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Eran casi las seis. A Camille aún le faltaba media hora para llegar a su destino.
El tren Euromed devoraba kilómetros a toda velocidad, bordeando la costa española, vislumbrando a lo lejos grandes extensiones azuladas, catedrales blancas, llanuras infinitas de un verde magnífico pintado por el clima mediterráneo. Un ramillete de colores que te explotaba en la cara.
La gendarme apoyaba la cabeza en el cristal de la ventana, con los ojos medio cerrados por el efecto del aire acondicionado, intentando descansar un poco a pesar del elevado tono de voz de los españoles y los turistas. Una multiplicidad de acentos y de lenguas que iban y venían.
Camille pensaba en Nicolas Bellanger.
Un poco antes, había telefoneado al inspector jefe para ponerlo al corriente de los progresos de su investigación: había una posibilidad de encontrar al hijo de Marina, de comprender una parte de la historia de los Florès. Nicolas había tenido entonces una idea descabellada: quedar con ella en Valencia a la hora de cenar. Y, si todo cuadraba, regresar juntos a París al día siguiente para preparar el descenso a la Estigia.
Camille había aceptado aquella proposición delirante con sumo placer. Nicolas había vuelto a hablar de «oficializar» sus descubrimientos con la presencia de un OPJ de la Criminal, pero la joven gendarme no se chupaba el dedo: aquello no era más que un pretexto para ir a su encuentro.
Estaba claro que se pirraba por ella.
Y era recíproco. Algo muy potente ardía en su estómago. Un alcohol de alta graduación que la emborrachaba, que rompía todos sus esquemas. Por otro lado, se acordaba de Boris y se sentía culpable. Su relación era tan diferente, casi diría que respetuosa. Dos colegas que llevaban trabajando juntos mucho tiempo, dando vueltas el uno alrededor de la otra sin haber osado nunca traspasar los límites.
El tren se detuvo y la sacó de sus pensamientos. Por fin había llegado a la estación de València-Nord. Nada más salir, se subió a un taxi y le indicó la dirección al conductor: «Casa cuna Santa Isabel». El hombre entendió su español, la miró por el retrovisor y se puso en marcha sin hacer preguntas.
Camille no prestaba atención a la ciudad, inmersa como estaba en la investigación y en sus reflexiones. Los bebés robados del franquismo… ¿De qué se trataba exactamente? ¿Y qué tenía que ver con todo ello Mickaël Florès, que había nacido en el hospital Lariboisière de París, según constaba en el Registro Civil? ¿Qué relación tenía con Marina López y con el pequeño esqueleto del cráneo hundido?
La gendarme seguía viendo el rostro de Marina López, habitado por la locura, con aquellos labios que susurraban en español: «El diablo… El diablo…». Había reaccionado así al reconocerse en la foto, embarazada, tocándose la barriga. ¿Quién era el diablo? ¿Su propio hijo?
En Valencia se mezclaban en armonía los barrios del casco antiguo con una arquitectura de lo más moderna. Edificios con formas futuristas, inmuebles de diseño, estadios mastodónticos. Algunas obras parecían abandonadas, salpicando la ciudad de horribles verrugas de acero y hormigón. Eran los vestigios de los daños causados por la crisis: ya nadie tenía dinero para financiar aquellos trabajos faraónicos. Camille incluso había oído hablar de un aeropuerto en el que no había aterrizado nunca ningún avión, y que ahora estaba abandonado o era utilizado como circuito de karting.
Un letrero indicaba CALLE DE LA CASA MISERICORDIA.
Habían llegado.
El taxi se detuvo frente a un austero muro de ladrillo rojo, coronado por una reja terminada en puntas de lanza y dotado de una cámara de videovigilancia. Camille pagó la carrera y se dirigió hacia una puerta que parecía blindada. En el muro, un cartel de color burdeos rezaba: CASA CUNA SANTA ISABEL.
Eran casi las siete. Camille se secó el sudor de la frente con un pañuelo y esperó a la sombra. El calor seguía siendo insoportable, y la joven gendarme se derretía. Rezó por que en el hotel hubiese un buen aparato de aire acondicionado, aún a riesgo de acatarrarse.
