69

Sharko conducía hacia el sur, sin apartar la vista del retrovisor.

Ni rastro de los asesinos.

De momento.

Sus perseguidores se habrían sentido impotentes al llegar al otro lado de la marisma y ver cómo huía en coche ante sus propias narices. Pero sin duda habrían avisado a sus compinches del hospital y varios coches habrían salido tras él. Por eso Sharko había tomado precauciones, bifurcando continuamente, escogiendo carreteras al azar, atravesando pueblos perdidos en los confines del mundo.

El teniente estaba rabioso. Florencia había muerto por ayudarlo a escapar. La habían matado a sangre fría para atraparlo a él. Y Sharko no iba a guardar de aquella mujer más que el recuerdo de un rostro librándolo de las tinieblas.

Le había salvado la vida.

La cartera y el pasaporte estaban en la guantera. Franck no podía más, apestaba a cieno, su ropa había adquirido un tinte marrón y estaba cubierta de vegetales. Ya podía tirar a la basura sus nuevos mocasines Beryl.

Cuando se sintió relativamente seguro, hizo un alto en la primera ciudad que encontró, Empedrado, aparcó en una calle discreta y se quedó en el coche, tiritando de frío. Puso la calefacción a tope y esperó a que se hiciese de día.

No había ni un alma por la calle. Al entrar en una tienda de ropa que acababa de abrir, Sharko asustó al vendedor. El negocio estaba justo enfrente de un hotel, el America’s Best Inns, y era una auténtica leonera. Sin duda, el dueño vivía en el piso de arriba.

Sharko puso unos billetes en el mostrador y preguntó si podía darse una ducha y hacer una llamada. El vendedor, al principio desconfiado, acabó aceptando al ver los tres billetes de mil pesos. El teniente aprovechó para comprar unos vaqueros, una camiseta gris, un jersey de lana y las Converse de cuero negro que llevaba uno de los maniquís del escaparate.

Sin hacer preguntas, el vendedor lo llevó a un pequeño cuarto de baño y cerró la puerta tras él. Sharko se metió bajo el agua caliente y sintió un alivio inmediato. Levantó los ojos hacia la alcachofa, con la boca abierta, y se enjabonó furiosamente.

Agua caliente, limpieza, olor a jabón…

Franck se frotó la pierna. El dolor en la rodilla seguía siendo intenso, pero podría soportarlo. No le quedaba más remedio. No podía permitirse ir al hospital o a que lo viera un médico.

Se puso la ropa nueva, se ató los zapatos y salió, agradeciéndole al vendedor que le dejara su teléfono móvil. Sharko se fue a un rincón y llamó a Lucie. Cuando descolgó, le entraron ganas de ponerse a llorar.

Pero consiguió contenerse.

Escuchó su vocecita.

—Franck… Me tenías superpreocupada, he estado intentando localizarte todo el tiempo. ¿Qué ha pasado?

Sharko hinchó los pulmones.

—Nada, Lucie, nada grave. Me… me han robado el coche de alquiler, con el teléfono dentro. Un robo estúpido, pero me ha dado muchos quebraderos de cabeza.

—¿Seguro que todo va bien?

—Estupendamente. Y tú, ¿qué tal?

Lucie hizo un gesto a Nicolas para decirle que era Franck y que todo estaba en orden. Iban al laboratorio de anatomía. La teniente sopesó sus palabras, sin hablar de la siniestra aventura en la casa quemada para salvar a Nicolas.

—Por aquí… todo es bastante complicado, ya te contaré con más detalle cuando vuelvas. Pero que sepas que hemos encontrado al tipo que secuestró a Camille. También se llama Camille… Camille Pradier.

—¿Y nuestra Camille?

—Sin rastro de ella, todavía.

—¿Pradier no ha hablado?

—Ha tenido un accidente de coche mientras huía, ha muerto en el hospital.

Sharko le dio un puñetazo a un mostrador de madera en el que había mezclados gorras y sombreros.

—Joder.

—Me pillas yendo con Nicolas al laboratorio de anatomía donde curraba Pradier; hay por lo menos un cuerpo tatuado.

—Mantengamos la esperanza, ¿vale? Yo voy avanzando con lo mío. Ahora… estaba haciendo una pausa, pero enseguida me pongo en marcha otra vez hacia Arequito. Creo que allí encontraré a un periodista que podrá explicarme unas cuantas cosas de la colonia Montes de Oca.

