58

Camille Pradier vivía en el campo, en una casita unifamiliar de ladrillo. La parte trasera del jardín daba a campo abierto y la delantera a una carretera municipal en medio de la nada. La finca estaba rodeada de cipreses perfectamente cuidados, igual que el propio jardín. Era evidente que Pradier se manejaba bien con todo lo que fuera cortar y podar.

Lucie y Nicolas entraron en el jardín a pie, sin bajar la guardia. Todas las persianas estaban cerradas y no había ningún coche, ni en el camino ni a cubierto, que indicara la presencia de alguien. El inspector jefe pegó el oído a la puerta de entrada. Ni un solo ruido. Llamó al timbre y golpeó con el puño varias veces. Sin éxito.

Lucie volvía de dar la vuelta a la casa.

—Detrás no hay nada.

—Tendría que haber algún vehículo —replicó Bellanger—. No hay nadie. ¡Joder!

Se puso a reflexionar, dando pasitos rápidos hacia un lado y hacia el otro.

—Puede volver en cualquier momento —dijo finalmente—. Así que yo me quedo aquí y tú te encajas en el CHR. Si está allí, no hagas nada, llámame de inmediato. Y si no está, asegúrate de que sea el hombre que buscamos. Si frecuenta la Estigia, es un coleccionista. Puede que haya fotos en el ordenador del laboratorio. Puede que… que haya conservado restos de las víctimas en algún lugar del hospital. Encuéntrame algo, por lo que más quieras.

El inspector jefe le echó un vistazo a la pantalla del móvil.

—La cobertura es una mierda, pero algo llega. Nos mantendremos en contacto por teléfono.

—¿Y si aparece?

Bellanger miró fijamente a Lucie.

—Te avisaré.

Su mirada y su tono de voz indicaban que estaba dispuesto a llegar hasta el final. Antes de que Lucie subiera al coche, añadió:

—La he cagado incorporándote tan pronto al caso. No estabas preparada.

A Lucie le faltó poco para ponerse a llorar. Nicolas acababa de clavarle un puñal en el corazón. No contestó y se limitó a desviar la mirada.

Se puso en marcha en silencio. Las manos le temblaban al volante.

Llegó al CHR de Orleans un cuarto de hora después. Rodeó las obras y se dirigió a la parte posterior. No había nada que indicara dónde estaba el laboratorio de anatomía, pero tras preguntarle a un médico acabó por encontrar el edificio, un poco apartado del resto. Un viejo paralelepípedo sin ventanas, con la fachada de color grisáceo. A la derecha, un camino asfaltado bajaba hasta la puerta de un garaje, en la que estaba escrito, entre dos cruces rojas: Exclusivamente personal autorizado.

Lucie comprobó que el arma estuviera en su sitio, se acercó a una puerta acristalada y llamó al interfono. Al cabo de un minuto, le abrió un hombre vestido con ropa de calle informal. Moreno hasta el cuero cabelludo. De unos cuarenta años.

—¿Sí?

Desconfiada, Lucie le mostró la placa tricolor.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas. ¿Usted es…?

—Alban Couture, director del laboratorio y patólogo anatomista. Ha tenido suerte de que me haya acercado de madrugada a arreglar todo el papeleo, acabo de volver de vacaciones. El laboratorio cierra los lunes, habitualmente. Adelante.

Lucie dudó una fracción de segundo, pero acabó entrando. Hacía por lo menos cinco o seis grados menos que en el exterior. La puerta se cerró tras ella. A un lado, un sencillo mostrador de recepción y, enfrente, un pasillo con una puerta de doble batiente, como en los hospitales.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el hombre.

—Disculpe, pero ¿me deja ver primero su carnet de identidad? Me gustaría asegurarme de que es usted en realidad quien dice ser.

El director del laboratorio la miró con curiosidad.

—Un momentito.

Luego desapareció tras una puerta. Lucie se llevó una mano a la parte trasera de los pantalones, junto a la culata del arma. El hombre regresó con su carnet de identidad y se lo tendió.

—Aquí tiene.

Lucie comprobó los datos.

—Gracias… En realidad, quería hablar con uno de sus empleados, Camille Pradier. He pasado por su casa, pero no había nadie. ¿Tal vez esté de vacaciones?