Vio llegar a un hombre con una carpeta violeta bajo el brazo. Bajito, de aspecto huraño y mirada penetrante, vestido con una camisa y unos pantalones finos, ambos de color crema. El hombre atravesó la calzada rápidamente, se acercó a Camille con paso decidido y le tendió la mano. Dos grandes aureolas de sudor adornaban su camisa bajo las axilas.
—Juan Llores, habíamos quedado —dijo en un francés más que aceptable.
Camille le sonrió con educación.
—Camille Thibault. Trabajo en la gendarmería, en la sección criminal.
—Lo sé. Marisa me ha contado un poco… Este calor va a acabar con todo el mundo. ¿Cómo está el tiempo en Francia?
—Endemoniado.
Llamó al interfono. La cámara estaba orientada hacia ellos. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió.
—Esto es un auténtico fortín, pero desde que me he convertido en una figura mediática, ya no se atreven a negarme la entrada —dijo—. Sígame.
Atravesaron un jardín de vegetación exuberante, antes de llegar a un edificio con forma de U que parecía un colegio: dos plantas, techos planos, muros naranjas y grises. Una monja de edad avanzada apareció en el porche, con su hábito negro y el semblante serio.
—La madre superiora, siempre tan simpática. Mírela, parece un cuervo en un cable de la luz… Espéreme aquí.
Juan Llores discutió un minuto con la monja y volvió a donde estaba Camille. Se sentaron en un banco, entre dos palmeras. Frente a ellos, un san Juan de metal presidía el espacio arbolado.
—No somos bienvenidos entre estos muros, pero no importa. Es el mejor sitio para hablar de nuestro asunto. Marisa me ha dicho que está usted buscando a un niño robado, ¿no es cierto?
Camille le mostró la foto de Marina López.
—En realidad, es un poco más complicado que eso. Pero pensamos, en efecto, que una parte del caso que estamos investigando en Francia puede encontrar algunas respuestas aquí, en España. Según esta foto, parece que Marina López pasó algún tiempo en esta casa cuna. Y su bebé desapareció, con toda probabilidad, pues oficialmente nunca tuvo un hijo.
—Claro que lo tuvo, pero se lo quitaron —zanjó Llores categórico—. ¿Qué sabe usted del asunto de los bebés robados del franquismo?
—Absolutamente nada.
Juan Llores se fijó en una cortina que se movía a la izquierda, luego se dirigió de nuevo a Camille.
—Odian a los periodistas y a los extranjeros. La madre Margarita y todas las monjas que trabajan para ella desde hace años negarán la evidencia hasta el fin de sus días. Son bloques de mármol frío y sin alma.
Abrió la carpeta y le tendió una foto ampliada a Camille, en la que aparecía una tumba sin nombre.
—Esta foto fue tomada en el pequeño cementerio de San Roque, en Andalucía, hace dos años… El origen del escándalo, el paciente cero, como diríamos en virología… Un padre quiere arreglar el panteón familiar. Así que pide permiso para recuperar los huesos de su bebé muerto en septiembre de 1987. Hace abrir el pequeño ataúd y no encuentra más que un montón de tela verde y gasas quirúrgicas. Ni rastro de los huesos. La tumba está vacía. El hombre empieza a recordarlo todo: el día en que nace su hijo, el equipo médico no le deja ver el cuerpo del bebé, con la excusa de que ha nacido muerto. Los padres salen de la maternidad llevándose un ataúd sellado.
Llores tuvo un ataque de tos. Los pulmones le silbaban al respirar.
—Disculpe… Gracias a su tenacidad, el pobre padre consigue que su siniestra historia se convierta en un fenómeno mediático. Es entonces cuando miles de familias se dan cuenta de que se encuentran exactamente en la misma situación. En Asturias, en Canarias, en Cataluña, en Andalucía, en todas partes igual. Las denuncias se multiplican. España entera empieza a escarbar, a abrir tumbas vacías en busca de la verdad: ¿adónde han ido a parar los cuerpos de los bebés declarados mortinatos?
