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En el centro para invidentes, Sharko y José González se habían encerrado en un despacho que no era más que un cubículo de pladur pintado a toda prisa.
El argentino le ofreció asiento al teniente, antes de continuar con la conversación iniciada en el pasillo.
—Mickaël Florès era alguien extremadamente cauto y reservado —dijo González—. Nunca quiso decirme ni de dónde venía ni adónde iba, porque pensaba que podía ser peligroso para mí saber demasiado. Un día me indicó que, cuando él se fuera, teníamos que seguir viviendo con Mario como lo habíamos hecho siempre, sin hacernos preguntas. Olvidar su visita, su cara.
La mirada del hombre se perdió en el vacío, luego meneó la cabeza.
—Pero ¿cómo no vas a hacerte preguntas cuando alguien aparece doce años después de haber recogido a Mario y te anuncia la muerte de Mickaël Florès? Durante el tiempo que pasó aquí, fotografió a Mario desde todos los ángulos. Sobre todo su cara. Quería pruebas.
—¿Pruebas de qué?
—Pruebas de que a Mario le hicieron algo en los ojos. Algo monstruoso.
Sharko encajó como pudo la noticia. Pensó en los ojos de Mickaël Florès sobre la cama, extraídos con precisión de cirujano. Intentó también encontrar alguna relación con los secuestros de Francia. ¿Habían hecho desaparecer a las chicas gitanas para sacarles los ojos? ¿Tenían todas ellas alguna particularidad, algún rasgo en común? ¿Se podía establecer alguna relación con el tatuaje en el cráneo?
—Mickaël llevó a Mario a la consulta de un reconocido oftalmólogo de Buenos Aires —continuó González—. Según el especialista, los ojos de Mario habían perdido toda sustancia, se habían marchitado y sólo quedaba el muñón de los globos oculares. También detectó marcas de cirugía en las cuencas, como si alguien le hubiese realizado… intervenciones médicas en los ojos.
—¿El oftalmólogo había visto antes algún caso parecido?
—Nunca. Mario era la prueba viviente de una monstruosidad. De algún experimento siniestro. Siempre pensé que habría sufrido una enfermedad degenerativa de la vista y que el médico al que yo había consultado al principio no era más que un vulgar charlatán. Pero el especialista fue muy claro: ninguna enfermedad podía causar aquel tipo de desgaste. En diez años no había visto nada sospechoso, pues en nuestro centro acogemos a muchas personas ciegas por razones de consanguinidad, o porque la madre contrajo la toxoplasmosis durante el embarazo.
González, pensativo, acarició la foto de Mario en la que imitaba unos prismáticos con los puños. Sus ojos eran de color café.
—Mickaël Florès se llevó consigo los análisis del especialista. Me dijo que quizá algún día volvería a vernos, que la verdad estallaría a su debido tiempo. Yo quise saber de qué verdad estaba hablando. Pero… —González negó con la cabeza— se fue y no lo volví a ver más. ¿Se puede imaginar mi frustración?
—Me la puedo imaginar, sí.
—Y ahora, dos años después, viene usted a decirme que lo mataron. A desenterrar esa vieja historia.
Tal vez hubiera un tono de reproche en su voz. O más bien de impotencia.
—Lo siento mucho —replicó el teniente—. Pero en Francia han muerto varias personas. Mujeres jóvenes con buena salud, no tendrían ni treinta años. Y una parte de la verdad se esconde aquí, entre estas cuatro paredes.
González asintió lentamente con la cabeza… Señal de que estaba dispuesto a responder a las preguntas, sin ambages ni tabús. Sharko aprovechó la ocasión.
—¿Tiene usted alguna idea de por qué alguien la tomó con los ojos de Mario?
González dio un profundo suspiro.
—La historia de mi país es complicada, teniente. Sabrá usted que aquí hubo una dictadura sangrienta, entre 1976 y 1982, tras el golpe de Estado del general Videla.
Sharko asintió. Algo sabía, de un modo bastante rudimentario, lo poco que había aprendido en la escuela y lo que había leído en los periódicos. González debió de darse cuenta, pues continuó:
—Pensamos que sería otro golpe de Estado más. Jamás imaginamos que se convertiría en semejante genocidio. Se secuestró a mucha gente, se mató en masa, se silenció a los opositores amenazando a sus hijos. Treinta mil desaparecidos, cientos de miles de exiliados. Te raptaban en la calle sin motivo aparente, saltándose todas las reglas. Porque participabas en una reunión de estudiantes, porque eras judío, porque hacías mucho ruido o porque eras amigo o familiar de algún desaparecido. «Los libros, más que ninguna otra creación humana, han sido la perdición de las dictaduras», decía Alberto Manguel. Así que a los escritores también los castigaban. Por el simple hecho de escribir. Usted conoce nuestras dictaduras a través de los libros; yo estuve con las manos en la cabeza y una ametralladora apuntándome a la nuca. —Golpeó la mesa con el dedo índice—. La tortura era habitual en los centros ilegales de detención. Experimentos, descargas eléctricas, amputaciones, enucleaciones. Videla y sus tres sucesores transformaron nuestro lindo cielo azul en una nube de cenizas. Sin duda sabe usted que los grandes criminales de guerra pasaron por aquí. Eichmann, Mengele… Pero ¿sabía que los oficiales nazis formaron a los militares argentinos o a los médicos de los centros que trabajaban para los dictadores? Hicieron de ellos máquinas de guerra, auténticos asesinos.
