21

Las nueve y media de la mañana.

Cuatro hombres reunidos alrededor de una pequeña mesa rectangular en mitad del open space, en la última planta del número 36, quai des Orfèvres.

Jacques Levallois, el más joven del equipo. Enchufado por un tío suyo varios años atrás, pero buen tipo, discreto, operativo, mejorando con la edad. Pascal Robillard, cerebral y pegado a su ordenador salvo en casos de fuerza mayor o para ir al gimnasio a ejercitarse de manera intensiva. Franck Sharko, veterano entre veteranos. Y, por último, Nicolas Bellanger, el jefe de todos ellos.

Un equipo en el que sólo faltaba Lucie, cuya mesa seguía vacía a la entrada del vasto espacio decorado con pósters más bien masculinos, mapas de París o fotos personales colgadas con chinchetas en las paredes de cada rincón de trabajo.

Todos habían escuchado ya, de buena mañana, una copia del mensaje de la grabadora digital. Nada mejor para despertar a un policía. Nicolas Bellanger no tenía mejor aspecto que la noche anterior. Estaba de pie, junto a una pizarra blanca en la que había escrito, con rotulador negro, algunos datos. Ni una sola nube tras el ventanal. Un día más, las previsiones anunciaban temperaturas récord. Los cerebros corrían el riesgo de cocerse en el altillo, los cuerpos iban a sufrir de lo lindo.

Extendidos frente al jefe de grupo, junto a un montón de hojas, doce rostros atemorizados.

Doce chicas probablemente desaparecidas.

Debajo, las doce víctimas fotografiadas de espaldas, desnudas, rapadas, con aquellos misteriosos tatuajes en la parte posterior del cráneo.

Los policías sostenían sendos vasos de café, excepto Robillard, gran amante de la leche fría y rica en proteínas que llevaba en un termo.

—Bueno… —dijo Bellanger—. Procedamos en dos fases: hacer la lista de lo que tenemos hasta el momento y decidir adónde vamos. He pasado por los laboratorios de la Científica esta mañana. Nos han hecho un gran trabajo. Tengo muchas cosas que anunciaros, pero no son plato de buen gusto, os lo advierto. Es muy probable que nos toque pasar una segunda quincena de agosto de mierda.

—No nos pongas la miel en los labios —ironizó Robillard.

Al joven teniente Levallois le entró la risa floja. Era el «negativo» de Robillard, tanto física como psíquicamente. Peso pluma, nada deportivo, pero siempre con los pies sobre el terreno, husmeando, interrogando, coordinando, llevando a cabo las investigaciones de proximidad. Cogió un bolígrafo y le dio vueltas entre los dedos. Nicolas Bellanger enganchó con un imán la foto de la chica de iris blanquecinos en la pizarra.

—¿Sabemos ya quién es? —preguntó Sharko.

—No, pero sabemos lo que ha hecho.

Debajo de la foto Bellanger escribió con rotulador rojo: «ladrona».

—Sus huellas dactilares están en los archivos. Las encontramos en dos casas en las que habían robado, al norte de París. Los allanamientos se produjeron hace algo más de dos años, con pocas semanas de diferencia.

Hubo un instante de silencio mientras los hombres asimilaban la información.

—Una ladrona —dijo por fin Robillard—. Así que no es del todo inocente. ¿Y qué es lo que robaba?

Bellanger le pasó una hoja con pinta de atestado policial.

—Dímelo tú. Quiero saberlo todo sobre este asunto. La comisaría de Argenteuil se ha encargado del caso. Ponte en contacto con los investigadores, explora a fondo el tema. A lo mejor esta chica y las otras once tienen algo más en común que el aspecto físico o la extracción social.

—Estás pensando en una red organizada, ¿verdad? —preguntó Sharko—. ¿Un grupo de chicas trabajando juntas?

—Eso explicaría por qué nunca nadie ha denunciado su desaparición. Tal vez vengan del extranjero, o estén en situación irregular, o algo por el estilo.

El jefe bebió un sorbo de café. Se había enfriado. Hizo una mueca y dejó el vaso sobre la mesa.

—¿Qué más…? Sí, un pequeño apunte tecnológico. Hemos podido identificar la red wifi que Francolin pirateaba para difundir, según parece, las grabaciones de la cámara de vídeo. Tenemos la autorización del propietario para rastrear las conexiones, ha puesto incluso su ordenador a nuestra disposición. Ya hay un experto informático trabajando en ello. En cuanto sea posible, se pondrá en contacto con el servidor de internet. Por una vez, parece que irá rápida la cosa.

—Resumiendo: que pronto podremos saber quiénes descargaban las imágenes y atrapar a esos cerdos asquerosos, ¿no es así? —preguntó Levallois.

—En teoría.

