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El Fiat Siena rojo de Sharko llevaba siete horas circulando en dirección a Torres del Sol.
El teniente estaba furioso. Al enterarse por boca de Lucie de la desaparición de Camille, se había puesto en marcha, sin hacerse más preguntas. Tenían que darse prisa. Según las estadísticas, disponían de setenta y dos horas para encontrarla. Pasado el plazo, las probabilidades de volver a verla con vida se fundirían como la nieve al sol. Pero Sharko sabía que, si la joven gendarme pasaba tan siquiera veinticuatro horas con un tipo como C. P., estaba bien jodida.
Podía imaginarse perfectamente el estado de ánimo de sus colegas y la insoportable tensión en el equipo. La última noticia que tenía era que se dirigían todos juntos al CHR, Lucie incluida. Y aquél era el guion que más temía. La mujer que amaba acercándose de forma irremediable al peligro, atrapada por el torbellino de la investigación, y sin estar él allí para protegerla.
Todo se iba al carajo.
Tras dejar atrás el Gran Buenos Aires, la parte más salvaje de Argentina había ido surgiendo kilómetro a kilómetro. La pampa se desplegaba por doquier como un gran tapiz de fuego, de rubí, de clorofila. Praderas de un azul luminoso, de un verde frío, que se extendían hasta los Andes, pobladas por incontables rebaños blancos y negros. Sharko pasó junto a viejas gasolineras oxidadas, camiones gigantes, bares de carretera que parecían salidos de una road movie. De vez en cuando un latifundio —una explotación agrícola gigantesca— aparecía como una reminiscencia del pasado, antes de que el paisaje volviera a recuperar su mineralidad, su fuerza, su carisma, azotado por un viento gélido y rasante que peinaba los grandes prados.
Luego la vegetación cambió. Más ruda, más espesa, más caótica. De un verde esmeralda. Sharko notó la humedad, la fuerza del río, los efluvios de los pantanos, al tiempo que la temperatura subía algunos grados —aunque seguía haciendo frío, apenas 13 °C.
Cuando el policía entró en Torres del Sol, hacia las diez de la mañana, hora local, tuvo la impresión de encontrarse en mitad de un plató de cine estadounidense abandonado, donde se hubiera rodado un film de terror, tipo los 2.000 maníacos. Le dieron la bienvenida unas láminas grises y blancas, agujereadas, restallando en el vacío. Sharko aminoró la marcha y condujo a veinte kilómetros por hora, con la impresión de estar soñando.
La ciudad era fantasmagórica.
Una sombra del pasado, sucia y polvorienta.
Los letreros de madera de los pequeños comercios se bamboleaban mecidos por el viento. Sin duda, en otra época habían sido de vivos colores —azules, verdes, rojos—, pero ahora tenían ese tono apagado de los objetos lamidos por la lluvia, el viento y la arena. Igual que las fachadas de las casas, con la pintura blanca descascarillada. Las ventanas y las puertas negras, opacas, rotas o remendadas con alambres, cinta adhesiva y cartones. Por aquí y por allá colgaban cables de luz y de teléfono. Un chucho viejo y escuálido pasó marcando costillas, antes de desaparecer entre la maleza de una vía férrea cubierta de hierbas y atravesada por un camión cisterna tumbado sobre uno de sus flancos, destartalado.
Sharko empezaba a pensar que la ciudad estaba desierta cuando vio pasar fugazmente a dos hombres por el espejo retrovisor. Luego a una mujer que caminaba junto a un muro y que aceleró el paso antes de desaparecer. Un atisbo de vida asomaba, en pequeñas pinceladas, por aquellas calles muertas y angulosas. Visillos que se movían, una luz que titilaba, el zumbido de una radio lejana…
El teniente recorrió las calles de asfalto cuarteado, inquieto debido a aquel ambiente digno de una película de zombis. Ningún letrero indicaba la existencia de un hospital psiquiátrico y se preguntó si no se habría equivocado de destino.
Se detuvo junto a un anciano que mascaba algo, sentado en una escalera. El hombre parecía formar parte del decorado, arrugado y polvoriento. El policía bajó la ventanilla.
—¿Colonia Montes de Oca, por favor?[*] ¿El hospital?
El hombre miró a Sharko, con unos ojos que parecían querer taladrarlo, y escupió al suelo, marcando de manera ostensible el gesto del cuello en el momento de expulsar el gargajo, como queriendo decir: «La concha de tu madre».