—No, no…

—¿Hay algún modo de localizarlo?

—Pues la verdad es que no. Que yo sepa, Camille no tiene teléfono móvil, no le gustan. ¿Qué ocurre? ¿Hay algún problema?

«No tiene móvil… Primer punto en común con Faisan.»

—Estamos investigando a todos los empleados cuyas iniciales sean C. P. Alguien que se conectó desde un servidor del CHR está implicado en un asunto criminal…

Pasó un ángel. Couture frunció el ceño.

—Es curioso eso que dice. Cuando he llegado a las cinco de la madrugada, había luz abajo. He ido a ver si alguien se la había dejado encendida. Pero me he llevado una buena sorpresa al encontrarme a Camille.

—¿Qué hacía allí?

—Estaba subiendo la reja de uno de los tanques de formol, lo cual significa que se disponía a manipular los cuerpos. Lo he sorprendido tanto como él a mí. Me ha dicho que no podía dormir y que estaba aprovechando para poner al día algunos asuntos, su ordenador estaba encendido, y para hacer inventario, pues había decidido tomarse unas vacaciones. Nunca se las toma. En fin, todo ha sido bastante confuso; ha vuelto a bajar la reja y se ha ido enseguida. Parecía… nervioso, pero no me he preocupado más de la cuenta. No es infrecuente que a Camille le dé por venir a trabajar muy pronto, o muy tarde.

—¿Dónde está el ordenador?

—En el sótano.

—¿Puedo echarle un vistazo? ¿Ver su lugar de trabajo? ¿Incluso ver los… cuerpos?

—¿Ver los cuerpos? ¿Por qué?

Lucie le enseñó la foto de la cabeza cortada.

—Por esto. Alguien envió un correo con esta foto, probablemente desde el ordenador de Pradier. Su presencia aquí esta noche y el hecho de que estuviera manipulando los cadáveres a las cinco de la madrugada me hace pensar que tal vez quisiera… deshacerse de algo. Los cuerpos que andamos buscando pueden estar aún entre estas cuatro paredes, quizá su imprevista llegada le ha impedido llevar a cabo lo que había venido a hacer. Se pueden identificar por un tatuaje que tienen en la parte posterior del cráneo. Unas letras y unas cifras… ¿Le dice algo?

El director negó con la cabeza.

—Nada en absoluto. ¿Sabe? Muy pocas personas descienden ahí abajo. Es su territorio privado. Yo mismo procuro evitarlo.

—Precisamente por eso.

Alban Couture suspiró.

—Está bien. Pero debo advertirle de que hay que tener buen estómago.

Lucie asintió.

—Estoy acostumbrada. ¿Cómo es Camille Pradier?

—Tranquilo, discreto. Un magnífico trabajador que no ha dado ningún problema, un poco obsesionado con la limpieza y el orden, es cierto, pero eso aquí es más bien una cualidad.

—¿Y nunca ha tenido conflictos con nadie? ¿Reacciones extrañas?

El director volvió a negar con la cabeza.

—No que yo sepa, si exceptuamos lo de esta mañana. Camille no es una persona muy expresiva que digamos. Hace su trabajo, rápido y bien. No habla demasiado. Aparte de eso, no sé nada de él.

El director le pidió a Lucie que lo siguiera. Una puerta mal cerrada dejaba ver un pequeño anfiteatro a mano izquierda. Couture cogió unas llaves de su despacho, empujó la puerta de doble batiente y apretó un interruptor. Unas luces de neón crepitaron e iluminaron una sala aséptica con docenas de mesas de disección dispuestas las unas al lado de las otras. Las esquinas sobresalían amenazadoramente y la fría luz se reflejaba en el metal de las encimeras y en el material quirúrgico que había sobre los mostradores. Un olor rancio reinaba en el ambiente.

—Aquí es donde los estudiantes practican las disecciones —explicó Couture—. Cirujanos, médicos de urgencias, futuros dentistas recién salidos de la facultad. A veces, los laboratorios de las grandes firmas nos compran los cuerpos o nos alquilan las instalaciones. No es raro que vengan a realizar sus trabajos de investigación directamente aquí.

—¿A qué se refiere con «grandes firmas»?

