Capítulo 1 - GRANDE

San Lorenzo de El Escorial, Madrid, 12 de julio de 2012.

 

 

—Paso.

—Paso.

—Pues yo también.

—Ese es el problema, que todo el mundo pasa. Y no pasa nada.

—¿Hablamos de la partida o nos ponemos metafísicos?

—Metafísicos.

—Pues en otro momento, que me han venido cuatro reyes uno detrás de otro.

—Sí, y a mí se me ha aparecido la Pilarica. Ahora os la presento.

—Estoy hablando en serio, coño.

La partida se interrumpe, porque ninguno de sus tres amigos está acostumbrado a una mínima salida de tono por parte de su compañero de mesa. Siempre un tipo tranquilo, Miguel es un navarro que prácticamente creció, y mucho, en la sierra madrileña. Y la genética y la buena mesa han gestado un hombre de gran tamaño y de carácter apacible. Sus ya cumplidos setenta años no han hecho mella aún en su volumen ni en su energía. Sin embargo, ahora ha tirado las cartas sobre el tapete, ha echado sus pesados hombros sobre el respaldo de la silla y parece cansado. Su gesto deja bien a las claras que no se trata de una mala mano, sino que algo más serio está rondando por su calva cabeza.

La partida tiene lugar en la terraza de casa de Paco, el farmacéutico. Viudo prematuro desde que un infarto fulminara a su mujer diez años atrás, poco antes de su jubilación, controla desde la distancia el negocio que ahora dirige su hija. De complexión atlética, aunque algo corto de estatura, mantiene un aspecto más jovial que sus compañeros porque es el que más pelo conserva, aunque esté ya completamente blanco. La vivienda es una antigua construcción de piedra situada al comienzo de una finca que se pierde hacia las montañas en ligera pendiente, una enorme extensión de terreno en plena sierra de Guadarrama, a apenas dos kilómetros de San Lorenzo de El Escorial.

Allí pasan las tardes jugando eternas partidas de mus sin apenas interrupciones. Pero en este momento las cartas descansan en la mesa, y aunque ninguno se anima a hablar, tampoco se deciden a continuar jugando. Por fin, Andrés, algo más veterano que sus compañeros, se atreve a preguntar:

—¿Y de qué estás hablando en serio?

—Pero, ¿vosotros no leéis los periódicos?

—Sí, pero tendrás que ser más preciso, porque hay tantas noticias que le cabrean a uno…

—Dime la que más —insiste el navarro. Su mirada taladra a Andrés. No es un hombre que se asuste fácilmente, pero los ojos de Miguel transmiten una fiereza nada habitual.

—No sé. La situación en Oriente Medio, como siempre, por ejemplo.

—Una mierda. La situación allí es espantosa como siempre, estoy de acuerdo, y a uno se le atraganta la comida cuando se ceban con algunas imágenes para impactar, pero no te cabrea. Te entristece, incluso te indigna, pero las más de las veces no le dedicas más de dos minutos a pensar en ellas.

—¿Qué estén todo el día hablando de fútbol? —se aventura a preguntar Paco, el anfitrión—. La verdad es que es un coñazo. Mira que me gusta el fútbol, pero creo que no da para más. Me gusta ver un partido, si acaso las repeticiones, pero dedicarle veinte minutos en el telediario…

—Y luego los programas de debate, en los que nadie tiene ni idea, pero en los que no se callan nunca —se anima Andrés de nuevo.

—¡Que no, hombre, que no! —explota Miguel volviendo a mirar a sus amigos como si acabaran de llegar—. Estoy hablando de verdadero cabreo, del que te entra cuando te das cuenta de que te toman por idiota, y si escarbas un poquito, acabas dándote cuenta de que de verdad lo eres, y que todo el mundo lo sabe desde hace tiempo, y se están riendo de ti.

—Para mí que estás hablando de política —proclama Paco, el farmacéutico, perspicaz e irónico a la vez.

Sus compañeros sonríen. Esta vez se van acercando al asunto que tanto reconcome a Miguel.

