27

En la isla de Ré se respiraba el aire yodado de alta mar.

A pesar de la invasión turística, la franja de tierra conservaba el carácter salvaje, sobre todo en la parte oeste, cubierta de marismas, de bosques, de grandes extensiones vírgenes y de playas a menudo invadidas por algas cargadas de historias oceánicas. Los veraneantes se mostraban ansiosos por lanzarse al asalto de los numerosos caminos para ciclistas que recorrían la isla como una red de venas.

Pero, a diferencia de aquellos paseantes despreocupados, Sharko no sonreía. Tras cinco horas de viaje agotador, había dejado sus cosas en un hotel de gama media reservado por el servicio de misiones, a varios kilómetros de Saint-Martin, en el corazón de la isla.

Antes de salir de París, había vuelto corriendo a la oficina para explicarle a Bellanger los increíbles descubrimientos de Lucie. El jefe había alucinado con la manera en que Henebelle se había inmiscuido en el caso, por mucho que Sharko se hubiese encargado de suavizar un poco el asunto. La identidad de su compañera no aparecería mencionada en el expediente y Jacques Levallois aduciría una excursión al bosque de Halatte para confirmar lo que Lucie había visto.

Además, el teniente había anunciado, muy a su pesar, que su compañera amenazaba con acortar el permiso de maternidad y que mucho se temía que tuvieran que incorporarla al grupo antes de lo previsto. Nicolas Bellanger, muy justo de efectivos, no había podido disimular su entusiasmo al conocer la noticia.

Franck Sharko se dirigió enseguida al centro penitenciario, antiguo presidio instalado en una fortaleza de Vauban. Dreyfus, Seznec y Papillon habían estado allí antes de ser deportados al infierno de Saint-Laurent-du-Maroni, en lo más profundo de la Guayana Francesa. Ahora eran tipos de la calaña de Foulon los que ocupaban sus celdas. La mayoría de los turistas que deambulaban por las calles de la encantadora isla ignoraban sin duda que en aquel establecimiento estaban encerrados los criminales más peligrosos del momento, la mayor parte de los cuales jamás saldría de allí.

Nicolas Bellanger había podido enviar a tiempo a las autoridades de la prisión todos los papeles necesarios. El director del centro penitenciario había aprobado la consulta del registro de visitas para el número de expediente solicitado, así como el encuentro con Foulon. Al día siguiente, a las once de la mañana, Sharko se encontraría frente al tipo que abría el vientre de sus víctimas y cocinaba sus entrañas con un sofrito de cebolla.

Tras pasar los controles de seguridad, acompañaron al teniente al ala administrativa, fría e iluminada con luces de neón. Un sinfín de puertas en un corredor infinito. Funcionarios vestidos de civil en sus despachos, con aspecto cansado. El edificio era una joya desde el punto de vista arquitectónico, pero estaba afectado hasta el tuétano por la desesperación, los suicidios, las enfermedades psíquicas y la falta de recursos. Sharko odiaba aquellas antesalas del infierno y, sin embargo, él también formaba parte del sistema.

Un simple eslabón, entre otros muchos, que hacía funcionar la pesada maquinaria judicial francesa.

Se había instalado en un cuartucho desolador, sin ventanas, y tenía enfrente el registro de visitas abierto por las páginas correspondientes al expediente número 25.367, el de Pierre Foulon, autor de siete asesinatos, encarcelado en marzo de 2007 y condenado a un mínimo de treinta años de reclusión sin reducción de pena.

Al día siguiente, iba a tener que mirarlo directamente a los ojos y, por decirlo de un modo suave, le estaba costando concentrarse. Seguía pensando en Lucie, en sus alocados hallazgos, en su implicación en el caso. Se había puesto a investigar a diestro y siniestro para obtener su chute de adrenalina, para sentirse viva y útil. Y, sobre todo, porque no podía actuar de otra manera.

En realidad, los dos estaban repitiendo los errores del pasado.

Sharko intentó dejar la mente en blanco y centrarse en las líneas del registro. Anotó las identidades de los visitantes y la frecuencia de las visitas: entre ellas, con toda probabilidad, el abogado de Foulon, personas anónimas, familiares, tías, primos. Algunos periodistas también, que escribían artículos sobre aquellos chiflados o alimentaban los programas de televisión. O criminólogos que pretendían «entrar en la mente del asesino», o «amigos» que Foulon habría hecho a lo largo de su macabra existencia. Según el registro, Simone Hubeau, Alain Lorval y Lucas Bonneterre lo visitaban con regularidad, alrededor de una vez al mes. Sharko intentó imaginarse las frases que debían de intercambiar con aquel asesino. ¿Se podía hablar de cocina con alguien que había cometido aquellos actos indescriptibles?

