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Viernes, 17 de agosto de 2012

Pierre Foulon medía un metro ochenta y siete y pesaba más de cien kilos. Las mujeres a las que había mutilado, desmembrado, devorado y abandonado a trozos bajo una lona eran delgadas, bajitas y cuarentonas. No resultaba difícil imaginarse el calvario que habían tenido que pasar al enfrentarse a aquella mole con el rostro picado de viruelas, espeso bigote negro y gruesas gafas que daban a sus ojos el aspecto de un par de huevos al plato.

Sharko había descubierto, tras hablar con el juez de ejecución de penas, que Lesly Beccaro, la mujer que había visitado asiduamente a Foulon dos años y medio antes, se había presentado como su «amiga íntima». Vivía en La Rochelle, a unos pocos kilómetros de la isla. El teniente pensó que, si la entrevista se torcía, siempre podría hacerle una visita. Daniel Faisan, por su parte, había justificado el encuentro con Foulon con la necesidad de documentarse para una novela sobre asesinos en serie que estaba escribiendo. El juez no se había sorprendido lo más mínimo: cada vez más periodistas y policías se animaban a escribir aquel tipo de libros tan apreciados por los lectores. El hecho de que fuera alguien de la casa había facilitado los trámites para el encuentro.

Por supuesto, Faisan había mentido, a Sharko no le cabía la menor duda.

Sus motivos habían sido muy diferentes.

Nicolas Bellanger se lo había currado, en consonancia con la importancia del caso, y le había conseguido a Franck un cuarto especial de varios metros cuadrados, aislado, con una mesa de madera y dos sillas fijadas al suelo. Infinitamente mejor el contacto directo que el plexiglás con agujeritos del locutorio común.

Llevaba diez minutos esperando la llegada del Carnicero, con el pie derecho golpeando impacientemente el cemento. Hacía fresco y la luz natural no entraba por ninguna parte. Fuera, antes de acceder a la cárcel, Sharko había contemplado el cielo amenazador, lleno de nubarrones negros que provenían de mar adentro.

Como un presagio de la entrevista.

El teniente estaba intranquilo porque, cada vez que cerraba los ojos, veía la sonrisa de sus gemelos, su fragilidad. Algún día Foulon había sido como ellos. Él también había sonreído, había jugado con un sonajero y había sentido el placer de que lo mecieran. Él también había sido tan inocente como Jules y Adrien. Sin embargo, en algún momento la violencia se había empezado a apoderar de él, a gangrenarlo por dentro sin que se diera cuenta. Una araña que aplasta sin motivo alguno. Una mosca a la que arranca las alas, una hormiga que quema con una lupa. Todos los chicos lo habían hecho alguna vez, porque el compañero lo hacía.

Pero Foulon había actuado de manera diferente. Sus pulsiones lo habían llevado cada vez un poco más lejos. Gatos, perros… Hasta atreverse con los seres humanos. Por primera vez.

A partir de entonces, la máquina asesina había empezado a girar, imposible de detener.

El ruido glacial de un cerrojo resonó entre las cuatro paredes. Sharko se puso en tensión mientras la mole entraba, con las manos esposadas por delante y vestido con un traje azul de presidiario demasiado apretado. El pelo corto y negro, y unas gafas grises ajustadas a una nariz prominente. Los huesos de los pómulos sobresalían como si el rostro fuese también un arma. La cárcel le había afilado los contornos, endurecido la piel, convirtiéndolo en una barra de hierro.

Foulon se acercó a la silla y se sentó, mirando fijamente a Sharko. Dos guardias se quedaron junto a la puerta.

El policía se esforzó en hablar con un tono monocorde, sin que le temblara la voz.

—Soy el comisario Franck Sharko, de la Brigada Criminal del 36, quai des Orfèvres. Gracias por haber aceptado esta visita.

Le dolía en el alma tener que hacerle la pelota a aquel desgraciado.

—Ya me lo han dicho, ya —contestó Foulon—. ¿Cómo está su colega, el inspector Lemoine? Me habría gustado volver a verlo. Hablar un rato con él.

—Está lejos en este momento. Las vacaciones…

—Ah, las vacaciones. Las mías son eternas. Como las de las chicas de las que me ocupé. A veces pienso que tuvieron suerte.

Sopesaba cada palabra. La voz lenta, el timbre lánguido, como en la grabación sonora.

—Dígame, comisario, ¿cuántos soldaditos tiene usted a sus órdenes?

—Veintisiete oficiales de la Policía Judicial.