—Pues no empecemos, que ya sabemos de qué pie cojeamos cada uno —protesta Andrés—. Y siempre que empezamos con el tema acabamos por no llegar a ninguna parte y yo, por lo menos, con la sensación de que he perdido la ocasión de pasar un rato con los amigos hablando de libros, o de cine, o incluso del mismo fútbol. Y acabo de cumplir los setenta y cinco y sé que no tengo mucho tiempo que perder con esos individuos. Así que hablad de una vez que estos cuatro señores que tengo en la mano están con ganas darse una vueltecita y no de hablar de política.

—No es de política. Es de políticos. Que no es lo mismo. Y de los políticos que tenemos en este país, que son los que nos merecemos, por lo visto —Miguel se vuelve a acalorar. Su cuerpo gigantesco se incorpora sobre el tapete, las bebidas tiemblan haciendo tintinear los hielos como si también estuvieran asustados, y sus compañeros escuchan con atención— ¿No habéis visto el último caso, el del concejal de un pueblo de Huesca? ¡De un pueblo de Huesca, coño! Pero, ¿cómo se puede llevar un tío cinco millones de un pueblo de Huesca sin que nadie se dé cuenta?

—Sí, sí que se han dado cuenta, que a ese lo han trincado, Miguel —puntualiza Paco.

—Sí, es verdad. Pero como todos los demás, se pasará unos mesecitos en la cárcel, si llega, y después, sin devolver ni un duro, saldrá a reírse de todos los contribuyentes.

—¡Y de los no contribuyentes! Con cinco kilos tiene para reírse de mucha gente —se ríe Juan, interviniendo por fin en la conversación. Es algo más joven que sus compañeros, pero un ERE perpetrado en la multinacional en la que trabajaba le llevó muchos años atrás a rellenar sus horas de ocio con aquellos hombres que ahora le miran con gesto de desaprobación. Siempre ha sido un espíritu libre al que la jubilación anticipada le vino como anillo al dedo, pero precisamente por eso sus comentarios no siempre terminan por ser comprendidos. Es casi tan alto como Miguel, tiene una sana tripa de hombre satisfecho y una cuidada barba de hombre que se cuida.

—¿Y te parece gracioso? ¡Que es de ti del que se está riendo, joder!

—Miguel, tranquilízate, hombre, que parece que es él el que te ha robado el dinero —interviene Paco poniendo una mano sobre el hombro del navarro.

No consigue calmarlo. Miguel se levanta de la mesa y se asoma a la baranda de la terraza. Ante sus ojos tiene la imponente finca de su amigo Paco, fruto de muchos años de trabajo y de mucha gente comprando cremitas, porque con “las aspirinas no hubiera salido del barrio, créeme”. Apoya todo su peso sobre el granito que delimita la terraza y suspira con resignación.

Sus compañeros lo observan mudos. Miguel es un hombre tranquilo. Su empresa de muebles de cocina le ha ido dejando, desgraciadamente, cada vez más tiempo libre. Por fortuna fue prudente en los tiempos de vacas gordas y ahora no tiene que sufrir estrecheces. La separación de su mujer, hace casi treinta años, fue más o menos amistosa, y la ausencia de hijos le evita cualquier tipo de necesidad económica, aunque cuando habla del tema siempre se vislumbra una cierta nostalgia de lo que no fue. Ahora es Juan el que añade, con mucho cuidado:

—¿Qué te pasa, Miguel? No te hemos visto así ni siquiera con todo lo que has pasado con la empresa. ¿Tiene algo que ver?

Mientras habla se he levantado también de la mesa. Se acerca a su amigo para sonar más conciliador, pero él no se atreve a ponerle la mano en el hombro.

—Es muy frustrante. ¿No os pasa a vosotros? Dedicas toda tu vida a sacar una familia adelante… Y no es sólo eso. No voy a decir yo que puse un negocio de cocinas para que el país fuera más próspero, no seré tan hipócrita. Lo puse con la intención de ganar dinero. Y lo gané. Pero la satisfacción no hubiera sido la misma si a mi alrededor no hubiera visto progresar a todo el mundo. No a todos les fue tan bien, pero en general hemos podido ver cómo prosperábamos. Mira el pueblo, por ejemplo. Hace muchos años por la lonja del monasterio no pasaba ni un coche, y los que pasaban eran acontecimiento. Empezaban a venir turistas extranjeros despistados, hartos de playas y de sanfermines, y la vida de todos empezó a cambiar rápidamente. Mi padre se casó al volver de la guerra, como los vuestros, y se fueron de viaje de novios a Toledo. ¡A Toledo! Y ahora parece que no se han casado si no van a otro continente de luna de miel.

