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-Cuando los Evans rellenaron y firmaron los cheques, por un importe de cien mil dólares, Lazarus se puso contento. Les dio Reynol, el sedante, a los Evans, y Gladys la cerdita se fue al banco a por la pasta. Los Evans tenían más dinero, claro, pero Lazarus sabía qué valores se podían liquidar dando la orden por teléfono, sin levantar sospechas, para que Gladys la cerdita fuese al banco con los cheques que ellos habían firmado.
>>¡Qué impresión llevar tanto dinero encima! Gladys la cerdita nunca había tenido cien mil pavos en el bolso. Era un fajo de billetes enorme, imagínense.
Gladys se atragantó, sonrojándose. La culpa afloraba a su mirada. Por momentos se sentía confundida, desorientada, como si no supiese por qué faceta de su personalidad decantarse.
Durante los recesos de la declaración bizqueaba repetidas veces, girando la cabeza a un lado y a otro, entre suspiros.
Parecía buscarse a sí misma.
-Con el Reynol era más fácil asesinarlos, para que no luchasen. Lazarus se puso manos a la obra cuando Gladys la cerdita llegó a casa con el dinero calentito, recién salido del horno. Llevó a los Evans al baño, arrastrándolos por el suelo. Ellos estaban sedados. Lazarus se desnudó para hacer la carnicería. No quería mancharse de sangre la ropa.
>>Oliver Evans se había despertado y vio cómo Lazarus mataba a su mujer. Oliver estaba de piedra viendo cómo se le escapaba la vida a Madison, su mujer. Lazarus metió a Madison en la bañera. Ella todavía estaba viva. Lo miraba horrorizada, sin poder reaccionar, atontada por el Reynol, igual que Oliver. Lazarus cogió el cuchillo y le cortó el cuello. Madison se ahogó con su propia sangre. Al verlo a Oliver le dio un ataque al corazón y murió en el acto. Así que no sufrió como su mujer.
>>Luego Lazarus descuartizó los cuerpos. Con la sierra mecánica. Junto al baño el suelo estaba cubierto por una gran sábana negra de plástico. Lazarus metía los trozos de los cuerpos en bolsas negras de basura y las dejaba encima de la sábana. Luego metía las bolsas de basura en las bolsas de viaje que había comprado Gladys la cedita y las dejaba en fila en el pasillo.
>>No toques nada todavía, dijo, y se fue a por Emily.
>>Le había dicho que iba a llevarla de excursión al Yosemite.
Gladys no paraba de sacar la lengua, presa de ansiedad. Era evidente que revivir aquellos sucesos la trastornaba.
-Al rato llegó con ella. Te voy a dar un masaje antes que nos vayamos al Yosemite, querida, le dijo, mientras Gladys la cerdita estaba escondida detrás de la cortina. Emily no había visto la sangre, sólo las bolsas de viaje, que estaban en fila, en el pasillo, aunque le hubiese bastado atravesar el salón en dirección al baño para ver los restos de la carnicería y la sábana de plástico negro que cubría el suelo llena de sangre.
-¿No sospechó nada?
-Qué va. Emily se tumbó en el sofá tranquilamente y mientras estaba bocabajo, relajada, porque él le hacía un masaje en la espalda, Lazarus cogió el martillo y le destrozó la cabeza a martillazos. Le dio cinco o seis golpes. Luego la cogió en brazos, la metió en la bañera y despedazó su cuerpo con la sierra mecánica, empezando por cortarle el cuello.
***
-Espagueti mató a Lucy, Megan, Andrew y Thomas. ¡A toda mi familia!
Sabrina suspiró para sobreponerse al impacto de aquella revelación.
-En el barrio todo el mundo lo sabía; Espagueti pregonó a los cuatro vientos su macabra hazaña, pero nadie tuvo valor para declarar en su contra. Y la policía no se esmeró en la investigación. La NF tiene poderosos aliados en la policía de Oakland. Espagueti era uno de sus agentes más valiosos. Según la versión oficial los autores de la matanza fueron atracadores desalmados.
-¿Espagueti lo hizo solo?
-Dejó a sus tres perros de presa vigilando en el exterior de la casa y él ejerció de pistolero. Los abatió por la espalda. Fue de habitación en habitación, aprovechando que los cuatro estaban separados. Era un asesino experto. Sabía acechar como un letal depredador. Y se movía con tal sigilo que podía pasar cien veces a tu lado sin que te dieses cuenta.
-No me puedo creer que su crimen quedase impune.
