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Domingo, 19 de agosto de 2012

Cuando el Airbus A330 aterrizó en el aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, la temperatura anunciada era de 9 °C, con ráfagas de viento procedentes del sur de hasta sesenta kilómetros por hora y cielo despejado.

Era medianoche, hora local, en pleno invierno. Sin embargo, Franck se esperaba un clima más benévolo, sólo hacía falta ver el tipo de ropa que llevaba en la maleta: pantalones finos, camisas de manga corta… Por suerte, en el último momento había metido también una cazadora escocesa, aunque bastante liviana, que se puso en cuanto recogió la maleta de la cinta transportadora.

Cola de inmigración, justificantes de domicilio u hotel, aduana, extracción de pesos en el primer cajero automático que vio. Sharko percibió de inmediato que estaba en América Latina: el olor de las especias en la terminal, los taxistas que se le echaban encima, la sonoridad del acento español. Y, sobre todo, el agua de los retretes girando al revés.

Antes de subirse a un taxi, leyó los SMS que le habían llegado. La confirmación de la reserva de su hotel y un mensaje de Lucie que decía:

Muy bonito, te has dejado la placa en el bolsillo del abrigo.

Sharko palideció, se palpó mecánicamente los bolsillos. Lucie tenía razón. Eso le pasaba por hacer la maleta con Marie Henebelle dando vueltas por casa, antes de salir pitando hacia el aeropuerto.

Consultó la hora e hizo un cálculo rápido. Contando con la diferencia horaria, en Francia serían las cinco de la madrugada. Respondió a Lucie diciéndole que el viaje había ido bien —a pesar del gélido aire acondicionado del avión y el poco espacio entre asiento y asiento que te destrozaba las piernas— y que no se preocupara, que podría sobrevivir muy bien sin su placa de policía.

Ya en el taxi, le dio la dirección al conductor: hotel La Menesunda, en el barrio de Boedo.

Veinte minutos después, Buenos Aires apareció en el horizonte, rodeada de un halo de luz naranja. Sharko vio primero los rascacielos, luego las avenidas rectas e interminables, de las más largas y anchas del mundo. A pesar de la hora tardía, los buses aún recorrían las calles —unas calles cuadriculadas, ordenadas como las filas y las columnas de un tablero de ajedrez—, devorando el asfalto con un ronquido agotador. A Franck le hizo pensar en un lejano viaje al Cairo, y se dijo que aquella ciudad llana como una crepe era un batiburrillo de influencias, géneros y épocas, con una parte que parecía anclada en el pasado y otra bastante más moderna.

Pero Sharko también pensó que aquel país había tenido su lote de sufrimiento, sus guerras, sus golpes de Estado, sus dictaduras en los años setenta y ochenta o su crisis financiera, que a principios de siglo los había llevado a la bancarrota y hundido en la miseria. Algunos habían llegado a morirse de hambre.

Barrio de Boedo. Coches viejos, casas de dos plantas. Olor a almendra tostada, a laurel. Terrazas de cafés agradables, tiendas tentadoras: confitería Trianón, café Margot, restaurante Esquina Dos Mundos… Por todas partes había carteles de espectáculos de tango, invitaciones para bailar, para abandonarse a la música de los bandoneones y las guitarras acústicas. Una ciudad de sangre caliente, latina. A aquellas horas tardías todos los bares del barrio estaban a reventar. Gente joven, ruidosa, sofisticada.

El taxista dejó a Sharko a la puerta del hotel. El teniente dio sus datos en recepción y se instaló enseguida. Una habitación limpia, correcta, sin personalidad: podría haber estado perfectamente en L’Haÿ-les-Roses o en Montreal. Se dio una buena ducha —era imposible no sentirse sucio tras catorce horas de vuelo, sobre todo si te había tocado al lado un tío que no paraba de roncar— y durmió hasta la hora de comer del día siguiente. Más de doce horas de un sueño apacible, ininterrumpido, amplificado por la diferencia horaria. Al levantarse, tuvo la sensación de estar saliendo de un pantano de arenas movedizas.

Sin comer nada en el restaurante del hotel, Sharko salió a la calle vestido con unos pantalones de pinzas gris antracita, una camisa de tonos claros y la cazadora escocesa. El cielo estaba límpido, de un azul absoluto, y el sol picaba jugueteando con las sombras alargadas de los jacarandás de hojas azul violeta agitadas por el viento. No obstante, Sharko se subió hasta arriba la cremallera de la cazadora.

La Apanovi —Asociación Pro Ayuda a No Videntes— estaba justo al lado de un club de fútbol, en la intersección de las avenidas 25 de Mayo y Boedo. En su interior, líneas sobrias, pasillos anchos, pinturas en las paredes. El teniente se dirigió a la recepción y, cuando pronunció las palabras «policía francesa», vio cómo el hombre que lo atendía abría los ojos como platos. Con su francés y su carisma había tenido suficiente, sin necesidad de enseñar la placa.

—¿Está José González? —preguntó.

El hombre asintió y descolgó el teléfono. González apareció unos minutos más tarde. Un junco de metro ochenta y cinco, con un bigote gris de cerdas hirsutas y labios de calabaza. Tendría unos sesenta años e iba vestido de manera sencilla, como si no le preocupara su aspecto. Un tipo de baja extracción social, Sharko se dio cuenta enseguida.

