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El coche de Lucie, en el que también iba Nicolas, zumbaba por la carretera, con la luz giratoria encendida cuando era necesario, seguido por el de Levallois y Robillard.
Debían recorrer un centenar de kilómetros antes de llegar a una finca en el campo, no lejos del remoto pueblucho de Bailleau-le-Pin.
Una vivienda por la cual, según Hacienda, Camille Pradier pagaba sus impuestos desde 2009.
—Tengo un mal presentimiento —dijo Nicolas—. Todo esto es demasiado… rápido. Demasiado sorprendente.
—Y yo uno bueno. Creo que Camille aún estará allí, esperándonos, y que, al mismo tiempo, tendremos la suerte de atrapar a Caronte.
Las investigaciones sobre Claudio Calderón no habían dado resultado. No constaba ni en Hacienda ni en la Seguridad Social. Tal vez hubiera cambiado de identidad o residiera en un país vecino, cerca de la frontera. Y de momento no podían tramitar una orden de búsqueda a la Interpol, así, deprisa y corriendo, pues no tenían pruebas tangibles contra él, tan sólo vagas suposiciones.
La densidad de población y de tráfico se redujo bruscamente cuando abandonaron la autopista A-11 y tomaron carreteras secundarias, en especial tras pasar Bailleau-le-Pin. Campos que se perdían en el infinito, casas de piedra aisladas, solitarias y de difícil acceso.
Un poco más adelante, se desviaron y tomaron un camino de tierra. Un cartel bastante nuevo indicaba: PROPIEDAD PRIVADA. Tras recorrer varios centenares de metros llenos de baches, vieron una vivienda a lo lejos. Era una de esas viejas y grandes construcciones de piedra que se podían comprar por cuatro duros, pero que requerían importantes trabajos de mejora para ser habitables.
Lucie redujo la velocidad. No se veía ningún otro vehículo en los alrededores. Nicolas le pidió que parara y fue a hablar con Levallois. Pascal Robillard también bajó del coche. Gotas de sudor le resbalaban por la frente y se perdían en sus cejas. Un viento abrasador barría las extensiones llanas y silenciosas. El sol era enorme y amarillo, como una fruta demasiado madura.
—Si Caronte aún no ha venido y aparcamos cerca de la casa, nos arriesgamos a que vea los coches al llegar —dijo Nicolas dirigiéndose a Lucie—. Dad media vuelta. Aparcad un poco más lejos y venid a pie.
—¿Y tú?
—Yo iré con Pascal a echar un ojo ahí dentro, a ver si encontramos a Camille. Os esperamos.
—Tened cuidado.
Lucie dio media vuelta, seguida por Levallois. Las ruedas de los coches levantaron una nube de polvo ocre. Los campos circundantes eran perfectos, verdes y amarillos, poblados por arbustos y hierbas salvajes. No había terrenos cultivados cerca, sólo la naturaleza en estado puro. El lugar ideal para dedicarse al tráfico más espeluznante. Ni vecinos ni testigos. Únicamente un puñado de cuervos allá a lo lejos, posados sobre unos cables de alta tensión.
Los dos policías desenfundaron las armas y a continuación se dirigieron a la finca, situada a unos doscientos metros. Nicolas sintió cómo la tensión y el miedo se apoderaban de sus músculos. La imagen de las llamas ardiendo a su alrededor le volvió a la mente; sin embargo, intentó mantener la sangre fría.
La puerta de la verja estaba cerrada, dieron la vuelta y saltaron por detrás.
—Lo ha dejado todo bien chapado —señaló Bellanger.
Se encontraron en un terreno cubierto de malas hierbas y tierra seca. A su izquierda, un cobertizo con la puerta en ruinas. Se acercaron a echar un vistazo. El lugar estaba casi vacío, excepto al fondo, donde se acumulaban viejos materiales, neumáticos y herramientas en mal estado. Pradier tenía pinta de no haber tocado nada.
La casa, cubierta por un tejado de pizarra gris algo desvencijado, no era más que un siniestro bloque de piedra devorado por la hiedra. Los canalones colgando, las contraventanas cerradas con la pintura descascarillada, las junturas de cemento desmigajándose. En cambio, la puerta de entrada y las ventanas del primer piso parecían nuevas y particularmente robustas. Robillard forzó uno de los postigos y descubrió que Pradier había cambiado también las ventanas de la planta baja.
Tras dar la vuelta a la vivienda, tuvieron que admitir que no podrían entrar sin hacer algún destrozo.
—No hay ninguna línea telefónica en el exterior —observó Nicolas—, así que no hay riesgo de aviso si salta la alarma. Podemos entrar. Cruza los dedos para que Camille esté dentro. Tiene que estarlo.
Robillard notó el temblor en la voz del inspector jefe. Arrancó una contraventana y golpeó el cristal con la culata de la pistola. Tuvo que intentarlo varias veces antes de conseguir romperlo.
—Jodidamente sólido —dijo.
Metió el brazo por el agujero y bajó la manilla interior de la ventana.
Un vacío glacial recibió a los dos policías. Ningún mueble, cables eléctricos colgando, paredes arruinadas, tabiques tirados. Unas vigas enormes aguantaban la estructura. Pradier no había hecho reformas, poco preocupado por el confort interior.