—A la industria del automóvil, por ejemplo. Hasta hace poco, se llevaban los cadáveres para hacer sus crash tests. El ejército también los utilizaba para probar las armas. Pero hoy en día, la verdad, es más raro que los cuerpos salgan de aquí.

—Más raro, pero ocurre.

El director no respondió. Se dirigió hacia una escalera. Lucie pasó junto a unos extraños frascos en los que flotaban manos, pies y otras partes del cuerpo humano. Un auténtico museo de los horrores.

—¿De dónde proceden los cadáveres? —preguntó Lucie.

—De la gente que dona su cuerpo a la ciencia. Muchos pertenecen a extoxicómanos que los legaron como muestra de agradecimiento al hospital, o a personas que quieren ahorrar los gastos del entierro a sus seres queridos o que tan sólo quieren ser útiles más allá de la muerte. Los traen las ambulancias, el SAMU, y a partir de entonces es Camille quien gestiona el circuito que recorren en el laboratorio. Es completamente autónomo en esa materia.

—¿Qué quiere decir con «circuito»?

—Recepción, registro, preparación y envío al crematorio tras su uso. Trabajamos con un crematorio que está a pocos kilómetros de aquí.

El hombre hablaba de los cuerpos como si fueran objetos. Bajaron la escalera y llegaron al primer sótano. El director encendió la luz. Más crepitaciones eléctricas. La sala era bastante pequeña y estaba ocupada por una mesa de acero impecable. En un rincón, una camilla. Al fondo, una puerta y, tras ellos, un ascensor.

Había máquinas complejas, como bombas o mezcladores magnéticos de productos químicos, pero también herramientas: hachas, martillos, sierras manuales y de cinta. Lucie se fijó enseguida en el dermátomo, ese instrumento que sirve para pelar la piel. Con un aparato como aquél habían despellejado la espalda y la parte posterior de las piernas de Jean-Michel Florès.

—Aquí es donde Camille pasa buena parte del tiempo —dijo el director—. Tenga usted en cuenta que no se requiere ningún título para ser preparador en anatomía, es un oficio híbrido que se aprende sobre la marcha, si me permite la expresión. Un preparador adquiere con el tiempo grandes competencias médicas y acaba conociendo el cuerpo humano hasta la rabadilla, pero al principio no es más que un tanatopráctico, un empleado de la morgue o algo por el estilo.

—¿Y qué oficio tenía antes Camille?

—Carnicero. Le venía de familia. Un buen carnicero, en realidad, parece que el negocio funcionaba de maravilla. Pero lo dejó todo para venir aquí. Hace diez años que trabaja con nosotros. Como preparador es aún mejor que como carnicero. La anatomía le apasiona. Yo creo que, si lo hubieran aconsejado bien desde el principio, habría sido médico o cirujano.

Un carnicero. A Lucie le costaba imaginarse qué tipo de persona podía pasarse la vida en un sitio tan siniestro. Pero ahora tenía prácticamente la certeza de haber encontrado a quien andaba buscando.

—¿Cree usted que pudieron tomar la foto de la cabeza cortada en esta mesa?

—Resulta difícil decirlo. En cualquier caso, aquí es donde Camille realiza manipulaciones de ese tipo. Acostumbramos a separar las cabezas de los cuerpos. Las cabezas cortadas las suelen utilizar los futuros dentistas, a veces también los estudiantes que se quieren especializar en neurología. No se tira nada, todo se recicla.

—Si lo he entendido bien, Camille puede entrar aquí de noche.

El director señaló la puerta.

—El laboratorio cierra a las ocho, pero tras esa puerta está el depósito de recepción de cuerpos. Camille tiene la llave, así que puede entrar cuando quiera, sí.

Dio unos pasos y abrió la puerta. Al otro lado había un garaje.

—Aquí es donde se depositan los cadáveres. Camille los recibe y los baja en la camilla por el ascensor de ahí detrás, los entra en el registro, les asigna un número y los almacena. Luego, cuando se lo piden, los sube a esta sala. Algunos profesores pueden necesitar, para determinado curso, diez manos, seis piernas, dos cabezas… Entonces trae los cuerpos aquí y se pone a trabajar sobre la mesa para satisfacer las demandas.

Lucie se podía imaginar perfectamente, viendo las distintas herramientas, en qué consistía el «trabajo». Y pensaba también en la cuestión de los números, en la anonimización.