Bellanger consultó sus notas.

—A ver qué más… Los ultravioletas no han revelado nada en la libreta que Franck encontró debajo del parquet. Los del laboratorio van a probar con técnicas más avanzadas, como la fumigación, para buscar huellas dactilares. —Volvió a mirar de reojo a Robillard—. ¿Le echarás un vistazo a la libreta en cuanto puedas? A todo ese rollo de la Estigia, y las páginas de dentro, con los círculos reproducidos hasta el infinito. A primera vista no parece más que el delirio de un maníaco, pero no hay que descartar nada.

—En cuanto me crezca un tercer brazo, me pongo con ello.

—Perfecto. Con el tema de los tatuajes también habrá que emplearse a fondo. No hay quien los entienda. En el laboratorio, nadie encuentra una explicación, en ningún ámbito: ni médico, ni químico, ni físico, ni nada de nada. Esas letras y esas cifras pueden significar cualquier cosa. —Nuevo vistazo a su libreta Moleskine—. Y ahora los cuadros… Hemos hallado algunas huellas dactilares, pero entre que el dueño de la casa los ha tocado y que los tenía almacenados en el garaje, la tarea de los técnicos va a ser complicada. En fin, que deberemos comprobar todo esto, sin tener la certeza de sacar algo positivo. Sin embargo, sabemos algo más del contenido de los cuadros gracias a un tipo que entiende de pintura en el Departamento de Documentos y Rastros, y que los ha reconocido al llegar esta mañana al laboratorio. Son reproducciones de obras de Rembrandt.

Robillard soltó un silbido.

—Rembrandt… ¡Nuestro chiflado tiene buen gusto!

—El auxiliar del laboratorio lo ha buscado en internet, no se acordaba ni de los títulos exactos ni de las fechas. Uno de los cuadros, el de los distintos personajes, se titula… —Bellanger leyó su libreta— Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp, pintado en 1632. El otro es la Lección de anatomía del doctor Deyman, de 1656. El primer cuadro, el del doctor Tulp, representa una disección que se realizaba anualmente en Ámsterdam ante trescientos espectadores.

El inspector jefe anotó los datos en la pizarra, bajo la foto de la chica de iris blanquecinos. Mientras tanto, Sharko le pidió a Robillard que buscara en internet el cuadro Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp. Cuando lo tuvo en la pantalla, el teniente se lo mostró a los demás.

Sharko pidió a Levallois y a Bellanger que se acercaran a contemplar la imagen, que ocupaba toda la pantalla.

—Mirad bien la expresión glacial de los observadores, sus ojos inquisitivos dirigidos a las entrañas del cadáver —señaló—. Hay una especie de gozo secreto en ellos, cierta satisfacción en transgredir lo prohibido. Esos tipos no son unos mindundis; observad sus ropas, su aspecto cuidado, su elegancia.

—¿Son médicos?

—Sí. Unos privilegiados compartiendo un momento especial, eso seguro. Uno actúa de maestro de ceremonias, los otros están atentos y deseando seguramente hundir también sus manos en las entrañas. Fijaos, es un lugar oscuro, secreto. Yo diría que se trata de gente poderosa recreándose con lo prohibido. ¿En qué creéis que pensaba Francolin al dormirse o al tocarse frente a este cuadro?

Bellanger guardó silencio durante un rato mientras se dirigía con parsimonia a la ventana. Allí abajo, el Sena, el pont Neuf. París relucía como un diamante al sol.

—¿Tal vez creía tener tanto poder como ellos? —sugirió.

Sharko se volvió hacia el ordenador.

—Sin lugar a dudas, sí. El poder… «Somos aquellos que vosotros no veis, porque sois incapaces de ver.» Hay cierta condescendencia en ese mensaje, cierto desprecio. La prueba palpable de algún poder, como tú dices. El plural demuestra que se sobrevalora, que se cree superior a los demás. Pero, al mismo tiempo, el que dice «somos» pertenece por fuerza al común de los mortales, forma parte de nuestra vida cotidiana. Quien dice «somos» no es un ser marginal, no está expresando necesariamente su diferencia; si no, lo veríamos. —Señaló con el dedo índice el cadáver—. Segunda parte del mensaje: «Los que tomamos sin dar. La vida, la Muerte. Sin piedad». ¿Os acordáis de la mayúscula en «Muerte», pero no en «vida»?

—No me había dado cuenta —dijo Levallois.

—Pues es fundamental. No tiene respeto por la vida, pero sí por la muerte. Como en el cuadro. Esa gente se toma la muerte como algo fascinante, o tal vez aterrador, y por eso intenta comprenderla, domeñarla a través de lecciones de anatomía.

Sharko se acercó a la pizarra y dibujó el símbolo en una esquina.