—Pues estupendo. Te ha ido bien, y a los demás también. ¿Cuál es el problema?

—El problema es que unos cuantos hijos de puta, porque no tienen otro nombre, aprovechando que todos estábamos tan contentos con los resultados de nuestro esfuerzo, se han ido forrando, forrando de verdad, pero sin pegar un palo al agua. Durante toda la puñetera transición, y con la excusa de la modernidad, de las autonomías y de la puñetera Unión Europea, unos cuantos nos han ido vendiendo burras que hemos ido comprando una detrás de otra.

—No te sigo, Miguel. Todo eso lo sabemos desde hace años. ¿Cuál es la novedad?

—Yo tampoco te sigo, y, no es por molestar, pero de verdad que no me vais a jorobar esta mano —insiste Andrés poniendo un dedo sobre las cartas que descansan frente a él.

—Pero si no tienes nada, hombre, que te conocemos desde hace años —contesta Juan.

—Tú éntrame a pares, y las levanto —amenaza Andrés.

—Tiene razón Andrés, vamos a seguir, y ya charlaremos luego —Miguel se vuelve a sentar, recoge de nuevo sus cartas y da por terminada la conversación—. Se fue la grande.

La partida continúa como cada jueves y cada domingo. En contadas ocasiones interrumpen su costumbre. Una ligera enfermedad, una visita familiar o cualquier otro plan. Nunca buscan un sustituto. Para ellos aquellas partidas se han convertido en una excusa para charlar, y aunque no bromean con el juego, en ocasiones dejan las cartas a un lado para contarse algo, no mucho, de sus respectivas vidas.

Al principio jugaban en uno de los bares del pueblo. Pero a los pocos años murió el dueño y el local se convirtió en un locutorio. Les dio pereza empezar a domesticar un nuevo camarero con sus pequeños caprichos sagrados para acompañar la partida, y aceptaron encantados la propuesta de Paco de jugar en su casa. Desde que murió Lucía la casa se iba quedando cada vez más grande, porque pronto Martita, la única hija, buscó su propio nido. Trabajar con su propio padre en la farmacia ya tenía sus inconvenientes, pero compartir además aquella gigantesca casa sin su madre se le hizo imposible.

La propiedad muestra su mejor cara de espaldas al pueblo, mirando a la sierra. En la fachada posterior, una hermosa, aunque quizá un tanto recargada balaustrada, cubierta de geranios y petunias a partes iguales, imprime a la casa ese aspecto de mansión victoriana que tanto gustaba a la difunta esposa. Y las vistas desde la terraza no pueden ser más espectaculares. La finca, que en tiempos alimentaba a cientos de vacas, llega hasta las faldas del monte Abantos, que se levanta imperial al fondo del paisaje. Sólo árboles y matorrales hasta donde alcanza la vista, exceptuando la casa del guardés, que ha quedado casi enterrada entre la maleza.

Y en aquella terraza juegan sus larguísimas partidas en los días de verano. En invierno se retiran al salón y, unas veces sí y otras no, dependiendo de la pereza del dueño, juegan a la luz de la lumbre. Los días que no toca, se arriman a un antiguo radiador de hierro fundido. Pero siempre cerca del gran ventanal que permite ver el monte a lo lejos y disfrutar de las magníficas vistas.

Hoy hace buen tiempo. Un verano incipiente promete largas horas allí sentados, sin nada que hacer más que ver pasar las cartas entre sus manos y contar los amarracos que se van anotando. Lo más parecido al paraíso del jubilado. Pero Miguel va a cambiar para siempre aquellas largas tardes que no tienen otro objetivo que la treinta y una con pares.

—Y, ¿sabéis qué es lo peor? Que nadie hace nada. Que no hacemos nada.

