Capítulo 9 - GRANDE

Guadarrama, 21 de julio de 2012.

 

 

Sentados en la barra del Sala, dando buena cuenta de una generosa ración de gambas, Paco y Andrés hacen cábalas sobre lo que Miguel irá a contarles en breve. Los tres han quedado en el restaurante emblema de Guadarrama, a apenas quince minutos de San Lorenzo, para poder hablar tranquilamente sin que nadie del pueblo esté pendiente de su conversación. El lugar es lo suficientemente popular como para encontrarse con algún vecino, pero tampoco es que tengan que esconderse. Todavía. Movidos por la curiosidad, el farmacéutico y el más veterano de los jugadores han llegado antes de la hora prevista.

—Pues yo no sé de qué va el asunto, pero la verdad es que estoy bastante desconcertado —Paco va hablando mientras Andrés chupa cabezas de gamba casi sin respirar—. Conozco a Miguel desde hace muchísimos años, y no tengo ni idea de por dónde va a salir, porque no le pega nada esta decisión. Siempre ha sido muy tranquilo, muy del norte, no sé si me entiendes, y muy harto tiene que estar para que se ponga ahora a hacer locuras.

—Precisamente esa sensatez es lo que más me gusta a mí de este asunto. He estado pensando mucho en ello desde antes de ayer, cuando nos citó aquí para comer después de que Juan se fuera de tu casa un poco más rápido de lo habitual. Y Miguel tiene toda la razón. Hay que hacer algo, así que, salvo que sea matar a nadie, y no creo que vayan por ahí los tiros…

—Nunca mejor dicho —apostilla Paco con la boca llena.

—En serio. Miguel siempre ha tenido la cabeza muy bien amueblada, tú lo sabes mejor que nadie. Y si tiene una buena idea, y le sale la mitad de bien que el negocio de las cocinas, yo quiero estar ahí desde el principio —termina Andrés.

—Yo creo que el detonante tiene que ver con la crisis, últimamente no lo veo bien...

—Hombre, es que con la que está cayendo…

—Sí, y que la crisis no perdona a nadie. El negocio, como todos los relacionados con la construcción, se le ha ido a la mierda. Es verdad que Miguel no ha sido tonto y ha sabido diversificar, invertir en otros sitios, ya me entiendes… —Paco duda, y acaba por confesar sus temores—. Pero, admitiendo que la parte económica también puede influir, yo creo que lo que peor lleva es la soledad. No tiene hijos, el único hermano que tenía murió hace veinte años…, yo lo veo como un poco, no sé, pues eso, como un poco solo.

—Pero si estáis juntos todo el día… —argumenta Andrés.

—Ya, precisamente. Nos vemos mucho. Pero yo le hablo mucho de Martita y sus chicos, o de que me voy a Galicia a pasar unos días…

—Pero si nunca vas.

—Joder, parece que no quieres entenderlo. No es eso, es que él ve que yo tengo una familia y que puedo hacer planes, aunque luego no los cumpla. Sin embargo, él, pues no tiene más remedio que quedarse en la sierra de veraneo.

—Que no es mal plan. Pero, vale, vale. Ya te entiendo.

En ese momento entra Miguel saludando desde la puerta. Les hace una seña y se dirige al camarero que franquea la puerta que da acceso al restaurante. Éste comprueba la reserva y los tres ya reunidos entran en la magnífica terraza ajardinada que será testigo de sus confidencias.

Después de tomarse su tiempo para pedir, con una tranquilidad impropia del momento, Miguel no se anda por las ramas:

—El médico me ha dicho que como mucho me quedan seis meses.

Y el mundo se para. Ni Paco ni Andrés aciertan a decir palabra, ni siquiera a mirarse uno a otro. Y las mesas colindantes parece como si hubieran oído a su amigo, porque el silencio se extiende incluso hasta el final del restaurante. El tiempo se ha detenido y ellos son tres personajes congelados, como en un cuadro. Andrés titubea, y luego pregunta lo único que se puede preguntar en estos casos, igual que dos días antes:

—¿Te estás quedando con nosotros? Es broma, ¿no?

Miguel sonríe para demostrar que va en serio.

—¿Tú crees que yo soy de los que bromean con estas cosas?

—No. La verdad es que no conozco a nadie que bromee con estas cosas, pero supongo que es lo me gustaría oír. Que era una broma. Pero, ¿qué tienes? ¿desde cuándo?

—Nada original. Cáncer. De páncreas. Pero es peor aún de lo que suena. El proceso es muy lento y no se notan apenas síntomas al principio, pero después todo es muy rápido y creo que bastante doloroso, aunque es la menor de mis preocupaciones.

—¿Y no se puede hacer nada? —pregunta Paco, siempre práctico—.  Habrá algún tratamiento, yo qué sé, en Estados Unidos, que tienen de todo.

—Nada, está en una fase tan avanzada que ya no tiene solución. Si lo hubiéramos detectado a tiempo podría haberse hecho algo más, pero ya es demasiado tarde —contesta Miguel con gesto de abatimiento.

Por un momento parece que se derrumba. Sus compañeros no se atreven a decir nada. Se miran uno a otro pasándose la pelota de la siguiente intervención. Pero ninguno se decide. Al fin, Andrés intenta cambiar de tema, más o menos:

—Y toda esta historia de liarte la manta a la cabeza es por esto, claro. Quieres hacer algo importante antes de..., bueno, de… ya sabes.

