabajar.
—¿Futura viuda? No nos subestimes —reivindica el teniente—. Los de la científica están haciendo un buen trabajo. Y los calígrafos ya tienen el modelo de la impresora desde la que se imprimió la nota. Por otra parte, como sabemos que no llegó por correo, tenemos a cuatro agentes preguntando por las gasolineras de la zona por algo sospechoso, y a dos becarios repasando sus vídeos. Además, los de recursos humanos nos están echando una mano esta vez, ya que hemos pensado que podrían ser de ayuda en un caso como éste, en el que seguramente nos encontremos con principiantes, para ir descartando grupos según su extracción social por la forma de escribir, o de hablar, si llegan a comunicarse con nosotros.
—Pues por eso no doy un duro por el fulano. Por lo poco que tenemos hasta ahora está claro que son unos aficionados. Y esos son los peores. En cuanto vean que están acorralados le descerrajan un tiro o lo dejan abandonado y se les muere de hambre. De que los vamos a coger no tengo ninguna duda, pero de que lo hagamos a tiempo, tengo muchas.
Los tres civiles continúan revisando la documentación que se encuentra esparcida por la mesa del teniente Martín. Habitualmente es un hombre ordenado, pero nunca ha tenido que afrontar un delito semejante, y los papeles parecen superarle, aunque no la situación. Mantiene la calma como si toda la vida se hubiera dedicado a delitos mayores, cuando la realidad es que hasta ahora dedicaba la mayor parte de su tiempo a resolver robos en los chalets de las afueras.
—Estamos descartando ya muchas zonas donde buscar a los sospechosos —continúa explicando a sus subordinados—. Salvo que sean unos expertos en simulación de tipologías escritas, los secuestradores no poseen ningún deje gramatical típico de ninguna zona de España.
—¿Quiere decir que no cecean? —pregunta extrañado Alonso.
—Se podría decir así. No han utilizado ningún idioma cooficial, lo que descarta que se trate de un movimiento vinculado con algún tipo de nacionalismo. Ni gallego, ni vasco, ni catalán.
—Pero eso no quiere decir que no sean de esas regiones —interrumpe Prado.
—Obviamente no. Pero eso nos ha dado la idea de empezar a descartar zonas. Insisto en que no es definitivo, porque podría tratarse de expertos lingüistas, pero no tienen pinta. Así que hemos considerado significativo que no utilicen localismos. Me explico. Sabéis tan bien como yo que aquí somos muy leístas, y, por ejemplo, es un defecto que no hemos localizado en la carta.
—¿Quiere decir que porque no piden “dinerico” ya hemos descartado que sean maños? —bromea Alonso.
—Dejaos de tonterías. Es solo una línea de investigación y, por supuesto, no la principal. Pero seguimos investigando por si hubiera alguna pista en ese sentido. Os lo cuento por si detectáis algo que os suene localmente significativo.
—Lo tendremos en cuenta. Y creo que es una buena idea —contesta Prado bastante convencido—. Insisto en que creo que se trata de una banda de aficionados, así que no descarto ni siquiera una burrada como la del “dinerico”
—No los subestimes, Prado. Ya sabes que es el peor error que podemos cometer, creernos más listos que ellos. Se supone que lo somos, pero hay que demostrarlo y dejarse de presunciones.
—No puedo evitarlo. Tengo la sensación de estar echando una partida de mus con un par de imberbes universitarios que se creen muy listos. No sabes por dónde te van a salir y así es imposible jugar en serio. Lo mismo te quieren un órdago a juego con treinta y dos de postre, y claro, de vez en cuando te la lían —se lamenta su subordinado.
—Pues por eso mismo hay que estar muy atentos. Y sobre todo no olvidéis que han sido ellos los que han repartido las cartas, y lo mismo son de los que hacen trampas. Al tajo.
El teniente Martín termina su discurso señalando la puerta de su despacho en un gesto que no deja lugar a dudas. Ambos agentes se levantan y una vez fuera del despacho, Alonso comenta a su compañero:
—Al tajo, al tajo. ¿Qué pasó con eso de “y tengan cuidado ahí fuera”?