—Los círculos que hay al final del mensaje son la firma. No son unas iniciales, como las de los dibujos de la caja de zapatos. Es un símbolo. A lo mejor el de pertenencia a un grupo, a un clan. Lo cual confirmaría la hipótesis de que nos enfrentamos a diversos individuos unidos por… algo que comparten, o por ciertas afinidades que les han permitido reconocerse y agruparse. Deberíamos investigar qué significa ese símbolo.

—Pues va a ser difícil, porque no se puede poner nada concreto en los buscadores, pero lo voy a intentar —dijo Robillard.

Sharko volvió a sentarse y se bebió el café en silencio, sin dejar de mirar la pizarra blanca llena de notas. Sus tres compañeros de equipo se unieron a él.

—Entonces ¿piensas que han sido varios los que han secuestrado a las chicas? —preguntó el jefe.

—No. Yo creo que los secuestros son responsabilidad de Francolin, suyos y de nadie más. Esa casa, con la galería subterránea, era su escondite secreto, su guarida, el nido donde podía incubar todos sus fantasmas. No se comunicaba con los demás si no era a través de la cámara, me parece a mí.

Sharko reflexionó.

—Y, respecto al ADN, las huellas y toda la pesca, ¿la Científica ha encontrado algo en la galería o en la casa? —preguntó.

—De momento, nada. Pero siguen investigando. Y van a peinar el jardín y los alrededores con perros y herramientas de detección, para ver si hay algo enterrado. Si a las chicas las han matado, sus cuerpos estarán en algún lugar. Once cadáveres dejan alguna huella. Alguno de nosotros tendrá que ir enseguida. Jacques, cuando acabemos la reunión, te vas para allá y tomas el mando, ¿ok?

Levallois asintió y Bellanger continuó:

—Pero, aparte de todo esto, tenemos una pista bastante buena. Se trata de una de las bolsas de plástico que encontraste bajo el parquet, Franck.

Se habría podido oír el vuelo de una mosca. El inspector jefe sacó unas fotos de debajo del montón de hojas.

—Hay que centrarse en esto.

Enseñó una imagen a sus subordinados. La foto pasó de mano en mano. Un primer plano de la cartera de cuero. Nicolas Bellanger torció el gesto.

—Un trabajo artesanal, hecho a mano.

Lo había dicho con voz neutra, pero sus palabras estaban cargadas de sentido. Robillard lo miró con ojos sombríos.

—Hecho a mano… No estarás insinuando que…

—Está hecha con piel humana curtida e intestinos para las costuras.

Se miraron los unos a los otros estupefactos. Robillard, siempre dispuesto a soltar una broma, permaneció sin decir nada.

Bellanger cogió aire y continuó:

—Los análisis de ADN han revelado la presencia del cromosoma X. Dicho de otro modo, la cartera está hecha con… con la piel de una mujer.

—Virgen santa —suspiró Sharko.

El teniente intentó imaginarse la escena. Pobres víctimas acostadas boca arriba, probablemente aún con vida, despellejadas y destripadas. Recordó las palabras de la grabadora, las inmundas «recetas de cocina» detalladas por el asesino.

—El que haya hecho esto se merece entrar en nuestro top ten —soltó Robillard sin poder contenerse.

—Y en uno de los bolsillos interiores aparecen grabadas las iniciales C. P. El autor dejó su marca.

—No pudo resistir la tentación de firmarlo… Como en los dibujos.

—Pero son dos personas distintas —precisó Sharko—. P. F. en los dibujos, C. P. en la cartera. Es demencial.

—Una prueba más de que son varios —continuó Bellanger—. Los dientes también son de mujer. O, mejor dicho, de mujeres. Hemos encontrado cuatro ADN distintos, y ninguno coincide con el de la cartera.

A cada instante, los cuatro hombres se sumergían más si cabía en el horror. Habían tenido que trabajar en casos desagradables, pero aquél tenía toda la pinta de ser terrible. Nicolas Bellanger se acabó el café en silencio, antes de mostrarles nuevas fotos a los demás. Primeros planos de las uñas recortadas, de los pelos, de los dibujos de la caja.

—Y ahora la guinda del pastel de nuestras investigaciones. Debo decir que las máquinas y los archivos no han dejado de sacar humo desde ayer, monopolizando todos los recursos del laboratorio. Hemos analizado los recortes de uñas y el mechón de pelo. Pertenecen a la misma persona, a un hombre, más concretamente. He pedido su perfil de ADN y lo he enviado al FNAEG hace apenas una hora. Estaba fichado. Tenemos su identidad. Ya sé quién es el P. F. que firma los cuadros.

—¿Y quién es el maldito hijo de puta? —Robillard perdió los nervios y estrujó su vaso vacío.

—Pierre Foulon.