Apareció una nueva identidad, aproximadamente dos años y medio antes: Lesly Beccaro. A Sharko le llamó la atención su gran asiduidad: había ido todas las semanas durante casi tres meses. ¿Quién era aquella mujer? ¿Un ligue de Foulon? Por muy sorprendente que parezca, hay mujeres que se vuelven locas por asesinos de su especie. Algunas llegan incluso a casarse con ellos, rindiéndoles culto y devoción.

El teniente anotó el nombre y lo subrayó. Contactando con el juez de aplicación de penas, podría saber qué relación tenía con el asesino —amiga, familiar, etcétera—, ya que era el juez encargado de conceder todos los permisos de visita. Lo haría por la noche o a la mañana siguiente.

Sharko siguió consultando el registro y vio que también aparecía Stéphane Bourgoin, el especialista mundial en asesinos en serie. Foulon era toda una estrella, atraía a personalidades del mundo entero, interesaba a los psiquiatras, a los especialistas en comportamiento humano. El teniente no descartó ninguna identidad. Si el Carnicero se rebotaba o decidía abreviar la entrevista, siempre podría interrogar a los satélites que habían gravitado a su alrededor en una época determinada.

Pasó las páginas hasta que un nombre le llamó la atención.

Sharko se enderezó en la incómoda silla de madera, estupefacto.

El 15 de febrero de 2011, Daniel Faisan había estado allí.

Daniel Faisan, el teniente de Argenteuil que había investigado los robos.

El policía muerto el año anterior.

Sharko continuó hojeando el registro con frenesí, súbitamente exaltado. Faisan no volvía a aparecer, pero una sola vez era más que suficiente para hacer saltar todas las alarmas.

El teniente se precipitó al pasillo, entró en un despacho y encontró un teléfono para llamar a Robillard. Saltó el contestador.

—Soy Franck. Llámame. ¿Tú te acuerdas de la fecha exacta de la muerte del teniente de Argenteuil que investigaba los robos? He…

Sharko tuvo de repente una especie de revelación. El contestador registró una larga pausa antes de que se decidiera a continuar, reorganizando sus ideas:

—Francolín es un tipo de pájaro, ¿verdad? Francolin, Faisan… ¡Es el mismo hombre! Es él. El hombre que estamos buscando, Francolin… Es Daniel Faisan. Vino una vez a visitar a Foulon, aquí, a la cárcel. ¡Ese desgraciado es alguien de la casa! ¡Avisa a Nicolas!

Sharko colgó, con el cerebro funcionando a mil por hora. Se encerró en su habitación, en estado de shock. Somos aquellos que vosotros no veis, porque sois incapaces de ver.

Un poli, uno de los suyos.

Franck estaba estremecido, conmocionado.

En aquel momento, el teniente sintió que la investigación que llevaba a cabo desde hacía más de veinticinco años no tenía más importancia que un vulgar castillo de arena. Ni nada ni nadie podía resistirse a la violencia ni al Mal. Ni siquiera un policía.

Miró la hora apesadumbrado. Casi las siete.

Los motivos de su entrevista con Foulon acababan de cambiar. Ya no se trataba de saber quién había secuestrado a las chicas, sino quién las había recibido. ¿Quién era el famoso C. de la Estigia? ¿Y el que había escrito el mensaje en el bosque de Halatte? ¿Pierre Foulon tenía algo que ver con todo aquello? ¿Cómo se había encontrado con Faisan fuera de la cárcel?

Sharko estudió la lista de fechas que le había dado Lucie. El teniente de Argenteuil había ido allí en febrero de 2011, cuando ya había secuestrado a algunas de las chicas. En plena efervescencia, Sharko recordó los cuadros, la pequeña habitación, la galería, expresión de su locura, materialización de sus fantasmas… ¿Qué habrían podido decirse aquellos dos hombres? ¿Qué terribles secretos habrían llegado a compartir?

Cerró los ojos e intentó resumir mentalmente lo que había descubierto.

Angustiado e impaciente a la vez por que llegara la hora.

El Carnicero estaba invitado a comer.

Pero esta vez sería Sharko el que pondría la mesa.

Latidos
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