González se había sulfurado, tenía los músculos y el cuello tensos. Había vivido bajo un régimen totalitario, tal vez había perdido a familiares o a amigos, puede que él mismo hubiese sido torturado. Mario era la encarnación de todo el sufrimiento de su pueblo, el símbolo incandescente de un pasado monstruoso.
—Mario tendría unos diez años en la época de Videla —continuó González—. No es más que un daño colateral de todos aquellos horrores y no sé cómo logró salir con vida.
—De ahí el mote de Mario el Bendito, supongo.
—El bendito, sí. El bienaventurado… Por no hablar de la situación de los discapacitados en aquella época. De los «desechables». En Brasil, los escuadrones de la muerte mataban todos los días a docenas de NN, los sin papeles, a cambio de una remuneración, dentro de una campaña de «limpieza social». En Colombia, los muros de las ciudades estaban llenos de pintadas: «Muerte a los gamines». Aquí, en Argentina, los abandonaban en las calles o en los hospitales psiquiátricos, sin saber lo que ocurría en su interior. Nadie quería saber. Suficiente tenía todo el mundo con salvar su propia vida, ¿no le parece?
Sharko asintió en silencio. El guion se repetía, en todas partes y en todos los casos. Monstruosidades que jalonaban la Historia, con H mayúscula. Desde hacía veinticinco años, la carrera de Sharko en la Criminal no era sino el rastro abrasador, el tétrico testimonio de la perversión humana.
—Después de encontrar a Mario y pasar un tiempo con él, sabemos que Mickaël Florès regresó a Francia —dijo el teniente—. Lo cual prueba que había logrado su objetivo: encontrar a la persona que buscaba, fotografiarla, acumular pruebas para no sé qué tipo de investigación. Está usted en lo cierto, las facturas de hotel demuestran que Florès recorrió Buenos Aires durante dos semanas, antes de localizar a Mario. Lo estuvo buscando de manera obsesiva. Pero también sabemos de dónde venía antes de llegar aquí.
Los ojos de González se iluminaron.
—Dígamelo.
—¿Tiene conexión a internet?
El hombre se levantó y le cedió su asiento a Sharko. Cerró una página de resultados deportivos y abrió un navegador.
—Adelante.
Sharko escribió el nombre de la ciudad de Arequito en Google Maps y luego, en otra ventana, el de Corrientes. Se abrieron dos mapas distintos.
—Éstas son las dos ciudades en las que pasó varios días. Primero en Arequito, luego en Corrientes, desde donde vino a la capital a buscar a Mario por los diferentes centros. Es muy probable que fuese allí donde supo de su existencia. ¿Le dicen algo estas regiones?
González se inclinó hacia la pantalla.
—Corrientes… Es una región salvaje y pantanosa, allí no hay nada especial. Y Arequito es una localidad muy pequeña, en mitad de ninguna parte. Nunca he oído decir nada interesante de ella… Pero, si entramos en la lógica del fotógrafo y pensamos que buscaba a un niño discapacitado o invidente, deberíamos encontrarlo. ¿Me permite?
Sharko se apartó. González escribió unos datos en Google y lanzó la búsqueda. Recorrió con la mirada los resultados y tecleó nuevas palabras hasta que pareció satisfecho.
—Aquí está… Tenemos algo. No hay absolutamente nada en Arequito, pero…
Volvió a mostrar el mapa y señaló una ciudad con el dedo, situada a unos treinta kilómetros de Corrientes.
—Torres del Sol, una pequeña ciudad pegada a los descomunales pantanos. Según Google, hay un hospital psiquiátrico bastante grande. La colonia Montes de Oca. El único de la zona, al parecer. ¿Y si Mario vino de allí?
Sharko estudió el mapa con atención. Una ciudad situada a orillas de un laberinto de tierra y agua. Un entorno natural salvaje, primitivo. El teniente tuvo la impresión de que allí, en aquel lugar del fin del mundo, podría encontrar todas las respuestas.
Siguiendo el itinerario inverso al de Mickaël Florès, remontaría hasta los orígenes, como el arqueólogo que a partir de un vestigio encontrado en la superficie es capaz de reconstruir una casa entera.
González intentó entrar en uno de los enlaces, pero la página ya no existía.
—Qué extraño —dijo—, no logro obtener información sobre ese hospital psiquiátrico…
—Con la dirección me basta —replicó Sharko, levantándose.
Le dio las gracias efusivamente a José González, que se levantó y lo miró a los ojos.
—Avíseme si descubre algo sobre los orígenes de Mario —dijo—. Para mí es un asunto personal. Y si necesita algún tipo de ayuda, o alguna información, no dude en decírmelo. Me gustaría tanto encontrar respuestas a todas mis preguntas…
—Cuente con ello.
Una hora después, Sharko alquilaba un coche en una agencia del barrio. Pensaba ponerse en marcha al día siguiente por la mañana, bien temprano, pues tenía por delante setecientos kilómetros que quería hacerse de un tirón. Al final, el viaje a Argentina no iba a ser un viaje de placer.
Cerró los ojos y dio un profundo suspiro.
En su cabeza, el rostro de ojos mutilados lo perseguía.
Sharko creyó distinguir, en lo más hondo de aquellas cuencas vacías, la oscura silueta de uno de los hombres que andaban buscando.
Y el brillo siniestro de su bisturí.