46

Nicolas Bellanger estaba tan nervioso como antes de una operación de riesgo.

Suspiró hondo antes de entrar en el restaurante del hotel. El corazón le latía atolondradamente y tuvo la sensación de que toda la sala lo estaba oyendo.

Era la primera vez que se dejaba llevar por un impulso así: coger un avión para ir a cenar con alguien que no podía quitarse de la cabeza. Tal vez fuera la mayor estupidez de su vida, tal vez no fuera el mejor momento —el superintendente Lamordier estaba al borde de un ataque de nervios—, pero Nicolas había seguido sus instintos. También tenía ganas de cambiar de aires, aunque sólo fuera por unas horas. Y, además, qué diantres, debería estar de vacaciones. La administración francesa le debía por lo menos eso.

Camille lo estaba esperando en una pequeña mesa redonda, rodeada de plantas. Llevaba ropa de verano ligera, de colores vivos, y se había maquillado. El rímel subrayaba la intensidad de su mirada, y los labios pintados de rosa pálido pedían a gritos que los besaran. Nicolas se acercó y le dio un paquetito envuelto en papel de regalo. Se había vestido de manera sencilla pero elegante, con el primer botón desabrochado de una camisa blanca estilo años setenta, unos pantalones de franela gris claro y unas náuticas.

—Espero que te guste.

—No hacía falta. Pero gracias.

Camille miró con intensidad a Nicolas mientras se sentaba.

—Este encuentro es completamente… improbable, ¿no crees?

—Sí, pero si he entendido bien, lo improbable es tu especialidad, ¿no?

Camille desenvolvió el regalo. Una sonrisa le iluminó la cara. Cogió el libro con delicadeza, con ambas manos, y una brizna de nostalgia le inundó la mirada, una reminiscencia de viejos recuerdos de infancia.

La aguja hueca —dijo Nicolas—. Primera edición, Pierre Lafitte, 1909, papel ordinario, tapa ilustrada de color rojo.

—Estás más loco de lo que creía.

Camille dudó un instante, negó con la cabeza y le devolvió el libro.

—No puedo aceptarlo.

—Quédatelo. Me hace ilusión. Nunca he tenido a nadie a quien regalárselo.

Camille acabó aceptándolo.

—De pequeña me pasaba el día entero leyendo —confesó—. Libros científicos sobre el cuerpo humano, pero también novelas de aventuras como ésta, o policíacas. Era mi manera de evadirme, de viajar. Un día se los vendí casi todos a un librero de viejo, tenía demasiados. Pero debería haberlos guardado. Eran trocitos de mi vida. Pedazos de mí. —Agachó la cabeza, pensativa—. Todo el mundo tiene algún recuerdo relacionado con un libro. Y cuando abrimos ese libro tiempo después, cuando volvemos a percibir el olor de sus páginas, cuando vemos las manchas del chocolate que comíamos entonces mientras leíamos, aparece de nuevo, vívido, el recuerdo.

Nicolas asintió.

—Mis padres eran libreros, tenían una librería en una callecita de París, cerca del boulevard des Italiens —explicó—. Era la pura felicidad, porque no tenía problemas de almacenamiento. Y todos los libros que quería estaban a mi alcance.

—Siempre he creído que los polis del 36 eran hijos de otros polis.

—A lo mejor es que yo también estoy, igual que tú, fuera de las estadísticas.

—¿Y cómo se pasa de los libros a las pistolas? ¿Del negro sobre blanco a la bala Parabellum de nueve milímetros? ¿Cómo te convertiste en inspector jefe de uno de los servicios más prestigiosos de Francia?

—Cuando mi madre enfermó de gravedad, mi padre vendió la librería, no quería que yo la heredara, demasiado curro, demasiadas obligaciones, demasiados problemas. Se fue a vivir a Bretaña. Yo tenía apenas veintitrés años y acababa de entrar en la policía, siguiendo los pasos de un colega, en una pequeña comisaría de las afueras de París. Me gustó el oficio desde el primer momento. La adrenalina, la variedad de las operaciones, esa cosa inexplicable que se te agarra a las tripas cuando tienes que interrogar a alguien. Me apasiona la investigación criminal. El resto fue simplemente pencar y pencar.