Foulon sonrió imperceptiblemente. Observó el nudo de la corbata de su interlocutor, bajó la vista hacia la mano izquierda —sin duda buscando una alianza— y volvió a mirarlo a la cara. Sharko cerró un poco la mano, en un gesto ínfimo que no pasó desapercibido para Foulon. El asesino se arrellanó en la silla, aprovechando cada centímetro de libertad.

—¿Y viene usted en persona? ¿No tiene vacaciones?

—Es un caso muy importante. Y necesito su ayuda.

—¿Mi ayuda? Qué halagador. Pues dígame qué beneficio puedo obtener yo a cambio. ¿Acaso tiene usted la capacidad, por ejemplo, de sacarme de este pozo de mierda?

—Sabe usted que no.

Foulon le lanzó una mirada llena de desprecio. Sus cejas desaparecieron tras la montura de las gafas.

—No me sirve usted de nada. Quizá se sienta importante entre sus hombres, pero aquí no es más que un madero que ni pincha ni corta.

Sharko entrelazó las manos bajo el mentón y, con aire sereno, se inclinó hacia delante.

—Al menos he tenido el poder suficiente para traerte hasta aquí, Pierre.

Al Carnicero no le pasó desapercibido el repentino tuteo del policía; se quitó las gafas y se puso a limpiar meticulosamente las lentes de culo de botella con la ayuda de los faldones de la camisa. El gesto tenía algo de espeluznante, de obsesivo.

—Siempre hacía esto antes de trocearlas. Limpiaba los cristales con sus braguitas, con delicadeza, y luego les ponía las gafas en el palmito. ¿Sabes por qué?

—Para afearlas. También les embadurnabas los dientes con el betún negro que comprabas en la tienda de ropa militar que había cerca de tu casa. Entonces las golpeabas, una y otra vez, para que vieran lo que tú habías tenido que sufrir de joven. Para que dejaran de reírse de ti. En el fondo te entiendo, Pierre.

El asesino volvió a ponerse las gafas bifocales y los dos huevos al plato reaparecieron.

—«En el fondo te entiendo, Pierre» —repitió en tono de burla—. Te has aprendido bien la lección, co-mi-sa-rio. ¿Has visto mis vídeos? ¿Qué libro has leído sobre mí?

—Ninguno, por desgracia. Pero tengo intención de remediarlo bien pronto y hacerles un hueco en mi biblioteca.

—¿Sabes que salgo en una decena de libros sobre asesinos en serie?, ¿que me conocen en el extranjero? No como a ti…

Se levantó y se inclinó bruscamente hacia delante, lo que provocó una pequeña reacción en los guardias. Su cara estuvo a punto de rozar la de Sharko, que retrocedió un poco, notando cómo el ritmo cardíaco se le aceleraba.

—Yo también he tenido el poder de hacerte venir hasta aquí. La diferencia es que yo no he tenido que recorrer más que unos pocos metros y en cambio tú te has tenido que chupar más de quinientos kilómetros. Espero que no se te haya hecho muy largo el viaje y que al menos puedas aprovechar un poco tu estancia en la isla de Ré. Me han dicho que se comen unas ostras estupendas, muy jugosas. Espero que pienses en mí mientras te metes en la boca esos chochitos húmedos y salados.

Foulon se calló, con la mirada fija, antes de añadir:

—Estás sudando, comisario. Pareces tenso, preocupado. Eso está bien…

Luego se dio la vuelta para salir, caminando con pesadez hacia los guardias.

—Doce chicas, encerradas en un sótano, grabadas en vídeo y que han desaparecido —exclamó Sharko—. Rapadas, tatuadas en el cráneo con una o dos letras y una serie de números, como en la Bonoloto. Y tú, Pierre Foulon, estás implicado hasta las cejas. Por eso he venido a verte.

Foulon se detuvo de golpe. Luego, tras unos segundos de completa inmovilidad, volvió a sentarse.

—¿Implicado, yo? Explícamelo.

—Me parece que sabes perfectamente de qué se trata y de quién se trata, porque el autor de los hechos ha venido a verte aquí. Lo hemos pillado y está en nuestras dependencias.

Sharko se había tirado un farol. Encerrado entre aquellas cuatro paredes, Foulon tenía pocas posibilidades de saber que Daniel Faisan había muerto de un disparo en la cabeza durante una operación policial.

—No sé de qué me hablas ni de quién me hablas.

—De Daniel Faisan.

Foulon reaccionó tras unos instantes.

—Ah, ya…

—Sí, ya. ¿Sabes? No parece que te aprecie mucho a juzgar por la manera en que nos ha hablado de ti. Diría que el alumno se cree superior al maestro.