—Bajemos a la última planta —dijo el director—. Es la más… difícil.

Metió una llave en el ascensor y se abrieron las puertas. Había un solo botón, el del nivel −2. Llegaron a una primera sala en la que había varias cajas de madera apiladas, de diferentes tamaños, clavos y sierras, como en un pequeño taller de carpintería.

—Ése es su ordenador —dijo Couture.

Lo encendió, pero el sistema pedía un nombre de usuario y una contraseña.

—Era de imaginar. Por desgracia, no conozco sus datos de usuario para acceder al sistema.

Lucie no pudo ocultar la decepción y soltó un suspiro. A la espera del análisis de los expertos informáticos, no le quedaba otra opción que examinar los cadáveres y buscar alguna pista.

Couture siguió con sus explicaciones:

—En estas cajas se almacenan las piezas anatómicas de un sujeto tras ser utilizadas. La caja se envía luego al crematorio, de donde vuelve en una pequeña urna. Es entonces cuando el número se sustituye por el verdadero nombre del difunto. Tal vez parezca absurdo cuando uno ve el decorado por detrás, pero le aseguro que ponemos todo el empeño para poder recuperar las cenizas si la familia lo requiere.

A la teniente le dio la impresión de estar pisando un terreno prohibido, profundo, cuya existencia nadie sospechaba o no tenía ganas de conocer, pero que existía sin duda alguna. Lucie miró el móvil. Estaba sin cobertura y se quedó callada, reflexionando, pensando en el mensaje. Los que tomamos sin dar. La vida, la Muerte. ¿Acaso no era justo lo que Pradier hacía allí? ¿Tomar la vida de la gente sin dársela a nadie más? ¿Explorarla hasta sus más oscuros confines?

—¿Alguna duda? —preguntó Couture, viendo la turbación de Lucie.

—Sí… Imagínese que yo soy Camille Pradier y quiero deshacerme de algunos cadáveres. Borrarlos definitivamente de la faz de la Tierra sin dejar el menor rastro. ¿Existiría en el mundo algún lugar mejor que éste para hacerlo?

La mirada de Alban Couture se ensombreció.

—Camille se ha metido en un buen lío, ¿no es cierto?

—Si se confirman nuestras sospechas, «un buen lío» sería un eufemismo.

El director del laboratorio vaciló un instante, antes de responder con toda franqueza:

—Por increíble que parezca, no hay ningún sistema centralizado que controle los cuerpos donados a la ciencia. Lo único de lo que disponemos es de archivos Excel a nivel local. Cada laboratorio sigue unas reglas éticas distintas. Algunos pasan olímpicamente de meter las cenizas en cajitas… Otros se quedan con los cuerpos que nadie reclama y que en principio deberían ir a parar a una fosa común, a cambio de un billetito para los de las pompas fúnebres, como hace quinientos años. Las viejas tradiciones nunca se pierden… En el aspecto legal, aún hay grandes lagunas por lo que respecta a la donación de cuerpos para la ciencia. Digamos que no es una prioridad del gobierno regular este tipo de cosas. —Alban Couture respiró hondo—. Tiene usted razón, nada impide que… Usted entra aquí de noche con un cuerpo del que quiere deshacerse, lo registra con un nombre falso y lo envía a disección, para que se lo troceen. Los estudiantes se encargan del resto. O bien los trocea usted misma y los mete en una de las cajas con otro cuerpo también troceado, sin registrarlo en el archivo Excel. Los chicos del crematorio terminan el trabajo, quemando dos cuerpos en vez de uno sin ni siquiera darse cuenta. Sí, es factible, igual que un médico generalista puede cargarse a un paciente terminal o un forense hacerle la autopsia a un cadáver que él mismo ha asesinado y mentir sobre las causas de la muerte. Todo es siempre factible si se tiene mala fe.

—Nuestro hombre tiene mala fe, se lo puedo asegurar.

Couture señaló la puerta cerrada.

—¿Sigue queriendo husmear ahí dentro?

Lucie apretó discretamente los puños.

—Ahora más que nunca. Y el tiempo aprieta.

Alban Couture pareció abatido. Agarró el pomo y luego abrió.

—Adelante. Espero que no tenga nada que vomitar.

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