El hombre sacó un cigarro fino y le ofreció otro a Camille, pero la gendarme lo rechazó.
—Ya sé que no debería fumar aquí —masculló señalando a dos mujeres embarazadas que paseaban a lo lejos—. Pero hay cosas peores que un poco de humo, ¿no le parece?
Sus cuerdas vocales estaban gastadas por el tabaco. Encendió una cerilla, dio una calada y se acomodó en el banco, poniendo el pie izquierdo sobre el muslo derecho. La camisa entreabierta dejaba ver un torso peludo. Cuando miraba hacia las ventanas, Camille podía leer en los ojos del historiador una suerte de desafío. Parecía detestar a aquellas monjas.
—Así pues, por un lado nos encontramos con familias desesperadas que no paran de abrir tumbas vacías. Y por el otro a individuos de treinta o cuarenta años que descubren por sí mismos, o porque se lo dicen sus padres, que son adoptados. Los secretos siempre acaban por salir a la luz, ya sabe: un padre adoptivo que en el lecho de muerte decide confesar, o lenguas que se desatan tras años de mentiras.
Juan Llores hizo un gesto con los puños, acercándolos el uno al otro hasta hacerlos colisionar.
—Padres que buscan por un lado, hijos que descubren que son adoptados por el otro. Y así es como la ola va arrasando el país. De pronto, se empieza a hablar de una trama de adopciones ocultas, de tráfico de niños a escala nacional, que llevaría décadas operando.
Camille pensó en el álbum de nacimiento que había encontrado en casa de Mickaël Florès: su madre, Hélène, estaba realmente embarazada, lo había parido en un hospital de París, según varios testigos. Recordó también las investigaciones de Broca, que había escrito: «La hermana estuvo en la maternidad, vio nacer al niño junto a Jean-Michel, el 8 de octubre de 1970».
De modo que Mickaël no podía ser el hijo de Marina López, por mucho que todo pareciera indicar lo contrario. La gendarme seguía sin comprender.
Juan la sacó de sus pensamientos:
—¿Cuál es su grado? —preguntó.
—Brigada.
—¿Una clasecita acelerada de historia, brigada? ¿Está preparada para sumergirse en uno de los períodos más oscuros de la historia de España?
—Adelante —asintió Camille.
—1939. Tras tres años de guerra civil, el general Franco y su ejército aplastan la República e instalan una dictadura de extrema derecha basada en dos pilares: el nacionalismo y el catolicismo. Según sus propias palabras, hay que regenerar la «raza» y purgarla de los desechos que la han estado envenenando durante tantos años. Y esa purificación pasa, entre otros métodos, por el rapto puro y duro de los hijos de los opositores.
Juan Llores volvió a toser, y luego le dio otra calada al cigarro.
—Augusto Valero, el psiquiatra militar del régimen franquista, teoriza científicamente sobre el secuestro de niños. En un ensayo titulado Psiquismo del fanatismo marxista, declara que los «rojos» son enfermos mentales y que su prole debe ser extirpada y reeducada según los auténticos valores franquistas. Términos como eugenesia o segregación salpican sus escritos. A partir de entonces, las familias republicanas empiezan a ver cómo secuestran a sus hijos de manera sistemática, tengan la edad que tengan. En las cárceles, a las mujeres republicanas se las despoja de sus criaturas en cuanto nacen y los niños son destinados a «buenas» familias o a orfanatos religiosos, donde los curas o los jesuitas los alimentan con canciones fascistas y los educan en los rigores del régimen. Se los enseña a renegar de las ideas de los «bastardos de sus padres». Un lavado de cerebro muy eficaz, no sé si me entiende.
—Perfectamente.
—Pero eso no es todo, ni mucho menos. Un decreto del 4 de diciembre de 1941 permite cambiar los nombres de los niños secuestrados. Y, a partir de ahí, adivine lo que pasa…
—Que se borra definitivamente el rastro. Sus familias biológicas ya no podrán encontrarlos nunca más.