—¿Qué te hace pensar eso?

—«Me he cargado a doce y él sólo a siete, y encima lo han trincado como a un pardillo», ése es el tipo de frases que nos ha soltado. No ha dudado ni un segundo en venderte.

Foulon se quedó quieto, con una mirada inescrutable. Sharko continuó, aprovechando que había captado la atención del Carnicero.

—Nos ha dado incluso unas uñas recortadas y un mechón de pelo tuyos, y una grabación en la que te jactas de tus hazañas. Los dibujos que le regalaste estaban en una bolsa de basura, olvidados en el sótano.

El asesino respiró cansinamente. El pecho parecía pesarle una tonelada.

—En una bolsa de basura… Y te ha dicho que yo le hice esos regalitos estando en la cárcel, ¿verdad?

¿Era una pregunta trampa? Sharko pensó en los dibujos en blanco y negro, en los barrotes, en los personajes encerrados en las celdas. Foulon tenía que estar por fuerza entre rejas cuando hizo aquellos esbozos.

—Sí, cuando vino a hacerte una visita, ya hace algún tiempo de eso. ¿No te acuerdas?

El asesino asintió sin abrir la boca.

—Si estoy aquí es porque no quiere decirme nada más, de momento —continuó Sharko—, y tengo un poco de prisa. Estoy convencido de que hay otras chicas aún con vida en algún lado. Así que me he dicho que podrías pasarle la mano por la cara a Faisan y decirnos dónde están. Eso subiría tu puntuación y bajaría la suya, no sé si me entiendes. Por supuesto, tu colaboración llegaría a oídos del alcaide y del juez. Tengo entendido que las condiciones de vida no son lo que se dice fáciles aquí dentro.

Pierre Foulon entrelazó las manos y empezó a dar vueltas con los pulgares, despacio, uno alrededor del otro.

—¿Un toma y daca, entonces?

—Podríamos llamarlo así.

—Tengo que pensarlo…

Foulon se echó hacia atrás, con los ojos cerrados. Sharko lanzó una mirada a los guardias, que meneaban la cabeza con desaprobación. Tras dos o tres minutos interminables, Foulon abrió de nuevo los ojos.

—Está bien.

A Sharko le pareció extraño que aceptara con tanta facilidad. Foulon era uno de esos tipos que saben dar la información con cuentagotas, aunque sólo sea para alargar la cosa, para jugar, para sacar de quicio a los demás. Al menos podría haber exigido algún papel firmado.

Algo no cuadraba.

—Pero antes —añadió— te voy a contar con todo lujo de detalles cómo maté a Carine, luego a Bélinda y para terminar a Christine, la mejor de todas. Las otras son menos interesantes. Ya sé que tienes prisa, pero te quedará un poco de tiempo para escucharme, espero.

Sharko no pudo evitar apretar las mandíbulas. El gesto no le pasó desapercibido al Carnicero, que dibujó una amplia sonrisa.

—Me parece que te interesa.

El policía se vio obligado a escuchar aquellos horrores, como en la grabación sonora. Un delirio verbal, una obsesión por el detalle, una capacidad para recrear la realidad que producía náuseas. Sharko encajaba, asimilaba, almacenaba sin rechistar, sin embargo por dentro estaba aullando de dolor. Foulon representaba aquello que más odiaba, un desecho, una escoria, un habitante del noveno círculo del infierno, socialmente irrecuperable. Tipos como él le habían destrozado la vida, asesinando a sus seres queridos.

Cuando Foulon terminó su monólogo, se llevó las manos al sexo erecto y los dos guardias se le echaron encima. Estalló en grandes carcajadas, pataleando para que lo dejaran en paz, disfrutando al máximo de su efímero poder, del control temporal de la situación.

—No dejes que se me lleven o te quedarás sin saber.

Tras un intercambio de gritos, el policía y el prisionero volvieron a la posición inicial, cara a cara. Pierre Foulon se encogió de hombros para recolocarse el traje.

—Menudos bestias… Y ahora, como soy un hombre de palabra, te voy a ayudar un poco, porque estás más atascado que el desagüe de un colegio a la hora del patio. Pero no te lo voy a contar todo. Vamos a jugar un rato.

—Mira, no tengo ganas de…

—Puedes hacerme una sola pregunta. Si no tengo respuesta, te habrás pulido el crédito. Si la tengo, te responderé lo mejor que sepa. Y ya podéis volver todas las veces que queráis, tú y toda tu panda de morbosos, que no pienso deciros ni una palabra más. Así que piénsate bien la pregunta.