El teniente no insistió, subió la ventanilla y siguió adelante. La luminosa Buenos Aires había dado paso a las tinieblas, a la miseria. Sharko se imaginó que una brecha temporal lo había transportado al pasado, justo después de un terremoto. Hasta la iglesia estaba en ruinas. Atravesó la ciudad de punta a punta, atrayendo a su paso miradas de odio.
¿Qué había ocurrido allí?
Llegó al otro lado de la minúscula ciudad. Una carretera partía en línea recta rumbo al horizonte. Si había algún hospital, tenía que ser por allí. Sharko tomó aquella dirección y, tres kilómetros más adelante, llegó a una bifurcación que se adentraba en un pequeño bosque, rodeado casi íntegramente por aguas pantanosas, del que emergía la cúspide de un edificio.
Sin duda se trataba del hospital psiquiátrico.
El teniente tomó la bifurcación y apretó el acelerador, internándose en la masa boscosa. Una vegetación anárquica había crecido al borde de la carretera, estrechando la calzada. De pronto se encontró frente a una garita en estado de abandono, con una barrera blanca y roja levantada. Un cartel decía: Ministerio de Salud. Acción Social. Colonia Nacional Dr. Manuel A. Montes de Oca.[*]
Sharko tuvo una terrible intuición, que se confirmó al descubrir, tras un recodo, el inmenso edificio gris, plantado en la tierra como un zapato gigante caído del cielo.
Destartalado, invadido por la maleza.
Abandonado.
Varios pabellones, igual de descuidados, rodeaban el edificio principal. Estupefacto, Sharko apagó el motor y bajó del coche. Se negaba a aceptar que su viaje terminara allí, ante aquel gigantesco terreno rodeado de marismas. Se acercó y franqueó una verja abierta. El imponente edificio ocultaba el sol y desprendía una frialdad cadavérica. A su alrededor, la hierba amarilleaba, como quemada por el frío. Un poco más adelante, los árboles desaparecían, dando paso a extensas llanuras e infinitas aguas salobres. Placas de agua relucían, unas tras otras, como hojas de navaja. Habían construido el hospital en una península rodeada de pantanos, accesible tan sólo a través de la carretera que Sharko acababa de tomar. Al policía le recordó el peñón de Alcatraz. Tan loco y siniestro como la famosa cárcel.
Sharko se dio la vuelta. Un coche acababa de detenerse, sin apagar el motor, al principio del camino, a unos trescientos o cuatrocientos metros. Era evidente que lo habían seguido desde Torres del Sol. Aquellos extraños habitantes lo estaban vigilando. Sin duda, simples curiosos. Los turistas no abundaban por allí.
No sin cierta desconfianza, el teniente entró en el edificio por una puerta arrancada de sus goznes y se encontró en un vasto espacio de techos altos, probablemente la antigua recepción. Un lugar vacío, amenazador, de paredes decrépitas y bombillas rotas. Sharko se acercó a una ventana: el vehículo seguía allí. Sin bajar la guardia, se internó por un pasillo y recorrió la planta baja a conciencia, hasta encontrar una puerta sobre la cual estaba escrito Salón de los registros.[*]
No estaba cerrada con llave, así que entró y bajó una escalera, alumbrándose con el teléfono móvil. Las paredes, negras, parecían carbonizadas.
Una corriente de aire le llegó por la espalda. Luego oyó un portazo a lo lejos. Sharko se dio la vuelta y observó el rectángulo de luz que daba al pasillo. El ritmo cardíaco se le multiplicó por dos. ¿Acaso había entrado en el hospital el tipo o los tipos que lo habían seguido en coche? ¿Qué diablos querrían?
Se decidió a bajar los últimos escalones. Pisó algo blando.
Cenizas. Al menos diez centímetros de espesor.
Todo estaba quemado. No quedaban más que las cuatro paredes. En el haz de luz danzaba un polvo fino y gris que se le agarró a las mucosas y le irritó las retinas.
Sharko dio media vuelta, con la garganta rasposa. No iba a encontrar nada en aquel agujero.
Empezó a subir la escalera, pero se detuvo de golpe.
En el vano de la puerta, una silueta cortaba la luz en dos.
Alta, robusta. Con un hacha.
Después, tras la primera, apareció otra, también armada, pero con un rifle.
Y luego otra más…