—Exacto. En aquella época, treinta mil niños republicanos fueron arrancados de los brazos de sus padres y sus madres y recolocados en otras familias. Pero lo más alucinante es que el sistema cambiará de objetivo a partir de los años sesenta y se ampliará tras la muerte de Franco, en 1975, hasta llegar a los albores del año 2000. Casi cincuenta años de mentiras y monstruosidades. De hecho, estoy escribiendo un libro sobre el tema.
Sin quitarse el cigarro de los labios, golpeó con el dedo índice la carpeta.
—Pretendo demostrar cómo los bebés robados del franquismo fueron sustituidos por los bebés robados de la democracia. Cómo se pasa, durante los años sesenta y setenta, del robo político al económico. Porque usted sabe igual que yo que, cuando la economía entra en juego y hay algún beneficio, aparece el…
—… tráfico.
Juan asintió envuelto en una nube de humo.
—Ésa es la palabra, efectivamente: tráfico. Tráfico de bebés. La finalidad inicial de terror político instaurada por Franco acabará convirtiéndose en una práctica a escala casi industrial, asentada de un modo tan profundo que nadie se atreverá a levantar la voz durante años y años. De treinta mil a trescientos mil bebés robados en la España moderna. Trescientos mil, brigada, no sé si llega a hacerse una idea de la dimensión de la cifra. Es una auténtica aberración y, sin embargo, en nuestra hermosa y gran sociedad capitalista, ocurrió hasta hace bien poco. Mientras unos compraban teléfonos móviles y descubrían internet, otros robaban bebés en masa.
Su voz se había teñido de amargura. Abarcó el edificio entero con un movimiento de los brazos.
—Nos encontramos en uno de los lugares donde el tráfico alcanzó su mayor apogeo en los años sesenta. En el corazón mismo de nuestra querida Iglesia católica. ¿Cómo se dice el refrán en francés? ¿En el redil es donde mejor se esconde el lobo?
—Algo así, sí.
—Aquí acogían, y siguen acogiendo, a jóvenes embarazadas con dificultades. Sobre todo a aquellas que querían ocultar su estado, o cuyos padres las habían traído porque no querían ocuparse de ellas: por aquel entonces, para una chica soltera de menos de veinte años quedarse embarazada era una vergüenza, un deshonor. Aquí llevaban una vida ardua, austera. Aquí las enderezaban.
El hombre le mostró a Camille viejas fotos amarillentas de algunos de aquellos establecimientos religiosos, y la joven gendarme pudo hacerse una idea del ambiente de la España de mediados de los años sesenta. Una población que vivía bajo un régimen gobernado por el terror y la opresión.
—Las casas cuna se multiplicaron como la peste en los años cincuenta y sesenta —continuó el historiador—. Auténticas fábricas de bebés. Por supuesto, las jóvenes madres que parían entre estos muros querían quedarse con sus niños, pero las monjas las presionaban para que renunciaran a ellos, argumentando que una madre soltera nunca podría educarlos correctamente ni inculcarles los buenos valores de la «nueva España». Y si la madre oponía demasiada resistencia, le decían que el niño había nacido muerto.
Juan tiró la ceniza del cigarro en un trozo de papel de aluminio que se sacó del bolsillo. Camille lo escuchaba, escandalizada. Todas las naciones tenían trapos sucios que lavar. Las historias sórdidas siempre acaban por salir a la luz, tarde o temprano.
—Pero hay cosas peores, bastante peores que las casas cuna —dijo Juan.
Sacó otra foto. La foto de un hospital.
—Ésta es la clínica San Ramón, en Madrid. Allí tuvo lugar el tráfico de mayor éxito, el mejor organizado. San Ramón fue la cúspide del triángulo de la muerte, como aún se lo conoce hoy día. Un triángulo cuyos otros vértices eran el hospital Santa Cristina y la maternidad O’Donnell, ambos situados también en Madrid. Lugares donde los empleados trabajaban coordinadamente, intercambiándose a los recién nacidos. Un triángulo en el que se robaban bebés a gran escala.
Juan le tendió un paquete de fotos en blanco y negro, en las que se veía a un hombre de pelo corto peinado hacia atrás, ojos oscuros y boca fina y recta. Un hocico de pit bull. La joven gendarme observó con atención cada una de las imágenes.