Su mirada se perdió durante un buen rato. Camille notó que le costaba hablar de su pasado. Que tenía un nudo en el estómago. El camarero llegó para salvarlos. Pidieron un aperitivo.

—Y pensar que yo me estaba yendo de vacaciones a Argelès, a casa de mis padres —exclamó Camille—, y ahora estoy en un hotel de Valencia cenando con un inspector jefe al que hace apenas dos días no conocía ni por asomo. A esta hora debería estar haciendo compañía a mi padre y a mi madre. —Se llevó una mano al pecho—. Todo se ha torcido por su culpa. Lo odio hasta un punto que no te puedes llegar a imaginar y, sin embargo, forma parte de mí. Me regala cada bocanada de aire que doy. Me gustaría arrancármelo del pecho, cogerlo con las dos manos y preguntarle: «¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has hecho tanto daño a esas muchachas?».

Camille se quedó absorta durante un buen rato, sumida amargamente en su desasosiego. ¿Cuándo tendría un nuevo infarto? ¿Cuándo se caería para no volverse a levantar? Miró a los ojos a Bellanger y, sin saber qué más decir, preguntó:

—Bueno, ¿y qué tal ha ido el día, qué tal la investigación? ¿Avanza la cosa?

El inspector jefe se frotó la cara y suspiró.

—Algo avanza, sí… Vamos a olvidarnos de todo lo negativo y a centrarnos en lo positivo. Lucie y Pascal han progresado con la lista del CHR. Lucie ha estrechado el cerco alrededor de diez empleados, Robillard se muestra más escéptico. Pero, ampliando al máximo el círculo, tenemos a veintinueve sospechosos potenciales. Uno de ellos está fichado a consecuencia de una pelea. Al menos tenemos por dónde empezar a buscar, en cuanto recibamos la autorización oficial el lunes. Tal vez deberíamos retrasar tu descenso a la Estigia y…

—El Mercado Prohibido sólo abre los domingos por la noche. Si lo dejamos pasar, tendremos que esperar hasta la semana que viene. No intentes convencerme para que dé marcha atrás. Estoy lista para mañana.

El camarero llegó con dos cócteles del color de una puesta de sol. Brindaron mirándose a los ojos.

—Por el estupendo choque frontal de nuestros destinos. —Bellanger sonrió.

Camille le devolvió la sonrisa.

—Eso. Por nuestros caminos perforados por la aguja hueca.

Dio un buen sorbo con la pajita. Aquél debería ser uno de los momentos más bonitos de su vida: el agradable cosquilleo en la boca del estómago, la impresión de estar ya enamorándose, como si todo ocurriera a cámara rápida. Camille sabía que tenía que controlarse, mantener la distancia como había hecho con Boris, pero se sentía incapaz.

Nicolas la sacó de sus pensamientos.

—Lesly Beccaro ha colaborado muy amablemente, nos ha enviado un montón de emails y hemos hablado con ella por teléfono varias veces. En principio, parece que no nos ha ocultado nada. Uno de nuestros especialistas informáticos ya está rastreando en los foros privados, pero no es fácil conseguir información, dar con los nombres adecuados. Vamos a tardar bastante tiempo en poder infiltrarnos a través de internet.

—Y tiempo es lo que no tenemos.

—En efecto. Volviendo a Beccaro: esa mujer lleva años obsesionada por Gerard Schaefer, fetichista, sádico, necrófilo…

—Un tipejo que reúne todas las perversiones, por lo que parece.

—Vas a tener que empollarte su historial antes de bajar a la Estigia, para estar familiarizada con él. Te he traído varios libros. Digamos que, desde esta noche, es tu personaje favorito.

—Siempre será mejor que Justin Bieber.

