37

A primera hora de la tarde, la tormenta había pasado, dejando un cielo inestable y multicolor.

Pero, para los que estaban en lo alto de los acantilados de Étretat, aquel cielo era de una belleza divina.

Camille se había sentado en una roca, en mitad de un terreno de color verde pistacho, justo enfrente de la misteriosa aguja que desafiaba todas las leyes de la naturaleza, fruto de siglos de erosión. Se imaginaba al novelista Maurice Leblanc, sentado en aquel mismo lugar, escribiendo las aventuras de Arsène Lupin.

Él contaba historias policíacas, ella las vivía.

Y aquélla era la más sórdida que había vivido nunca.

Una parte de sí misma se arrepentía de estar allí, internándose en las tinieblas, cuando tenía los días contados. Debía reconocerlo: se iba a morir muy pronto y estaba malgastando las pocas energías que le quedaban. Camille se había preguntado muchas veces qué haría si le dijeran que le quedaban pocos días de vida. Y la respuesta había sido: gastarse toda la pasta de sus cuentas de ahorro, viajar, descubrir paisajes maravillosos, hacer el amor con desconocidos sin sentir vergüenza de su cuerpo y decirles a sus padres lo mucho que los quería.

Guy Broca le había dejado el expediente. El hombre había insistido en que lo consultara en casa, pero ella había preferido tomar el aire después de comer, callejear un poco hasta llegar al acantilado.

Tras leer en diagonal el espeluznante informe forense de Jean-Michel Florès, echarles un vistazo a todas las fotos de la escena del crimen y a los distintos informes de los peritos, Camille se interesó por las notas y las investigaciones de Broca relacionadas con la familia Florès.

Y dos preguntas ganaban la partida a todas las demás: ¿por qué habían matado a los Florès? ¿Y por qué Jean-Michel Florès había sido objeto de una puesta en escena tan macabra?

De momento no parecía haber ninguna relación entre las oscuras actividades de Daniel Faisan y la sórdida muerte de los Florès, pero la joven gendarme estaba íntimamente convencida de que existía un lazo de unión oculto en algún lugar. Y que el fotógrafo Mickaël Florès, el hijo, tal vez lo hubiera puesto al descubierto, provocando su ejecución y la de su padre.

Por desgracia, no había tenido tiempo de concluir la investigación.

¿Qué había hecho Jean-Michel Florès para merecer un trato como aquél? Según los documentos, no tenía antecedentes penales. No estaba fichado por la policía. Un ciudadano ordinario, integrado, diluido entre la multitud.

Camille leyó detenidamente las notas de Guy Broca. Nacido en París, de padre español y madre francesa, Jean-Michel Florès había pasado buena parte de su vida en la capital, donde había puesto una tienda de zapatos que llevaba con su mujer.

Mickaël había nacido en el hospital público Lariboisière, de París. Un mes más tarde, los Florès se mudaban precipitadamente a Honfleur. Según Broca, todo hacía pensar que se habían marchado por alguna urgencia: la casa comprada en la ciudad normanda, la tienda de ropa adquirida nada más llegar, como si hubiesen querido huir de la capital deprisa y corriendo.

Camille leyó con atención los comentarios manuscritos de Broca:

[…] He interrogado a la hermana de Jean-Michel Florès. Se acuerda del extraño comportamiento que tuvo su hermano al poco tiempo de nacer Mickaël. De pronto, tanto él como su mujer, por lo general amables y alegres, decidieron que no querían ver a nadie. Se apartaron del mundo, cerraron la tienda y se fueron a vivir a Normandía. «Así, sin más», ha dicho la hermana chascando los dedos.

Sin embargo, hasta entonces Hélène había sido una mujer radiante. Dio a luz a su hijo con una alegría inmensa. La hermana estuvo en la maternidad, vio nacer al niño junto a Jean-Michel, el 8 de octubre de 1970. Era lo que más deseaban en el mundo. Jean-Michel quería mucho a su mujer. Se conocían desde hacía más de quince años, siempre habían vivido en París y viajaban a menudo a España, país de origen de Jean-Michel.