—Es el doctor Antonio Velázquez, jefe del hospital San Ramón, al que yo he identificado como uno de los cabecillas de la trama. Empleaba a monjas como comadronas. El guion era el mismo que el de las casas cuna: frágiles madres solteras que iban a parir y se pasaban dos o tres días en una habitación mientras sus hijos eran atendidos en la sala de recién nacidos del hospital. Hasta que llegaba la monja para decirles que el bebé había muerto.
Camille pasaba de una foto a otra. A Velázquez lo habían fotografiado en distintos lugares. En la calle, en su despacho, frente a la clínica. En una imagen borrosa, Camille detectó la presencia, junto al doctor, de un hombre vestido de negro por completo y tocado con un sombrero de fieltro. Alguien había rodeado la cabeza con un rotulador.
—Curiosa foto, ¿verdad? —dijo Juan—. Está muy movida, mientras que todas las demás de la serie son perfectamente nítidas. Es la única en la que aparece esa silueta negra… Mira que he preguntado, pero nadie sabe de quién se trata.
Juan continuó su particular descenso a los infiernos. Le llegó el turno a un recién nacido, medio cubierto con una sábana blanca y metido en un frigorífico con la puerta abierta.
—Estas fotos las conseguí en los años ochenta, me las dio un gran reportero que investigaba ya por entonces lo que ocurría en la clínica San Ramón. Le puedo enviar copias si lo desea.
Camille le dio una tarjeta de visita.
—Muchas gracias —dijo.
—Aquí sólo hay un recién nacido en la nevera. Pero el hospital San Ramón disponía de varios bebés congelados.
—¿Congelados? —repitió Camille estupefacta.
—Sí. Las monjitas mostraban un bebé muerto a las madres que insistían en ver a su hijo cuando éste ya había sido dado en adopción. Tenían diferentes tallas de bebés congelados, así que la monja elegía el más parecido. El truco era infalible para disipar las sospechas de las madres y domeñarlas. Las que, a pesar de todo, no se dejaban engañar y se atrevían a denunciarlo eran consideradas unas locas, las repudiaban y las intimidaban. Después de 1975, la democracia era débil, seguía planeando la sombra del franquismo y el doctor Velázquez gozaba de una excelente reputación.
—¿Y adónde se llevaban a los niños?
—Al principio, tanto si nacían en las casas cuna como si lo hacían en las clínicas, los bebés se vendían a familias españolas que no podían tener hijos y querían adoptarlos. Las familias se endeudaban durante años, algunas llegaban a hipotecar sus casas para «comprar» un bebé. Se enteraban de la posibilidad de «adoptar» a través de las propias comadronas, del personal hospitalario o de algún conocido. El modus operandi puede parecer increíble, pero lo que le estoy contando es la pura verdad: llegas al hospital, una comadrona te está esperando en la calle, le das un adelanto (tres mil euros, haciendo el cambio), subes a la sala de recién nacidos a recoger al niño y aprovechas para llevarte los papeles falsos. Entonces te conviertes oficialmente en el padre de Fulanito, nacido en tal hospital, con el sello del Ministerio de Justicia como prueba. Luego te pasas años pagando, como si fuera un crédito, hasta desembolsar unos veinte mil euros en total, el equivalente a un bonito apartamento. Y, créame, te interesa pagar hasta el último céntimo.
Camille se acordó de lo que había leído en las notas del policía de Étretat: Jean-Michel Florès le había pedido a su hermana una importante suma de dinero poco después del nacimiento de Mickaël.
Sin duda alguna, Jean-Michel había ido a España a comprar un bebé.
Juan continuó, animado por su propio relato:
—Paralelamente, el boca a boca se extendió por todo el mundo a partir de mediados de los años sesenta. La alta sociedad se enteró de inmediato de que en España se podían conseguir bebés. Entonces, personas ricas, bien situadas, comerciantes, hombres de negocios…, empezaron a llegar del extranjero con dinero contante y sonante. Aquí, justo donde ahora nos encontramos, grupos de visitantes extranjeros se paseaban como quien visita un salón del automóvil, tocando a los recién nacidos, sacándoles fotos. Al día siguiente, los niños desaparecían. La mayor parte de los compradores venían de América Latina. México, Argentina…
Argentina… La palabra resonó en la cabeza de Camille, y la repitió en forma de pregunta:
—¿Argentina?