Sharko entendió, por la actitud de Foulon, que no había negociación posible. Se levantó y empezó a dar vueltas por el cuarto, arriba y abajo. El Carnicero lo seguía con la mirada, con pinta de estar divirtiéndose, jugando con los eslabones de las esposas.

«Una sola pregunta…»

¿Qué tema debía abordar? ¿Los tatuajes? ¿La identidad de Caronte, a quien Faisan entregaba las chicas?, ¿o la de aquel C. P. que había enviado el correo con la foto de la cabeza cortada? ¿Qué sabía en realidad Foulon? ¿Qué no sabía? Había que asegurarse el tiro. Dar con la tecla adecuada. Más valía irse con poco que con las manos vacías.

Sharko regresó a la mesa y se apoyó con las manos abiertas sobre la superficie de madera, inclinándose hacia delante. En aquella posición, dominaba claramente a Foulon, que se dio cuenta y le pidió que se sentase. Pero Sharko no se movió, plantándole cara. Se sentía mejor, ya no temblaba. Había conseguido apartar de la mente a su familia. Los viejos reflejos volvían, estaba en el ruedo, en mitad de la batalla.

El Sharko de los viejos tiempos. Enérgico, intuitivo.

Peligroso.

—¿Por qué Daniel Faisan vino a verte al locutorio?

El Carnicero entrecerró los ojos tras las gafas de gruesos cristales.

—Es una buena pregunta. ¡Casi diría que excelente!

Sharko se sentó, ahora sí, para estar un poco más cerca de Foulon, sin dejar de mirarlo.

—¿Y…?

—Siento decepcionarte, pero era la primera vez que veía a Faisan. En realidad, no lo conozco más que de eso.

Al teniente le empezó a hervir la sangre.

—No digas estupideces.

—Te estoy diciendo la verdad. Ha sido muy divertido verte ahí tan serio, escuchar todo tu rollo y burlarme un poco, sólo un poquito, de ti. ¿Qué quieres saber? Para mí es un orgullo descubrir que el aprendiz de escritor ha pasado a la acción. ¿Doce chavalas, dices? ¿Y las tatuaba y las rapaba? Buen chico…

Foulon se tronchaba de risa, repantigado en la silla, con las piernas abiertas.

—En realidad, si vino a verme fue para hablarme del libro que quería escribir.

El Carnicero le regaló a Sharko una sonrisa macabra, dejando al descubierto unos dientes descuidados, grises muchos de ellos.

—¿Sabes que a veces me llegan cartas de admiradores? ¿Y que algunas son de amor? ¿Que hay mujeres que se enamoran de mí?

Hizo una pausa, súbitamente contrariado, para recuperar enseguida el aplomo.

—Faisan decía que quería conocerme en persona para que su novela fuese más verosímil, pero yo sé que me apreciaba de un modo que no te puedes llegar ni a imaginar. Se lo vi en la mirada, aunque intentase ocultarlo. Me ad-mi-ra-ba.

Sharko sintió una gran decepción. Entonces ¿Faisan no era más que uno de esos admiradores chiflados? ¿O Foulon le estaba mintiendo? Imposible de saber.

El asesino en serie parecía divertido por haber conseguido desestabilizar al poli de aquella manera.

—Veo que te esperabas otra cosa, ¿eh, pitufo? —Se acarició el pecho con las manos—. Me dijo que, gracias a mí, a mis actos singulares, había conocido a personas que le habían permitido encontrarse a sí mismo, salir de la crisálida, «nacer», al fin y al cabo. Por lo que me acabas de contar, ahora me doy cuenta de que no me estaba hablando del nacimiento del escritor, sino de su lado oscuro…

Los labios de Foulon se distendieron.

—Ese lado que hace que yo esté aquí encerrado. Ese lado que te permite a ti existir. —Acarició la mesa como si se tratara de un cuerpo tumbado y sometido completamente a su voluntad—. ¿Te ha hablado del proyecto de su novela? —preguntó.

Sharko negó con la cabeza, sin dejar de mirarlo a los ojos. Foulon degustaba su miel infame con frialdad y delectación.

—No, claro que no… ¿Por qué debería haberlo hecho? La idea era muy interesante. Una serie de gente con el objetivo de propagar el Mal. Pero el Mal verdadero, pitufo, con M mayúscula. Matar, corromper, considerar a la raza humana por lo que es en realidad: una manada de bestias que merecen ser liquidadas como una piara de vulgares cerdos. Punto pelota. —Con el índice dibujó figuras invisibles. Círculos—. Se imaginaba tres círculos concéntricos de individuos, que simbolizaban una jerarquía de la perversión y el sufrimiento infligidos a los pobres seres humanos. Ésa era su idea: habría gente en los tres círculos, con diferentes grados de Maldad, por así decirlo. Muchos individuos en el círculo exterior, bastantes menos en el segundo y uno solo en el primero. El más inteligente, el más monstruoso. Completamente vestido de negro. El Hombre de negro, el que vaga por los abismos.