—¿Sabes que ese chiflado se fotografiaba desde todos los ángulos, usando el modo retardo de su cámara, con el slip bajado hasta los tobillos y haciendo como que estaba atado a un árbol? —continuó Bellanger—. Sharko me ha dicho que esa Lesly Beccaro tenía pinta de no haber roto nunca un plato. No entiendo cómo pudo llegar a tales extremos.

Camille apretó la copa con ambas manos.

—No hay nada que entender. Seguramente fue un atisbo de conciencia lo que la hizo renunciar a bajar a la Estigia en el último momento. A la gente le gusta flirtear con lo prohibido, salir de los cauces marcados por una sociedad controladora. En nuestro oficio no es raro encontrar a gente que se acerca a la escena del crimen tan sólo para ver lo que no hay que ver… Y luego está la novela esa, Cincuenta sombras de Grey, que saldrá bien pronto en Francia. Un auténtico fenómeno de masas en todas partes, dicen que encabeza ya las listas de los más vendidos en internet. ¿Y qué cuenta, al fin y al cabo? Una historia de dominador y dominado. Sodomía, sadomaso, transgresión. Los Lesly Beccaro son más numerosos de lo que pensamos. Basta con ver qué triunfa en las redes.

—El sexo, ahora y siempre.

—El sexo, el poder, el dinero. Junta todo eso en un mismo hombre y obtendrás un depredador temible. Puede que nos estemos enfrentando a ese tipo de individuos.

Un camarero acudió a tomar nota. Nicolas pidió un filete de pez espada y Camille una paella. La gendarme sorbió ruidosamente el fondo de su copa. La cabeza le daba vueltas. Pero le gustaba aquel estado de semiconsciencia provocado por el alcohol.

Les llevaron la comida, cenaron y bebieron un poco de vino español. Nicolas sacó a colación el delicado tema de los amores, pero Camille lo zanjó abruptamente: no tenía ganas de hablar de ello, y Nicolas entendió que no debía insistir.

Mientras comía, Camille se acariciaba la garganta, con suavidad, palpándola, como si se buscara el pulso. Y lo más curioso era que ni siquiera se daba cuenta. Nicolas se tocó la carótida y notó la fuerza de su corazón.

—Igual te parecerá una tontería, pero nunca le he dicho a nadie que me gustaría donar mis órganos en caso de… accidente —confesó Bellanger—. Los policías tenemos un oficio peligroso, me parece importante que lo hablemos entre nosotros y con nuestras familias. Que digamos de forma clara cuál es nuestra postura frente a la donación.

—Ése es el problema —replicó Camille—. Que no lo hablamos. Más de la mitad de los órganos que se podrían trasplantar se desperdician por falta de comunicación. La mitad, ¿te das cuenta? Riñones, corazones, hígados en perfecto estado. Trozos de vida malgastada. Un donante puede salvar hasta a cinco o seis personas si sus órganos se reparten bien.

—Yo creo que no es la donación en sí lo que da miedo, sino la idea de la muerte. Es un tabú, a la gente no le gusta hablar de eso. Y además piensan que van a despedazar los cuerpos, a despellejar a sus seres queridos.

—Mira, cuando preguntas a la gente, la mayoría está dispuesta a donar sus órganos. Es un acto casi mágico, la donación de uno mismo más allá de la muerte, una continuación de la vida. Cuando les preguntas si estarían de acuerdo en autorizar la extracción de los órganos de sus parejas, siguen aceptando, pero ya les cuesta más, tienen como un sentimiento inexplicable de profanación, cierto miedo a contrariar al difunto, a mancillarlo. Pero cuando llegas a los hijos, entonces se produce un auténtico bloqueo. Los padres lo rechazan sistemáticamente.

—Quieres decir que todos somos hijos de alguien que…

—Exacto, ahí está el problema. Que los padres que rechazan donar los órganos de un hijo fallecido están condenando a morir a otro. Culpabilizar a la gente no es la solución, desde luego, pero así es la realidad. Cruda y cruel.

Camille pasó el dedo índice por el borde de su copa, impregnándolo de azúcar, y se lo llevó a la lengua. Se dio cuenta de su gesto y dejó la mano sobre la mesa.