Miguel retoma sus quejas cuando Juan iba a repartir para empezar un nuevo juego. La tensión de unas últimas manos ajustadas, resueltas con poca diferencia, ha dejado lugar a un momento de cierta relajación. Sus compañeros entienden que es el momento de volver a hacer una pausa y escucharlo de nuevo. No parece que antes haya dicho todo lo que tiene dentro, reconcomiéndolo:

—Nos quedamos mirando la televisión, viendo el telediario un día sí y otro también, escuchando que un político se ha hecho de oro a costa de todos nosotros. Comentamos algo con el que nos pille cerca, con el de la barra si nos coge en un bar. Muchas veces blasfemamos y nos cagamos en los muertos del chorizo de turno, pero nunca, nunca, hacemos nada. Ni siquiera nos dura el cabreo más allá de los deportes.

Andrés, el mayor de los cuatro, interviene:

—Así funciona. Lo más que puedes hacer es no votarles en las siguientes elecciones, y poco más. Y sirve para poco, porque entonces vienen los otros y roban lo que no han podido llevarse los primeros.

—Pues no puede ser. Nos han llenado la cabeza con la democracia desde hace cuarenta años. Antes por lo menos sabías que si te quejabas te metías en un lío. Pero, ahora, ahora no nos quejamos por pura comodidad, por pura vagancia. Es como si estuviéramos tumbados a la sombra de un manzano y se acercara un individuo a llevarse nuestra cartera, y, por no levantarnos, lo miramos cómo se marcha murmurando “será cabrón”, y seguimos dormitando. Y el tío se da la vuelta, saluda tranquilamente sabiendo que no vamos a levantarnos, sonríe y encima nos dice: “no puedes ser más tonto ni aunque entrenes, hasta la próxima”. Y se larga con tu dinero.

—¿No estás exagerando un poco? —se atreve a insinuar Juan.

—Yo creo que no —interrumpe Paco a su amigo—. Miguel tiene toda la razón. Yo leí una vez una frase, de no sé quién, que decía que el mayor problema del siglo XX no es la cantidad de gente mala que hizo cosas malas, sino la de gente buena que no hizo nada por impedirlas. Es la pasividad de todos la que da alas a esa panda de mangantes.

—¿Y qué vas a hacer? ¿manifestarte? ¿atarte a la puerta del ministerio de turno? ¿pegarle fuego al ayuntamiento? —protesta Andrés—. Cuanto antes entendáis que tienen la sartén por el mango y os relajéis, mejor viviréis, más contentos y puede que hasta más tiempo. Esto ha sido así toda la vida. En cualquier parte del mundo y en cualquier cultura.

—Pero precisamente ahora estamos en un momento y en lugar donde podemos controlar a los que mandan, donde para mandar nos necesitan, nos hacen la pelota, y de vez en cuando hasta carreteras. Y, aun así, en vez de aprovechar ese poder, hemos decidido tumbarnos debajo del manzano porque se está más cómodo. Comodísimo. ¿Qué más da que unos pocos se forren a mi costa si yo tengo mi tele de plasma y mis vacaciones en la playa? Es así de triste, es la puñetera verdad. La triste verdad es que compensa. Yo vivo muy bien y no me importa que algunos vivan mejor que yo a mi costa. Mientras pueda seguir viviendo igual…

—Insisto, ¿y qué vas a hacer? —contesta Andrés, escéptico.

En ese momento Miguel está a punto de contestar, pero calla. Mira a sus compañeros de partida, uno a uno y detenidamente, como si estuviera a punto de aceptar un órdago a chica, pero no se decide.

—Yo qué sé. No tengo ni idea. Y eso es lo que me tiene amargado. Que no sé qué se puede hacer. Pero tiene que poder hacerse algo. Y yo he llegado a un punto de mi vida en el que me veo dispuesto a hacer algo. A dedicar mi tiempo y puede que hasta mi dinero a intentar cambiar las cosas.

—Si te presentas a alcalde, yo te voto —exclama Juan con una sonora carcajada. Los demás aceptan la invitación a la relajación que el comentario supone y vuelven a repartir las cartas.