-Al final recibió su merecido. Según mi madre lo castigó Dios. Su Porsche Carrera rojo se estrelló contra un muro a doscientos kilómetros por hora. Murieron Espagueti y sus tres perros de presa.
>>Nadie pudo explicar a qué se debió el accidente. No fueron víctimas de una persecución policial. Espagueti no se emborrachaba ni se drogaba y aunque le gustaba mucho la velocidad era un conductor experto; había ganado varias carreras clandestinas organizadas a las afueras de Oakland. Además el accidente ocurrió en un tramo recto, con buena visibilidad, donde no solía haber tráfico. Al final de la recta estaba el muro del cementerio. Algunos dijeron que Espagueti lo hizo adrede. Mi madre creía que Dios nubló su entendimiento para que no levantase el pie del acelerador. Algo debió enturbiar su cabeza. Quizá sufrió un ictus o algo parecido que le impidió frenar y reducir antes de tomar esa curva perfectamente señalizada.
Coleman se golpeó el pecho, en el lado del corazón.
-Estuve una semana sin hablar. Mi padre venía a hacerme compañía trayendo regalos: un libro, un pijama, unas zapatillas, un reloj. Nunca fue espléndido, el dinero no le sobraba; en esa semana me dio más regalos que en toda mi infancia; debió de gastarse tres veces más de lo que ganaba con sus modestos empleos. Y aunque es parco en palabras no paraba de contarme cosas para mantener mi mente ocupada.
>>Mi madre vino a verme cuando le dieron el alta, una semana después de mi intento de suicidio; Camilo impidió que me tirase por la ventana. Fue un encuentro muy emotivo. Mi madre y yo siempre estuvimos muy unidos. Gracias a ella volví a hablar. Ella sabía comprenderme a un nivel más profundo que mi padre. Me salvó, ayudándome a pasar página.
>>Debía empezar una vida nueva, diferente a la anterior. Me mudé de vuelta a casa de mis padres con las cosas de Lucy y los niños. Aún conservo esos recuerdos. En mi casa hay una habitación reservada para ellos, la más grande. Todos los días, antes de acostarme, me encierro allí y hablo con Lucy, Megan, Andrew y Thomas. Les cuento las cosas que me han pasado y hago planes que los incluyen, recordando los momentos bonitos que compartimos.
Sabrina se preguntó hasta qué punto era positivo enterrarse en el pasado con ese evocador ritual diario. ¿Por qué no rehacía su vida sentimental y creaba otra familia?
-Tuve que empezar de cero, aceptándome. Me puse a trabajar con mi padre; hacía sus humildes empleos de inmigrante sin papeles. Y empecé a estudiar; debía hacerlo para aspirar a un futuro mejor y no pasarme la vida atrapado en la espiral de marginalidad. Terminé el bachillerato y me preparé para entrar en una universidad pública.
>>Solicité plaza en el campus de San Francisco de la Universidad de California. Cuando me comunicaron que había aprobado el examen de acceso mi padre no se lo podía creer.
-¿Y el permiso de residencia?
-Fue uno de los trámites que hice en esa época. Tuve que vencer los reparos que tenían mis padres a legalizar su situación, temiendo ser expulsados del país; después de tantos años les conseguí el permiso.
-En la UCSF no hay mucho a elegir; es un campus de Ciencias Naturales y de la Salud.
-Claro, allí te enseñan a ser médico, enfermero, farmacéutico o dentista. Yo me decanté por la carrera de medicina.
-¿Para ser cirujano, como el padre de Espagueti?
Coleman rió sin humor.
-Eso era demasiado para mí. Estudié medicina general.
>>Cuando me trasladé a San Francisco para vivir mi etapa de universitario sentí que recuperaba la juventud que el destino me había robado, aunque no tuve tiempo de disfrutarla; trabajaba durante el tiempo libre para costearme los gastos.
>>Vivíamos trece alumnos en un piso de tres habitaciones, durmiendo en literas, como en el ejército; éramos gente humilde y luchadora, con ganas de salir adelante.
>>Luego, al licenciarme y buscar empleo, me ahogué en la precariedad del mercado laboral. Necesitaba reciclarme. Cuando supe que el Departamento de Policía de San Francisco abría una promoción, me dije que era mi oportunidad.
>>Me preparé a fondo. Se presentaron más de cuatro mil aspirantes para dieciocho plazas. Yo quedé en el puesto decimoctavo. Así que pude entrar por los pelos en la pirámide ascendentemente descendente.