—¿Arequito no es adonde se dirigió Florès nada más llegar a Argentina?

—En efecto. Estoy siguiendo la pista al revés. Yo diría que, en el transcurso de su investigación, primero fue a ver a ese periodista, luego a Torres del Sol y acabó en Buenos Aires, donde encontró al Bendito.

Lucie se detuvo al pie de la escalera del instituto de anatomía.

—Ya hemos llegado, Franck. Voy a tener que dejarte.

—¿Cómo están los gemelos?

—Mi madre se ocupa de ellos estupendamente. Los adora, se los lleva al parque. Pero… creo que se da cuenta de que algo no va bien en nuestra investigación. Cada vez es más difícil ocultarle la verdad.

—Te noto la voz cansada. Deberías reposar un poco, recuperar fuerzas.

—Lo intento, pero no lo consigo. Demasiadas cosas en la cabeza. Tú tan lejos y yo sin poder estar a tu lado. —Se apartó un poco para que Nicolas no la oyera—. Y luego no puedo dejar de pensar en ella, en Camille. Todo el tiempo. Si sigue viva, estará sola, y sólo nos tiene a nosotros. Nadie más irá a salvarla.

—¿Y Lamordier?

—Nos ha echado un rapapolvo a todos, no quiere oír ni hablar de Camille. Ni siquiera nos deja avisar a sus padres, tenemos que hacer… como si no existiera.

—Para nosotros existe. Eso es lo más importante.

Sharko se detuvo de súbito, junto al escaparate. Chute instantáneo de adrenalina. Un viejo Ford Mustang de color crema pasaba al ralentí por la calle sin vida, con las ventanillas bajadas y el motor ronroneando.

Franck reconoció al instante la asquerosa jeta de uno de los tipos que lo habían perseguido en las marismas.

Se escondió tras un perchero repleto de ropa.

El coche aparcó justo enfrente. Ruido de puertas. Dos hombres bajaron, miraron a su alrededor y entraron en el hotel. Sharko se dirigió prudentemente al fondo de la tienda.

—Te dejo, Lucie. Hablamos pronto. Te quiero.

Colgó sin esperar respuesta, borró del registro de llamadas el número que acababa de marcar y devolvió el teléfono a su propietario. Luego se acercó al escaparate, bajo la curiosa mirada del vendedor.

Demasiado tarde para huir, los hombres estaban saliendo del hotel.

«¡Joder!»

Se apoyaron en el capó del coche y se pusieron a hablar. Uno de ellos encendió un cigarrillo y dio una profunda calada. De pronto, señaló la tienda haciendo un gesto con el mentón.

Sharko se lanzó bruscamente tras un mostrador lleno de pantalones.

Latigazo en la rodilla. Mueca de dolor. Se arrastró hasta debajo de una mesa, sobre la que colgaban varios vestidos, y se llevó un dedo a los labios en dirección al vendedor, que lo miraba alucinado.

Si no le seguía el juego, Sharko era hombre muerto. Se sentía incapaz de defenderse por culpa de la jodida pierna.

Ruido de campanilla. Chirrido metálico sobre el pavimento. Sharko vio pasar ante sus narices dos pares de botas camperas de piel de cocodrilo. O de caimán. Una voz grave dijo algo en español. Una pregunta… Un intercambio de frases. Segundos interminables durante los cuales Sharko contuvo el aliento, y hasta las gotas de sudor.

Las puntas de las botas cambiaron por fin de dirección. Luego sonó la campanilla salvadora.

Los vestidos se levantaron varios segundos después.

Era el vendedor, que le regaló un simple «This is OK…».

Sharko se levantó con dificultad y echó un vistazo al exterior. Vio cómo el Ford Mustang se alejaba, siempre al ralentí, y torcía en una calle perpendicular. El policía le dio las gracias al vendedor, corroborando la sinceridad de su gratitud con otro billete.

Luego salió de la tienda y se fue cojeando por la acera sombreada, sin bajar la guardia.

Se dirigió al coche a toda prisa y, una vez dentro, introdujo el nombre de Arequito en el GPS, con dedos temblorosos.

Latidos
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