—Para acabar con este tema tan guay, te voy a contar una anécdota real que me explicó un médico coordinador de trasplantes y que creo que resume bastante bien todo el problema. Un día, un hombre de cuarenta y tres años muere en un accidente de moto. Su mujer no se opone a la donación de órganos, ya que por suerte lo habían hablado y era lo que quería el marido. El corazón acaba en el pecho de un joven de treinta y tres años, soltero, que sin la llegada in extremis del órgano habría muerto aquella misma semana…

Camille tenía la capacidad de fascinar a su auditorio. Nicolas la escuchaba sin pestañear.

—… El muy suertudo sale airoso del trasplante, todo va la mar de bien, vuelve a llevar una vida normal, aprovecha la vida a tope. Pero, en un revés del destino, dos años más tarde muere por la rotura de un aneurisma mientras le está poniendo gasolina al coche. —Camille chascó los dedos—. Así, sin más.

Nicolas frunció los labios.

—Probablemente, es que tenía que morir —explicó—. Atrapado por su destino.

—En efecto, ¿cómo no hacerse esa reflexión? Atrapado por su destino, eso es… En fin, que su cerebro muere, pero sus órganos no. El corazón podría trasplantarse otra vez y permitir que otra persona siguiera con vida. ¿Te imaginas el destino de… ese corazón? Pero, entonces, adivina.

—¿Los padres se negaron a donar los órganos de su hijo?

—Exactamente. Pero ¿podemos juzgarlos por ello? Ahí radica toda la complejidad de la donación de órganos, de la ética, de todo lo que tú quieras. Hace poco me contaron la historia de un marido que había donado un riñón a su esposa y que quiso recuperarlo cuando se divorciaron.

Nicolas no pudo evitar una carcajada. Se llevó la servilleta a la boca, intentando disimular, pero los espasmos lo delataban.

—Lo siento. Ya sé que el asunto es muy serio, pero…

Se rio aún con más fuerza. La risa le nacía en el bajo vientre y no podía hacer nada por controlarla. Se encanó y le empezaron a llorar los ojos.

—¡Es que es muy bueno! ¡El tío se divorcia y quiere recuperar el riñón al mismo tiempo que la cafetera!

Su risa era contagiosa y Camille se unió a la fiesta, dejándose llevar con delectación, ignorando las miradas de la gente. Allí estaban ellos dos, sólo ellos dos, y se sentían bien, libres; el resto les importaba muy poco.

Cuando el ataque de risa terminó, pidieron un té —Camille le echó una cantidad demencial de azúcar— y siguieron hablando de asuntos serios y de otros más ligeros.

La sala se había vaciado, y el ambiente, difuminado. Una música tranquila provenía del bar, donde tomaron la última copa. Luego, a medida que la noche avanzaba, las palabras se fueron haciendo más escasas para dejar sitio a las sonrisas, a las miradas, hasta que Nicolas se inclinó hacia Camille y la besó con suavidad.

Enseguida se echó atrás avergonzado.

—Lo siento, pero tenía tantas ganas… Si te parece que he ido demasiado rápido…

Camille se inclinó hacia él y volvieron a besarse.

—Yo lo que necesito es que todo vaya rápido, precisamente —se sinceró ella—. Y ya que has venido hasta aquí, a dos mil kilómetros de tu casa, que no sea sólo para comerte un filete de pez espada… —Se llevó una mano al corazón—. Siempre que estés dispuesto a hacer un ménage à trois, claro.

En cuanto llegaron a la habitación, Camille lo empujó contra la pared y se lo comió a besos. Sus propios gestos, sus propias pulsiones la sorprendieron, pero decidió no pensar en nada. Dejarse llevar por los sentidos y olvidarse del mañana. Le desabrochó la camisa, pero cuando él quiso quitarle la túnica lo detuvo.

—No.

Camille lo empujó hacia la cama y Bellanger se dejó hacer. Le arrancó los pantalones de un tirón, se le echó encima y se frotó contra su cuerpo. Nicolas empezó a jadear, intentó desnudarla, pero Camille se resistía. La gendarme se levantó, corrió las cortinas y apagó la luz.