¿Acaso fue el nacimiento de Mickaël lo que provocó la ruptura con los seres queridos y la huida de la capital? Imposible de saber. Sea como fuere, Jean-Michel Florès se fue para empezar una nueva vida con Hélène.

Pero, seis meses más tarde, Hélène se suicidaba tirándose a las vías del tren.

Hay otro punto interesante: su cuñada está convencida de que Jean-Michel andaba metido «en algo», pero no sabe precisar en qué. Dos semanas después del nacimiento de Mickaël, le pidió una elevada suma de dinero (más de 30.000 francos, que en aquella época era una cifra considerable), jurándole que se los devolvería. Pero nunca cumplió su promesa […].

Camille acabó la lectura inquieta, confundida. ¿Qué sentido tenía el suicidio de la madre tras dar a luz a un hijo tan deseado? ¿Y la abrupta mudanza y la ruptura con los seres queridos? ¿Y para qué habría servido todo aquel dinero?

Tras la muerte de su esposa, Jean-Michel Florès se había quedado viudo, desolado, en un pozo sin fondo. Nunca quiso rehacer su vida y educó a su hijo Mickaël él solo, sin abandonar nunca Honfleur ni la tienda de ropa.

Cuarenta y un años más tarde los mataban a los dos.

Camille se quedó pensativa. Leyó y releyó las notas, convencida de que el pasado de los Florès ocultaba algo, tal vez relacionado con el nacimiento de Mickaël. De que la solución al enigma estaba allí, ante sus ojos. Evidentemente, pensaba en el pequeño esqueleto, en la foto de aquella tal Marina, embarazada y flanqueada por las dos monjas. Y en el álbum familiar con las páginas arrancadas… En aquella madre que nunca sonreía.

Aun así, por muchas vueltas que le diera al asunto, no encontraba ningún resquicio, ningún puente con el resto de la investigación. Pero ¿qué esperaba? Decenas de policías habían intentado resolver el caso y lo único que habían conseguido era aquel montoncito de folios…

Claro que ellos no sabían nada del esqueleto, ni del álbum, ni de la foto, ni de Marina. A Camille todavía le quedaban muchos caminos por recorrer. Mucho pasado que investigar, remontando hasta los orígenes.

Cerró el dosier y miró el móvil, que había empezado a vibrar. Era Boris. Lo cogió inmediatamente.

—Hola, Boris.

—Hola, Camille. ¿Hace bueno en Étretat?

—¿Cómo lo sabes?

—¿Me tomas por un novato o qué?

Camille levantó la vista, cansada, masajeándose las sienes. El sol aún estaba bastante alto, no serían ni las cuatro. La mayoría de los turistas se habían ido, asustados por los violentos chaparrones o intimidados por un cielo todavía amenazador. Sólo quedaban algunas parejas de enamorados y paseadores de perros. Hombres y mujeres que se convertían, a contraluz, en pequeñas sombras chinas.

—Prometo contártelo todo —dijo Camille—, pero es un poco complicado por teléfono. Sí, tienes razón, no estoy de camino a casa de mis padres. La investigación sobre el donante me ha llevado al doble asesinato de los Florès, así que estoy profundizando un poco en el tema…

—¿Qué relación hay entre Daniel Faisan y los Florès? Si encima éstos se murieron seis meses después…

Camille no quería explicarle por teléfono que llevaba el corazón de un desgraciado. De un hombre que había secuestrado y tal vez asesinado a doce chicas.

—Sus caminos se cruzaron en el pasado —se limitó a responder—. Sabes perfectamente hasta qué punto todo esto me tiene con el corazón en un puño.

—Nunca mejor dicho.

—Boris… Quiero agradecerte de verdad todo lo que estás haciendo por mí.

Se oyó un ligero suspiro al otro lado.

—Está bien —replicó Boris—. Ya me invitarás a comer en la cantina de los oficiales cuando vuelvas.

Camille esbozó una leve sonrisa.

—Yo diría que te has ganado incluso un restaurante. Con opción de bolera después si es que tienes noticias de esa tal Marina.

