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-Me gusta viajar y conocer otras culturas, pero esta ciudad está llena de recuerdos para nosotros –dijo Madison.

-¡Ya lo creo, Madi! -replicó Oliver mirando con complicidad a su mujer.

Le seguía pareciendo tan hermosa y cautivadora como siempre. Aunque su espléndida melena se hubiera vuelto blanca como la nieve y su atractiva cara estuviese surcada de arrugas. Le gustaba gorda como una ballena; era irrelevante que no se moviese con la gracia de antaño.

Aún no se creía que una mujer de su calibre se casase con él. Las diferencias entre ambos resultaban notables, empezando por el físico. Ella era mucho más guapa y le sacaba una cabeza de estatura. Él, pequeño, vivaz, lleno de energía, contrastaba con la naturaleza contemplativa de Madison, que además era más refinada e intelectual.

Por algo estudié Historia del Arte, querido, solía decir. Se había pasado la vida leyendo, visitando museos, pintando acuarelas y esculpiendo obras que triunfaban en las galerías y se vendían como rosquillas por Internet, a través de la página web que programó Pamela: qué bueno tener una hija informática, se enorgullecía ella.

En cambio él procedía de una familia modesta que no le dio una educación adecuada. Se crió en Bayview-Hunters Point, al sureste de la ciudad, un barrio marginal con un elevado índice de delincuencia. Su universidad fue la calle. Desde muy joven se acostumbró a ganarse la vida en un ambiente hostil que puso a prueba su capacidad de supervivencia.

 

***

 

-No han localizado a Emily. Sus compañeros de trabajo hace días que no la ven.

-¿Y los amigos?

-Sólo saben que está en el Yosemite con su novio.

-¿Qué hacen los Rangers?

-Peinar las zonas de acampada.

-¿Se ha distribuido su fotografía?

-Por todas partes. Además Sandy, la hermana mayor de Amy, ha hecho un llamamiento por televisión, dirigido a Emily; le dice que la quiere, la echa de menos y que por favor se ponga en contacto con ella.

-Pobre mujer.

-Está destrozada tras la muerte de su hermana y le aterroriza perder también a su sobrina. Es lógico.

-¿La oficina del Sheriff siguió los pasos de Emily?

-Su pista se pierde en el pub de Berkeley donde fue vista por última vez, acompañada de su novio.

-¿Qué sabe del novio?

-La oficina del Sheriff averiguó que se llama Lazarus.

Coleman enarcó las cejas, sorprendido.

-¿Como el programa informático?

-Pues sí.

-Sus padres serán descerebrados programadores.

-Según la oficina del Sheriff no le gusta que le hagan fotos.

-¿Es condenadamente feo?

En la mayoría de los casos que les asignaban ella se encargaba de las investigaciones preliminares. Y se había apresurado a cumplir sus deberes.

La mirada de Coleman se posó en la corona que Sabrina había depositado sobre una estantería. La gloriosa corona de Miss San Francisco que conquistó diez años atrás. Una pieza magnífica de Diamond Nexus Labs, la empresa que fabricaba las coronas de Miss Universo desde el año 2009. El diseño, muy vistoso, resaltaba la brillante elegancia de las piedras preciosas.

Al inspector le pareció absurdo que ella dejase su flamante corona en la oficina. Aunque cerrasen la puerta con llave cualquier intruso habilidoso podía hurtarla. Naturalmente no uno venido de fuera; las fuertes medidas de seguridad de la comisaría le impedirían el acceso. Quizá un empleado de mantenimiento o del servicio de limpieza.

La testaruda señorita Robinson no dio su brazo a torcer. La corona se queda aquí y punto; yo tengo tanto derecho como usted al espacio disponible en esta oficina, dijo, tajante.

La detective infravaloraba los éxitos conseguidos con su espectacular belleza, poniéndolos a un nivel inferior que su actividad como policía. Se presentó a los concursos de belleza condicionada por una madre presumida y un padre hijoputa; buscaban la fama y el dinero que no consiguieron por sí mismos.

Sabrina soñaba con ser policía desde que se batía el cobre con la chavalería de Tenderloin, uno de los barrios más peligrosos de San Francisco; no hacía honor a su nombre: solomillo.

Junto a la corona había una fotografía de la coronación. Sabrina en traje de baño; posaba satisfecha, luciendo en el pecho la banda triunfadora. El título, impreso sobre una resplandeciente tela blanca, estaba escrito con letras plateadas revestidas de una fina línea de brillantes. Sus ojos almendrados denotaban cierta perplejidad, a juicio de Coleman. ¿La detective se sentía allí como un burro en un garaje?

Lo aceptase o no era un típico bellezón californiano: alta, atlética. Lo tenía todo: impresionante melena rubia, figura bien delineada, guapura facial. ¡Era justo que recibiese ese premio!

Claro que al inspector le gustaba más ahora. Diez años atrás siguió un régimen muy estricto, vigilada por sus padres, para no excederse del peso permitido a la hora del pesaje, y se veía un tanto raquítica. Al haber ganado algunos kilos, mostraba un aspecto mucho más saludable y tenía un tipazo que cortaba la respiración cuando se ponía las prendas adecuadas para lucirlo.