El teniente le habló en inglés, un inglés que González comprendía a duras penas.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó el argentino.

Sharko explicó con su habitual dominio de la situación que era policía y que estaba investigando un caso complicado. Luego le enseñó, en primer lugar, la foto de Mickaël Florès.

—¿Lo conoce?

La mirada de González se ensombreció.

—Un fotógrafo francés, sí. Estuvo aquí hace dos o tres años, si no recuerdo mal…

—Fue en el verano de 2010, exactamente.

—Sin duda, sí. ¿Qué le ocurre?

—Murió hace seis meses. Lo torturaron antes de asesinarlo.

El argentino palideció.

—Es horrible. Y… ¿por qué viene usted aquí, tan lejos de su casa?

Sharko le tendió la foto del Bendito.

—Consideramos que esta foto que encontramos en casa de Mickaël Florès es un elemento lo bastante importante de la investigación para justificar un desplazamiento.

González tardó un rato en reaccionar, sin duda conmocionado por lo que acababa de decirle el teniente.

—Me acuerdo del momento en que el fotógrafo estuvo aquí, sí… Se quedó varios días, simpatizó con Mario. En un momento dado, le pidió que fuera a la escalera del edificio y se pusiera las manos en los ojos, como si llevara unos prismáticos. Una auténtica puesta en escena que le llevó su tiempo. Mario no es una persona fácil de… dirigir. Es una de las fotos que tiene usted ahí.

—¿Y qué vino a hacer Mickaël Florès?

—Recorrió las residencias, los centros sociales, los institutos para ciegos de toda la ciudad. Barrio a barrio.

Sharko se acordó de todos los hoteles de Buenos Aires en que se había alojado Florès.

—¿Buscaba a Mario?

—Eso es.

—¿Por qué?

—Sígame.

Atravesaron una sala dotada de grandes y extrañas impresoras, luego un local informático donde varias personas con cascos estaban sentadas frente a diversos ordenadores. La mayoría tenía los ojos cerrados y parecía estar meditando. Reinaba un silencio increíble, como en una cripta. Sharko siempre se había imaginado que el mundo de los ciegos sería un territorio de tinieblas, pero allí había colores por todas partes. En el suelo, en las paredes, en los muebles, como si fueran rastros de vida. La luz entraba oblicuamente por las ventanas, iluminando cada rostro, penetrando cada retina.

Al fondo, en una pequeña biblioteca, había un hombre sentado de espaldas, con el pelo de un negro lustroso. Se tambaleaba ligeramente hacia delante y hacia atrás, y sus manos abiertas recorrían las páginas de un libro que tenía sobre la mesa, como las de un pianista.

—Ahí está Mario. Le encanta venir a consultar los libros en braille. Desgraciadamente, nunca podrá leerlos ni entenderlos. Es discapacitado mental. Una malformación en el cerebro por culpa de un retraso en el crecimiento, según los especialistas que lo han tratado. Tendrá unos cuarenta años, quizá un poco más, no lo sabemos a ciencia cierta. Habría que hacer unos exámenes más costosos, y yo no tengo el dinero necesario. Lo llamé Mario, pero ignoro su verdadero nombre.

—¿Cómo lo conoció?

—Me lo encontré hace doce años, medio muerto en el barrio de la villa Soldati, uno de los sitios más pobres de la ciudad. Deshidratado, descalzo, ensangrentado. Yo nunca tuve los medios para acoger a nadie y, sin embargo, lo hice. Porque estaba allí, en mi camino, como una evidencia. Me lo llevé y desde entonces no nos hemos separado. No sé ni quién es ni de dónde vino.

González desprendía un aura de bondad, Sharko podía percibirla. Alguien nacido para dar su tiempo, para ayudar a los demás.

—Argentina acaba de inaugurar un gran programa de ADN de hijos robados de la dictadura —continuó González—, para devolver a las familias a sus hijos desaparecidos, utilizando la correspondencia genética. Las «locas» de la Plaza de Mayo son la única organización de mujeres de este país. Desde hace más de treinta años están luchando para encontrar a sus hijos secuestrados por la dictadura militar. «Sin cuerpo no hay muerto», ése es su lema. Hoy en día, el ADN es una auténtica bendición para ellas. Porque el ADN no miente.

—¿Y ha habido alguna correspondencia de ADN en el caso de Mario? —preguntó Sharko.

—Ninguna. Mario es y seguirá siendo sin lugar a dudas un hijo de la nada, como tantos otros miles. La única palabra que ha salido de su boca desde que lo conozco es un nombre de mujer. Florencia.

El móvil de Sharko empezó a vibrar, era Lucie. Lo puso en silencio.

—Disculpe… ¿Florencia, dice? ¿Su madre, tal vez?

—Imposible de saber.

—¿Y Mario ya estaba ciego cuando usted lo recogió?

González abrió la puerta. Las manos de Mario se quedaron quietas sobre el espeso papel, jalonado de grupos de puntos en relieve.

Lentamente, se dio la vuelta.

Sharko sintió una opresión en el pecho.

Los párpados del hombre caían a plomo sobre dos cuencas vacías.

Dos agujeros negros que se hundían en su cara como dos pozos sin agua.

Mario no tenía ojos.

—¿Y cómo no iba a estarlo? —se limitó a responder González.

Latidos
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