El nombre estalló en todas las cabezas. Pierre Foulon, el asesino en serie, autor de siete homicidios. Siete chicas secuestradas, asesinadas, despedazadas y comidas en parte. Una auténtica representación del Mal. Conocido en las dependencias policiales tras haber sido interrogado por el «grupo Lemoine», un equipo del 36 que trabajaba en los despachos contiguos.

El asesino se pudría desde hacía cinco años en el centro de alta seguridad de Saint-Martin-de-Ré, en la isla de Ré. Condenado a cadena perpetua, con cumplimiento efectivo de hasta treinta años de prisión.

Robillard había convertido su vaso en una flor y arrancaba finas láminas de plástico. Levallois había dejado de juguetear con el bolígrafo. Los rostros de los policías estaban petrificados.

—Así que era su voz la que escuchamos en la grabadora —dijo Sharko—. Era él quien relataba los horrores y se deleitaba explicando lo que hacía con las mujeres. Y también es él quien firmó los dibujos como P. F., Pierre Foulon…

—¿Y alguien puede explicarme qué hacían bajo el suelo de esa casa las uñas y los pelos de un tío que estará encerrado en la trena hasta el fin de sus días? —preguntó Levallois—. ¿Cómo llegaron a manos de Francolin?

—Habrá que encontrar alguna respuesta a esa pregunta, en efecto —dijo Bellanger—. Sea como fuere, de lo que no hay duda es de que esos dos han estado en contacto. Antes o después del encarcelamiento de Foulon. Llamaré a la secretaría del centro penitenciario para que nos dejen consultar el registro de visitas del expediente de Foulon, así podremos saber quién lo ha ido a ver desde su detención.

Nicolas Bellanger anotó un nombre en la pizarra. Albert Suresnes. Un teniente del equipo de Lemoine, sus vecinos de despacho.

—Voy a pedirle a Albert que se encargue de ello. Conoce bien el caso Foulon y…

—¿Por qué quieres pedírselo a él, ya no confías en mí? —le interrumpió Sharko, un pelín nervioso—. Yo seguí el caso de cerca y conozco a esos especímenes mejor que nadie.

Bellanger pareció incómodo.

—No sé, Franck. Acuérdate de cuando entramos en la casa de Saint-Léger… Además, tú mismo me has dicho que si la cosa se ponía fea…

Franck apretó los puños. Observó las fotos alineadas de las doce chicas. La locura en estado puro. Ojos suplicantes. Ojos que pedían ayuda y reclamaban justicia.

—Tendré cuidado. Quiero hacerlo. A Foulon le encanta ser el centro de atención, es un pervertido narcisista de la peor especie. No va a dejar escapar la oportunidad de hablar con un policía. Sabré cómo manejarlo. Iré a ver a ese desgraciado y le haré desembuchar todo lo que sabe.

Bellanger dudó. Sharko estaba de pie, frente a él, y no aceptaría fácilmente una negativa.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Del todo.

Los ojos negros de Sharko no parecían dejarle otra alternativa.

—Está bien, de acuerdo, pero nada de errores, no tendremos una segunda oportunidad. En cualquier caso, será mejor que primero vayas a ver a Suresnes o a Lemoine, y que te hagan un briefing de un par de horas sobre cómo enfrentarte a Foulon. A ese tío hay que tratarlo con pinzas. Ya me encargo yo del papeleo y de las autorizaciones, se nos va a ir la mañana en ello, pero el juez está de nuestro lado y nos ayudará a acelerar las cosas. —Reflexionó algunos segundos—. El plan sería que te acercaras esta tarde en coche a consultar el registro, si todo va bien. Y que mañana mantuvieras una charlita con Foulon. Así tendrás tiempo de prepararlo bien y estarás listo para enfrentarte a esa basura. —Consultó el reloj—. Venga, al tajo. Estaré en mi despacho, seguimos en contacto para cualquier información.

Todos se levantaron y volvieron a sus mesas, excepto Sharko, que se quedó quieto, masajeándose las sienes, con los ojos cerrados. Dentro de su cabeza vio el rostro de Foulon y sus encías ensangrentadas. Los trozos de cuerpos enterrados en el jardín. Los vídeos inmundos que el grupo de Lemoine había encontrado en casa del asesino, tiempo atrás. Foulon se había encargado de grabar cada uno de sus actos.

En la Criminal, todo el mundo había visto aquellos horrores. Así era el curro: estaban obligados a saber.

De pronto, Sharko abrió los ojos. Un hormigueo le recorrió la espalda, miró sus manos y vio que temblaban ligeramente. Las escondió bajo la mesa y sintió algo en el estómago.

Algo parecido al miedo.

El Carnicero, como apodaban a Foulon, debía de estar oliéndolo a kilómetros de distancia.

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