Sharko no apartaba los ojos de los labios de Foulon. El símbolo de los tres círculos, el Infierno de Dante, las categorías de los individuos malvados… Todo aquello le sonaba.

—Puedes imaginarte que no me hizo ninguna gracia cuando me dijo que, para él, yo pertenecía al tercer círculo, el exterior. Que mis actos no bastaban para acceder a los otros círculos, pues no obedecían más que a mis propias… ambiciones, sin ninguna otra causa. Que aún estaba muy alejado del verdadero centro del Mal. No era suficientemente altruista para su gusto.

Se levantó y aplastó los dos dedos índices contra la mesa, con tal intensidad que las puntas se le pusieron blancas.

—Que alguien me explique qué puede ser peor que lo que yo he hecho. El tercer círculo… ¿Y qué más? Yo pertenezco al primer círculo. Yo soy el Hombre de negro. Le dije que se largara, al muy imbécil, y nunca más regresó.

El Carnicero volvió a sentarse, con la mirada fija en la mesa. Sus puños, grandes como piedras, estaban cerrados.

—¿Cómo se llega hasta esos tipos? —preguntó Sharko—. A los de los otros círculos, me refiero.

Foulon levantó los ojos. Parecía sorprendido.

—Espera un momento… ¿Te estás creyendo ese delirio? Ese tío, por mucho que haya acabado haciendo cosas interesantes, cuando vino a verme no hacía más que contar una historia.

—A mí me gustan las historias.

—Vete a la mierda. Aunque lo supiera, ¿crees que te lo diría? Los que continúan actuando son mi única libertad. Cierro los ojos y pienso que en este instante, en algún lugar del mundo, una zorra está a punto de palmarla con la misma mirada que me ponían a mí. Me la imagino como quiero, la reconstruyo en mi cabeza. —Abrió los ojos de nuevo—. Eso es el Mal, ¿lo entiendes? Se contagia de alma en alma, de individuo en individuo, como un virus imparable.

—¿Cómo los conoció? ¿Dónde los conoció? ¿Te habló de la Estigia?

Foulon hizo un ruido como de succión.

—Se te ha agotado el crédito de preguntas.

Volvió a quedarse quieto, moviendo apenas los labios, con la mirada fría, impenetrable. Sharko sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Aquel hombre parecía cambiar de máscara cada segundo.

Luego el asesino se levantó, con las manos juntas a la altura de la pelvis.

—Desde el principio he sabido que me estabas mintiendo, pitufo asqueroso. No tenéis a Faisan. Ya sea porque ha desaparecido, o porque está muerto.

Se arrancó un pelo y lo puso delicadamente encima de la mesa.

—No sé de dónde habrá sacado esos objetos tan íntimos que dices. Yo nunca le di nada.

—Eso es imposible. Explícame entonces cómo los consiguió.

Foulon se pasó la lengua por los labios.

—No eres más que un vulgar zurullo que flota en el océano, comisario. Si quieres entender, tendrás que bucear un poco más hondo.

Tras las últimas palabras, Foulon guardó silencio. Luego se dirigió a la salida sin darse la vuelta.

Sharko se sobresaltó cuando sonó el portazo.

Mientras esperaba a que acudiera un guardia, Franck se quedó allí, mirándose las manos. Ya no le temblaban. Respiró profundamente, soltando la tensión acumulada. El pelo de Foulon se despegó de la mesa. El teniente lo cogió y lo miró con atención.

Quizá era gracias a un pelo como aquél que el poli de Argenteuil había llegado a conocer a esa gente que le había permitido encontrarse a sí mismo, «nacer» al fin y al cabo, como había dicho Foulon. Pero ¿cómo había conseguido aquellas reliquias suyas? ¿Y cómo un simple pelo había podido provocar semejantes encuentros?

Sharko no abandonó la idea, tenía que investigar sobre aquella pista. Los dibujos y las uñas por fuerza habían salido de allí, por medio de alguien que tenía acceso al locutorio. Alguien en quien Foulon confiara, alguien con quien podía contar.

El teniente sintió que una parte de la respuesta estaba allí, muy cerca.

Fue entonces cuando un nombre se iluminó con letras rojas en su cabeza.

Lesly Beccaro, la examiga íntima de Foulon.

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