Con toda evidencia, la casa no estaba destinada a servir de hogar.
—¿Crees que habrá una bodega? —preguntó Bellanger avanzando con prudencia.
—En estos sitios siempre hay una bodega.
Sus voces resonaron en el vacío. Robillard señaló con el mentón una puerta dotada de un enorme cerrojo, de madera maciza, tipo roble. La golpeó con el puño para comprobar su solidez y examinó la cerradura.
—Parece de tres puntos. Una barra de hierro se mete en el suelo y otra en el techo. O sea, que es una puerta blindada. Las vamos a pasar canutas para abrirla.
Bellanger acercó la boca a la cerradura.
—Camille… ¡Soy Nicolas! ¿Estás ahí?
Aplastó la oreja contra la madera, pero no oyó ninguna respuesta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Robillard.
—Puede que esté ahí abajo, inconsciente o sin fuerzas para responder. Ve a ver al cobertizo, rápido; digo yo que habrá alguna herramienta para derribar la puerta.
Pascal Robillard salió corriendo y reapareció al cabo de dos minutos, armado con un gran mazo y un hacha vieja. Bellanger cogió el hacha y se puso a astillar la madera con saña mientras Robillard descargaba el mazo alternativamente, con la misma fuerza que su jefe. Pero, a pesar de la contundencia de los golpes, la puerta se resistía. Los dos hombres no tardaron en quedarse sin aliento y empapados de sudor. Acabarían por conseguirlo, pero ¿cuánto tiempo iban a necesitar?
Por fin aparecieron Lucie y Jacques.
—¿Y bien? —preguntó la teniente.
—No sabemos…
Levallois se apostó junto a una de las ventanas, tras haber abierto un poco uno de los postigos, mientras saltaban los trozos de madera de la puerta blindada. Bellanger tuvo que parar varias veces para recuperar el aliento e intercambiar su herramienta con la de Robillard. Lo consiguieron tras un cuarto de hora largo. Eran casi las cinco y media.
—Bajad vosotros —dijo Levallois desde su puesto de observación—. Yo me quedo aquí vigilando con discreción, por si viene Caronte. —Meneó la cabeza, con los labios apretados—. Volved con ella, hacedme el favor.
Nicolas se abrió paso a través de la puerta destrozada y apretó un interruptor moderno. Se produjo un chasquido y brotó una luz de neón, iluminando varios escalones muy limpios, pintados de blanco. El inspector jefe bajó en primer lugar, seguido de cerca por Pascal y Lucie. No tardó en llegarles un olor a productos medicinales. Los corazones latían desbocados en sus pechos y la tensión hacía que los oficiales de la Policía Judicial aferraran las culatas de sus pistolas.
La escalera desembocó en una habitación rectangular pintada completamente de blanco, presidida por una mesa de acero con surcos a ambos lados, como las de las morgues. El suelo estaba impoluto.
Enfrente, varias mesitas con ruedas llenas de guantes quirúrgicos, jeringas, kits de transfusión sanguínea, cánulas, productos anestésicos o relajantes musculares. A la izquierda, sobre un lavabo, fundas negras vacías, con cremallera, como las que se usan para transportar cadáveres. En un cubo de basura, unos guantes manchados de sangre.
Estaban en una Casa Amarilla en versión francesa. Un lugar donde con toda probabilidad se extirpaban órganos a personas vivas que habían sido secuestradas. Todo muy limpio y funcional. Y, a juzgar por el olor, utilizado hacía poco.
Los policías entraron atropelladamente en la habitación, pero sus esperanzas se esfumaron enseguida al encontrar unas esposas, abiertas por un extremo y sujetas a una tubería por el otro. Había restos de sangre y de piel en el metal. Camille debía de haber luchado, gritado, intentado escapar. Nicolas se agachó y recogió un cigarrillo consumido sólo a medias. Tocó con el dedo índice la punta carbonizada.
—¡No puede ser!
—No me digas que aún está caliente —dijo Lucie.
—No está del todo frío. Caronte ha tenido que pasar por aquí no hace mucho rato. ¡Y no hemos visto nada en la carretera, joder!
Lucie empezó a andar arriba y abajo, tirándose de los pelos. Miró en la basura y les dio la vuelta a los guantes usados mientras Robillard escudriñaba cada rincón, en abosluto silencio.
—Todo está seco, no hay sangre fresca —constató Lucie—. No le ha extirpado los órganos aquí, se la ha llevado a otra parte.
Nicolas golpeó con el puño cerrado una de las paredes.
—¡Casi lo teníamos!
A Lucie le entraron ganas de ponerse a gritar, pero intentó mantener la sangre fría.
—¿Qué opciones nos quedan? —preguntó.
Pero Nicolas ya no la escuchaba. Marcó un número de teléfono y se atrincheró en un rincón. Lucie dedujo que hablaba con el juez. El tono de voz aumentó.
—¡A la mierda! —gritó mientras colgaba.
A punto de estallar, se dirigió a sus tenientes.
—Llamad a la Científica, a los polis de la zona, volved al 36, haced lo que os dé la gana. Yo me quedo uno de los coches.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Lucie con inquietud.
Nicolas salió corriendo.
—Derribar otras puertas.