Sabrina extrajo un cuaderno de tamaño cuartilla, bastante deteriorado, y se lo entregó.

-El diario de Emily.

-Es usted el colmo de la eficiencia, detective Robinson. Lástima que los majaderos mandamases del Departamento de Policía de San Francisco no sepan apreciar sus cualidades como es debido.

-¿No lo hacen?

-Ignoran mis informes para que la asciendan a inspectora.

A Sabrina le constaba que su jefe hacía lo posible para promocionarla, pero ella no se moría por ascender en el Departamento. Se lo pasaba muy bien trabajando con Malcolm Coleman. Y no era ambiciosa. Se conformaba con lo que tenía.

El inspector hojeó rápidamente el cuaderno, con aire distraído, sin saber qué fragmento leer; le daba una pereza insufrible hacerlo.

-Mire este párrafo.

-Ah, sí, ha tenido usted la gentileza de subrayarlo -Coleman se puso las gafas-. Caramba, esa Emily está muy enamorada del misterioso Lazarus.

-O encoñada.

-O enganchada psicológicamente.

-Les ocurre a muchas chicas.

-Vaya, la caligrafía de Emily es tortuosa.

-Mire esta frase.

El inspector se esforzó en entender los trazos de aquella letra casi incomprensible. Por fortuna Emily había escogido un cuaderno con las hojas rayadas, de lo contrario los torcidos renglones de su escritura volverían tan complicada la lectura que se verían en la necesidad de recurrir a un grafólogo.

-No quiero estar contigo cuando lleves a cabo tu gran plan -consiguió leer.

-¡Ahí lo tiene!

Coleman dejó el diario sobre la mesa, volvió a quitarse las gafas y las metió en la funda.

 

***

 

Desvió la mirada, turbado. No soportaba la intensa vigilancia de esos ojos negros y profundos.

¿Qué vio su padre en aquella mujer grotesca e insignificante?

La cuestión era que no sabía nada de él. ¿Le había dejado las rentas que permitían a Sibylle vivir sin trabajar? ¿O eran una herencia de los progenitores? Ella nunca dijo nada al respecto. Se antojaba una boya perdida en su árbol genealógico.

Lazarus P. no conocía a ninguno de sus familiares. Cuando era niño se preguntaba si tenía padre, abuelos, primos, tíos. Luego dejó de preguntárselo. Sibylle era una tumba. No recibía visitas en casa ni tenía amigos. Estaba sola. Su único contacto con el mundo era la iglesia crowder a la que acudía una vez por semana.

¿A qué dedicaba el tiempo libre? Es decir, todo su tiempo, cuando no dormía; ¡se pasaba catorce horas en la cama!

No hacía falta preguntárselo. Sibylle deambulaba por la casa como un espectro. Ejercía de fantasma de sí misma. Cuando se cansaba de dar vueltas por el pasillo y las habitaciones, limpiando y poniendo orden, echaba mano a Regla del crowder y memorizaba sus mandamientos. El único libro que leía, una y otra vez. Y naturalmente el único que había en casa.

Miró su cara de palo, huesuda y pasmada.

-Madre, ¿por qué no te sientas? Estarías más cómoda.

-No.

Prefería estar de pie, paralizada en mitad del salón, bajo la lámpara de araña, atrapada en sus nervios, guardando aquellos silencios interminables que lo herían de niño. No era como las madres de sus compañeros de colegio. Nunca le dedicaba un gesto de ternura, jamás lo besó, ni le abrazaba.

Lazarus P. se sentía incómodo, violento. La casa olía a cerrado, por la costumbre de mantener las ventanas cerradas y las persianas bajadas para evitar que entrase polvo. Sibylle era una maniática de la limpieza. Su vida consistía en limpiar, leer Regla del crowder y pasearse por la casa como un fantasma.

También coleccionaba chuminadas crowders. Aunque eso pertenecía a una etapa pretérita. ¿Quizá en esa época aún vivía con su padre? ¿Se casaron o sólo se arrejuntaron?

No había fotografías, ninguna prueba material que aclarase el misterio.

 

***

 

-¿Te apuntas a la Marcha Contra la Violación del día veintisiete? La inscripción ya está disponible en la web de la asociación.

Don asintió con la cabeza, armándose de paciencia. Estaba claro que Alma, la combativa directora de la asociación, involucraba a Amy cada vez más en sus actividades.

-Claro, puedes contar conmigo.

Don se revolvió en la cama, inquieto. No se hacía a la idea de pasar la noche lejos de su casa de San Francisco, en esa cama extraña. Era un consuelo pensar que Woodacre, el barrio residencial donde vivía Amy, se encontraba a sólo veinticinco millas de distancia; en un momento de apuro cogía el coche y estaba de vuelta en su nido en tres cuartos de hora.

-Sé que te cuesta dormir en una cama que no sea la tuya –dijo Amy, adivinando sus pensamientos.

Don sonrió. No dejaba de maravillarle su intuición. Era admirable esa capacidad para empatizar las emociones de los demás.

-Estoy bien aquí. Tú y Emily tenéis una casa preciosa. Este sitio es muy apacible.

-¿Sabes por qué te pedí que te quedes a dormir?

-Emily está paranoica con los atracos.

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