—Sí. España tenía relaciones privilegiadas con América Latina y Estados Unidos. Y no olvidemos que Argentina sufrió su propia dictadura entre 1976 y 1983. Una sucesión de generales, cada cual más sanguinario, antes de que la guerra de las Malvinas pusiera fin a todos aquellos horrores. Allí ocurrió lo mismo que aquí: el robo de bebés como botín de guerra o para colocarlos, a menudo, en las familias de los militares del régimen. Pero, antes de la dictadura, los argentinos adinerados y las mafias venían aquí como quien va de compras.
Camille era toda oídos. El historiador hizo rechinar los dientes y aplastó la punta del cigarro en el papel de aluminio.
—Convirtieron a los niños en juguetes. Los manipularon, los vendieron, engañaron a sus madres. Hoy sólo sienten rencor, odio hacia su país de origen. Exigen una indemnización.
Camille tenía la sensación de que sus bolsillos estaban llenos de piezas de puzle desbordándose a su alrededor. Intentó concentrarse, hacer balance, formular las preguntas correctas. Las respuestas tenían que estar allí, al alcance de su mano.
—¿Se sabe dónde está el director de esa clínica de los horrores, el tal Antonio Velázquez? —preguntó.
—La justicia empieza ahora a interesarse por él. Todo es tan lento, tan complicado, tan laberíntico… Pero Velázquez, que actualmente tendrá unos setenta años, desapareció hace mucho tiempo. A saber dónde estará escondido.
Camille suspiró, observó la foto de Marina López y la giró hacia su interlocutor.
—¿Se puede hacer algo con esto? ¿Buscar al hijo de Marina López en los documentos de los hospitales? ¿Husmear en los archivos de las casas cuna?
—Lamentablemente, ya no encontrará nada. El bebé de Marina López nunca se ha llamado López. Incluso suponiendo que los papeles no hayan desaparecido, no hay manera de seguir la pista a través de las vías administrativas. Ya no hay casi nada que vincule a Marina con su hijo robado.
—¿Casi? ¿Eso quiere decir que hay alguna esperanza?
—Gracias a Dios, la esperanza es lo último que se pierde. En los papeles todo era falso: los nombres, la filiación, las ciudades y las fechas de nacimiento. Pero hay algo que ninguna administración, que ningún régimen podrá falsificar. —El historiador se llevó una mano al pecho—. Algo que llevamos en lo más profundo de nosotros mismos.
—El ADN —comprendió Camille.
—Exacto.
La gendarme escuchó con atención.
—Hace algunos años, ante la gravedad del asunto, el gobierno español decidió coger el toro por los cuernos y creó una comisión especial de «bebés robados» perteneciente al Ministerio de Justicia. Aún hoy se realizan campañas de información y sensibilización en las grandes ciudades de España. Toda mujer que crea haber sido víctima del robo de un bebé durante el franquismo tiene derecho a un análisis de ADN. Por otro lado, los hijos del mundo entero que piensen que han sido adoptados o que tengan la certeza de ello pueden dar también su ADN. Todos los perfiles genéticos se almacenan en la sede de Genomica, en Madrid, uno de los bancos de ADN más grandes de Europa.
—Entonces, cuando encuentran un nexo entre dos ADN distintos, eso significa que…
—Que una madre y un hijo se han encontrado por fin, en efecto. Si quiere saber qué ha sido de esa criatura, quién es realmente, tendrá que ir allí, a Madrid.
Juan consultó su reloj de pulsera.
—La central de Genomica ya está cerrada a estas horas, pero abre todos los días de la semana, la campaña está en auge y las muestras les llegan a centenares diariamente. Con un poco de suerte, mañana podrá conocer la verdadera identidad de ese bebé fantasma que tanto parece interesarle.