—Pues sí, las tengo, por eso te llamaba. Suerte que me las apaño bastante bien con el español. El funcionario del ayuntamiento con el que he hablado hace un rato ha localizado a tres Marinas con domicilio en Matadepera, pero una sola que pueda coincidir por edad. Se llama Marina López y tiene cincuenta y ocho años…

Camille se fijó, con el teléfono pegado a la oreja, en dos siluetas inmóviles que había a lo lejos, a su derecha.

—… Según el tipo del ayuntamiento, la tal Marina ha sido siempre un poquito corta de entendederas —continuó Boris—. Parece ser que hace unos meses la internaron en el hospital psiquiátrico de Mataró, una ciudad a unos treinta kilómetros de Barcelona. Se la llevaron de su casa medio muerta. Al parecer se había herido expresamente con una podadera que aún tenía en la mano cuando la encontraron. Pero lo más curioso no es eso, sino la fecha de ingreso en el psiquiátrico. El 15 de febrero de 2012.

Camille sintió un nudo en la garganta.

—Apenas una semana antes de la muerte de Jean-Michel y Mickaël Florès —constató sorprendida.

—Exacto. Resulta bastante difícil creer que sea una coincidencia.

La joven gendarme reflexionaba a toda máquina. La carta con la foto que había encontrado junto al pequeño esqueleto se la habían enviado a Mickaël el 27 de septiembre de 2011, unos seis meses antes del ingreso de Marina López. Así que se conocían. Incluso puede que se frecuentaran.

Tenía que intentar hablar con aquella mujer, enseñarle las fotos de Mickaël…

La voz de Boris la sacó de sus pensamientos.

—Entonces ¿qué? Apuesto a que, después de Étretat, pondrás rumbo a España. ¿Piensas hacer muchos kilómetros en ese plan?

Camille tenía la mirada puesta a lo lejos. Vio cómo una de las dos siluetas señalaba con el dedo en su dirección y cómo la otra empezaba a subir hacia ella a buen ritmo, antes de desaparecer en una hondonada.

Miró a su alrededor, a derecha y a izquierda. Estaba prácticamente sola. La primera sombra se había quedado junto al camino, sin moverse, observándola, Camille estaba segura de ello. Se levantó desconfiada.

—Te voy a tener que dejar, Boris. Seguimos en contacto.

—Muy bien. Espero tu llamada. Pero no tardes una semana, ¿vale?

—Ok. De hecho, Boris…

—¿Sí?

—El final de tu correo… No me ha dejado indiferente. Quería que lo supieras.

Camille colgó de forma brusca, sin darle tiempo a responder. Las palabras le habían salido solas, y ahora se arrepentía de haber dejado una puerta abierta a la esperanza, la de Boris y la suya. No tenía derecho a querer a nadie.

La segunda silueta reapareció al fondo, a la altura del inverosímil campo de golf construido al borde de los acantilados. Camille bajó a toda prisa la pendiente, procurando no resbalar con la hierba, y cruzó la pasarela en dirección a un hueco abierto en la roca. Sacó el móvil e hizo como que tomaba una foto del paisaje, sin dejar de mirar de reojo el campo de golf.

No había nadie. ¿Se estaba montando ella sola una película?

Aprovechó para comerse una galleta allí mismo, cobijada por la gruta.

Una gaviota plateada pasó frente a ella, dando un rodeo en dirección a la aguja. Camille la siguió con la mirada, hasta que la vio posarse en el acantilado.

Oyó un ruido de piedras, muy cerca. Giró la cabeza, se puso en guardia y, aprovechando un entrante, se pegó a la roca.

El corazón le latía con fuerza en el pecho: Daniel Faisan se estaba despertando.

Camille apretó los puños.

La sombra no tardó en obstruir el arco luminoso de la entrada a la gruta, como un eclipse temible. Se fue acercando poco a poco, cada vez más grande y amenazadora. Camille se preparó para golpear.

—¿Quién es usted? —preguntó.

La silueta estaba allí, justo enfrente de ella. Un rayo de sol resbalaba por el rostro del intruso a medida que avanzaba, hasta iluminar su ojo derecho, como un círculo de luz en las tinieblas.

Entre ellos ya no había más de un metro de distancia.

—Me llamo Nicolas Bellanger.

Latidos
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