59

Sharko se quedó quieto frente a las siluetas que obstruían la claridad del hueco de la escalera.

No se movían. A pesar de estar a contraluz, el policía pudo ver unos rostros tapados con bufandas y pañuelos que no dejaban al descubierto más que los ojos. También pudo distinguir los contornos de las armas que empuñaban. Herramientas, barras, fusiles.

Una frase resonó en la penumbra.

—¡Te voy a matar, hijo de puta![*]

Una barra impactó en la pared, provocando un estruendo ensordecedor. El autor del golpe se apartó para dejar paso a una sombra más pequeña que pronunció una frase incomprensible para Sharko.

—Soy francés —dijo el teniente.

—Aquí no queremos periodistas ni nada por el estilo —exclamó la voz en un inglés horroroso—. Tienes diez segundos para largarte.

—No soy periodista. Soy un policía francés.

Se hizo el silencio. El que había hablado lo tradujo al español. Las sombras se congelaron.

—Mentira. Vienes solo. ¿Dónde están tus compañeros?

—Es complicado de explicar.

Una de las siluetas bajó la escalera y soltó un bastonazo que estalló a diez centímetros de la cabeza de Sharko. El policía levantó las manos en son de paz. Tenía los músculos agarrotados por el miedo.

Aquellos tipos pretendían mandarlo al otro barrio.

—Ven acá —ordenó el que hablaba inglés.

Sharko subió despacio los últimos escalones. Las sombras se abrieron y lo rodearon tan pronto como salió al pasillo. Tras las telas, había varios pares de ojos enloquecidos. El anglófono llevaba la cara cubierta con una bufanda a cuadros blancos y negros, y una gorra vieja y sucia de los Yankees en la cabeza. Cacheó a Sharko, le cogió el móvil y la cartera.

—¿Dónde está la placa? ¿Y la pistola?

—Miren, yo…

El hombre tiró la cartera al suelo, se guardó el móvil y siguió con el registro. En el bolsillo derecho de la chaqueta de Sharko encontró la foto de Mickaël Florès, y también la del Bendito.

Se quedó de piedra frente a esta última. Sus ojos se posaron de nuevo en los del policía. Negros, rencorosos.

Le quitaron la foto. Circuló de mano en mano. Sharko distinguió, entre los miembros del grupo, la fisonomía de una mujer. Ojos de un azul extraordinario, apenas visibles tras un fular de tela roja. La mujer contempló la foto, y luego lo miró a él fijamente, desconcertada.

El policía vio temor en sus ojos.

Un tipo pequeño y gruñón como un pitbull ladró algo detrás de ella. Tenía los miembros cortos y los puños grandes. Sus palabras desataron una acalorada discusión que a punto estuvo de terminar en pelea. Un hombretón se adelantó y amenazó a Sharko con la punta de un bate, apretándoselo contra el cuello, sin dejar de dar voces.

El policía se dio cuenta de que la tormenta estaba a punto de estallar. Se dirigió hacia el que hablaba inglés.

—Encontré a este hombre con la piel reseca en lugar de ojos. Mickaël Florès, un periodista que seguramente estuvo aquí en 2010, ha sido asesinado. Doce chicas han sufrido atrocidades en Francia. Y todo está relacionado con este hospital. Necesito información. Por favor.

El hombre volvió a traducir al español y no hizo sino aumentar la cólera de sus compañeros. Sharko sintió cómo el cerco se estrechaba aún más. De un momento a otro, aquella horda violenta iba a explotar de mala manera. Pero ¿quiénes eran? ¿Gente del pueblo?

De pronto, el hombretón hizo trizas las dos fotos y tiró los pedazos al suelo mientras le gritaba cosas incomprensibles al que traducía. El de la bufanda a cuadros se volvió hacia Sharko.

—¿Dónde está el hombre de la foto?

—¿Para qué quieren saberlo? ¿Qué está pasando aquí, por el amor de Dios?

El hombre repitió la pregunta, con mayor firmeza.

—¿Dónde está?

—En un sitio seguro —respondió Sharko.

El gruñón intentó empujarlo escaleras abajo, con un movimiento seco. Pero el policía consiguió mantener el equilibrio y apenas retrocedió.

No veía la manera de apaciguar los ánimos. No entendía nada.

—No haga eso —dijo con toda la calma de la que fue capaz.

Sin previo aviso, el hombretón le soltó un batazo en la espalda. Sharko se dobló en dos, con el rostro crispado de dolor.

En ese instante tuvo la certeza de que, si no se movía, era hombre muerto.

Iban a acabar con él.

La adrenalina le hizo abalanzarse contra el grupo, a grito pelado. Golpeó a un tipo en la cara mientras intentaba atravesar la melé. Un segundo hombre saltó por los aires tras recibir un porrazo en el mentón. Sharko se estaba saliendo con la suya cuando un bastonazo en el gemelo interrumpió su carrera. Varias manos lo agarraron de las extremidades.

Y lo lanzaron sin contemplaciones por la escalera.

Sharko se protegió la cabeza con los brazos. Los codos y las rodillas impactaron contra el cemento. La caída se le hizo interminable.

Un colchón mullido lo acogió al final de la escalera. La ceniza se levantó y le entró por la nariz. Sharko escupió y se incorporó con dificultad.

Roto, destrozado.

Al menos estaba entero, aunque el cuerpo le doliera una barbaridad. La rodilla derecha había rebotado varias veces contra los escalones y le dolía terriblemente.

Arriba, la puerta se cerró con un ruido espantoso. Oscuridad total.

Franck oyó ruido de muebles desplazándose por el suelo.

Cojeando, tosiendo, subió a ciegas la escalera y golpeó con ambos puños, pero la puerta no se movió ni un ápice.

—¡Abran, abran!

Sharko pegó la oreja a la madera.

Tras unos segundos, no oyó más que el silencio.

Intentó abrir por todos los medios, pero no hubo manera.

Se sentó y se frotó la rodilla derecha, con la sensación de estar inmerso en una pesadilla.

Una pesadilla incomprensible.

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