Luego regresó a tientas hacia la cama, dejando caer su ropa por el camino.

Estaba completamente desnuda cuando lo cabalgó, dándole la espalda. Nicolas cerró los ojos, dejándose llevar por el movimiento ondulante y rítmico que ella marcaba. Sus embestidas lo arrancaban de la cama, llevándolo al límite del placer, como una sucesión de olas violentas. Se incorporó, aplastó la cara sudada contra la espalda de Camille y aprovechó que un orgasmo la dejaba sin defensas para alargar las manos y tocarle los pechos. De inmediato, notó una presión en las muñecas.

—¡No!

Nicolas insistió, Camille se dio la vuelta y lo empujó contra la cama, sujetándole las manos por detrás de la cabeza y aplastándolo con todo el cuerpo. Se estaba librando un combate, una lucha por el placer. Sus pechos se inflaban al mismo tiempo, sus jadeos se confundían. Nicolas notó la rugosidad de las cicatrices. Eran rasposas y suaves a la vez, extrañas y misteriosas. En un estallido de placer, Camille echó la cabeza hacia atrás y vio desfilar una ristra de imágenes, como si estuviera soñando despierta. Corros de niños, tiovivos en marcha, granos de arena transportados por el viento. Chicas gritando con la cabeza rapada.

El corazón le golpeaba las costillas, dejándola aturdida, luchando como un diablo en su interior. Lloró y rio al mismo tiempo, feliz e infeliz, mientras Nicolas se corría dentro de ella, clavándole los dedos en la espalda. Sólo entonces se dejó caer a su lado, rendida, de bruces sobre el colchón.

Nicolas se volvió hacia ella y le acarició la nuca con delicadeza.

—Me habría gustado verte —dijo.

—Eso es imposible.

—¿Imposible? ¿Por qué? ¿Por las cicatrices de las operaciones? No pasa nada, Camille. Forman parte de ti, no tienes de qué avergonzarte.

Hablaba con voz dulce, tranquilizadora. Camille deseaba abrazarlo, pero se contenía. Le daba miedo enamorarse. Suficiente tenía con el miedo a morir.

Se levantó, palpó la ropa esparcida por el suelo y se puso la camiseta interior. Luego encendió la luz y se sentó a los pies de la cama. Empujó el péndulo del metrónomo para ponerlo en marcha y se oyó un tictac regular.

—Será mejor que te vayas a tu habitación…

—¿Por qué?

—Lo prefiero así.

—¿Estás segura?

—Lo siento, Nicolas, pero necesito estar sola. Nos vemos mañana por la mañana, ¿vale?

Nicolas se fijó en el rímel corrido que le bajaba por las mejillas. Tuvo el impulso de abrazarla, pero pensó que era mejor dejarla en paz.

—Como quieras. Sólo espero no haber hecho algo mal.

—No, Nicolas. Para nada. Me lo he pasado… genial. Ha sido maravilloso que hayas venido hasta aquí. Realmente maravilloso.

Camille tenía ganas de contárselo todo. De confesarle que se iba a morir muy pronto, que casi no había ninguna esperanza. Que el día menos pensado se caería y no volvería a levantarse. Pero no tuvo ni el valor ni la fuerza para hacerlo.

Nicolas se vistió con la mirada fija en el metrónomo, besó a Camille una vez más y añadió, antes de salir:

—Yo nunca podré saber qué hay dentro de tu corazón, qué es lo que sientes. Porque no se puede leer en el corazón de los demás. Pero… en el mío sí sé lo que hay.

Bajó la mirada, la volvió a levantar.

—Yo jamás me he enamorado, Camille. Pero si tuviera que pasarme, aquí y ahora, me gustaría que fuera con alguien como tú.

Sin esperar respuesta, cerró la puerta al salir.

Camille apretó contra su pecho la novela de Maurice Leblanc, con la sensación de que una aguja hueca acababa de atravesarle el corazón.

Y rompió a llorar.

Latidos
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