—De morirme, sí. Lo puedes decir. Creo que estoy hecho a la idea. Hace ya dos meses que lo sé. Al principio fue muy duro, pero no quise decir nada porque no soportaba la idea de que estuvieseis todo el rato compadeciéndome y lo único que realmente me apetecía, bueno, lo único que conseguía hacer que no pensara en ello era jugar al mus con vosotros. Hablar de cualquier cosa y no pensar. Es lo único que quería.

—Y lo de pasar a la acción… —empieza a decir Paco.

—Chis. Aquí no vamos a hablar de nada de eso. Luego os cuento. Ahora vamos a comer y a celebrar que vamos a hacer algo grande, que estamos vivos y que yo no me voy a ir de este mundo sin hacer algo por mejorarlo, que es a lo que todo el mundo debería dedicarse, ahora me doy cuenta.

—Brindemos por eso —corrobora Andrés levantando solemnemente la copa. Está cada vez más decidido a embarcarse en la aventura que tenga en mente Miguel. Y ahora que sabe lo que le ha movido a ello, en lugar de echarlo para atrás, no hace sino aumentar sus ganas de colaborar.

—Brindemos —añade Paco con algo menos de entusiasmo. Está todavía demasiado impresionado por la noticia, y algo dolido por no haber sabido nada antes. Pero, aunque no tan decidido como Andrés, también está dispuesto a darle la última satisfacción al que ha sido su mejor amigo desde que eran unos críos.

La comida transcurre con lentitud. Los suculentos platos se suceden uno tras otro y los tres comensales se esfuerzan por hablar de cualquier cosa que no sea trascendental. Ni de los grandes temas como la vida o la muerte, ni de cualquier nuevo caso de corrupción escandalosa que pueda llevarles al motivo de su reunión. Después del postre se dirigen al aparcamiento del restaurante, y una vez allí Miguel les indica que van a dar una vuelta en su coche. Allí podrán hablar tranquilos.

Salen de Guadarrama en dirección a Cercedilla. Van dejando a su paso extensas fincas de ganado salpicadas de casas de piedra escondidas y numerosos bosques de pinos, más frondosos cuanto más suben la montaña. Al principio los tres guardan silencio, esperando que Miguel tome la palabra y les explique por fin sus intenciones. Viajan también absortos en un paisaje que conocen muy bien y que la noticia de la enfermedad de Miguel les hace ver con otros ojos. La naturaleza, aunque sea transformada en parte por la mano del hombre, como en esta parte de la sierra, les hace sentirse más relajados, casi espirituales, y ninguno quiere estropear tan profunda sensación. Por fin, Miguel empieza a hablar:

—Como ya os he explicado, llevo tiempo dándole vueltas a la cabeza a la necesidad de actuar. Ahora habéis entendido por qué, pero la verdad es que esto sólo es la cerilla que va a encender la mecha, pero la pólvora la llevo dentro desde hace mucho tiempo. No tiene nada que ver ni con no tener familia, ni con la crisis y lo flojo que va el negocio en los últimos años, por decirlo suavemente. Aunque supongo que todo influye. En realidad, es algo que siento que ha ido germinando en mi interior desde hace muchísimo tiempo, diría incluso que desde los tiempos de la Expo de Sevilla, y que ha ido creciendo con todos los pufos que se han ido sucediendo desde entonces. Juan Guerra, Filesa, los Gal, ahora la Gurtel, Bárcenas, los Eres… Podría estar así hasta mañana. Y eso por no hablar de los otros de los que nadie habla, quién se habrá llevado quién sabe cuánto dinero con los dichosos aeropuertos que hay casi en cada pueblo. Sólo falta uno ahí, en Alpedrete, dice señalando el pueblo que dejan a su derecha.

—No creo que nadie te lleve la contraria. En eso y en pocas cosas más podemos estar todos de acuerdo —corrobora Paco.

—Bueno, pues lo que me diferencia del resto es que a mí se me han hinchado las narices un poquito más que al resto. Yo he dicho basta, y alguien va a pagar, por lo menos un poquito, de todo lo que esta gentuza lleva robándonos desde hace al menos treinta años.

—¿No estarás pensando en cargarte a alguno? —se asusta Andrés. Ve a su amigo demasiado decidido, con la mirada fija en la carretera y sin apenas pestañear.

En ese momento Miguel sale de la carretera. Un pequeño claro junto a la misma le permite aparcar y una enorme encina oculta en parte el coche de miradas curiosas. Cuando para el motor, contesta:

—No. No quiero matar a nadie. No me gusta la violencia, aunque lo que voy a hacer, porque lo voy a hacer con o sin vosotros, tengo que reconocer que es violento.

—¿Te vas a dedicar a darlos palizas? ¿A todo el corrupto que te encuentres? —pregunta ahora Paco—. Vas a acabar reventado —bromea.

—No. Tampoco. Es lo que de verdad dan ganas, pero en unos días estarían tan panchos, en el chalet que se hayan comprado con mi dinero y riéndose de nuevo de todos nosotros. Mi idea pasa porque se les acabe el chollo.

—¿Entonces?

Miguel se gira sobre su asiento. Sus amigos lo miran atentamente. Él posa sus ojos alternativamente sobre los de sus dos amigos. Sonríe ligera y maliciosamente, y por fin contesta:

—La solución es secuestrarlos. Y pedir un rescate, claro. Todo lo que hayan robado. Ni un euro más, pero ni un euro menos.