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-En 1986 había un anciano veterano de guerra pordiosero en Manhattan que se hizo muy popular porque mendigaba entre la Primera y la Segunda Avenida, a las puertas de la sede de la ONU, para mostrar su rostro ulceroso al mundo entero.
-Me pregunto por qué no nos damos cuenta.
-Los trileros alejan nuestra atención del truco. Los científicos han comprobado que el cerebro no puede atender a más de tres cuestiones a la vez, así que lo tienen fácil.
Coleman sacó la llave de contacto.
-Veamos qué nos cuenta Sibylle.
Llamaron varias veces a la puerta.
-Quizá ha salido.
Coleman denegó. Su agudo oído nunca lo engañaba. Sibylle estaba allí, al otro lado de la puerta, mirándolos de arriba abajo a través de la mirilla.
Sacó la placa identificativa para estamparla contra la mirilla.
-¡Policía del Departamento de San Francisco! ¡Abra la puerta!
En el interior de la casa hubo un sonido de fricción. Luego el chasquido de la cerradura superior al abrirse. Y giró cinco vueltas el cierre central que se accionaba con llave. La puerta se entornó. Seguía bloqueada con la cadena de seguridad. Asomó un rostro indescriptible, coronado por una mata de cabello desgreñado; destacaban unos ojos pequeños, ratoniles, de mirada delirante.
-¿Sibylle Parker?
La mujer parpadeó varias veces, asombrada.
El inspector puso la placa delante de su cara.
-Señora, hemos venido a hablar con usted, si tiene la bondad.
Qué escena surrealista, pensó Sabrina. La mujer examinaba la placa como si su vida transcurriese a cámara lenta. Lo cual les daba la oportunidad de observarla detenidamente. ¡Cielos, era la viva imagen de las brujas que describían Andersen y los hermanos Grimm, con ese horroroso vestido negro de hacía trescientos años y su nariz ganchuda!
El inspector perdió la paciencia. Sabrina lo supo antes que abriese la boca. Emanaba una tirantez que ella había aprendido a percibir.
Cuando Malcolm Coleman se desmadraba era un hombre temible, lo sabía por experiencia.
-¡Diablos, señora, si no abre la maldita puerta me veré obligado a volver con una orden de registro y voy a poner su casa patas arriba!
Error. Políticamente incorrecto. El inspector viraba a su peor registro: policía visceral, sin modales y con una lengua viperina. Ella prefería su versión de unos momentos antes, cuando departían en el coche acerca de lo divino y lo humano.
Pero el cambio de tono dio resultado. La mujer abrió la puerta de inmediato y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
Sabrina contuvo la respiración. ¡Dios santo! ¿Dónde se habían metido? ¡Era una cueva infecta! ¡Apestaba! ¡La casa no se había ventilado desde los tiempos de Matusalén! ¿Qué hacían las persianas bajadas y las ventanas cerradas a cal y canto?
Esa fue la impresión inicial. No había aire. Si permanecían allí más de cinco minutos les daría un síncope. Luego vino el desconcierto.
No estaban en el salón de un hogar, sino en un grotesco mercadillo. Sabrina no sabía si reírse o ponerse a llorar. ¿Qué tipo de persona montaba en su casa aquel bazar abarrotado de fruslerías de dudoso valor?
¿Sibylle sufría el síndrome de Diógenes? No, padecía otro peor, se dijo al reparar en el nexo que relacionaba los artículos del abrumador batiburrillo. ¡Eran suvenires crowders de los que se vendían en los tenderetes de sus iglesias! Recuerdos de turista para demostrar la estancia en tal o cual lugar.
¿La bruja de cuento se había dedicado a hacer turismo crowder? ¿O quizá mercadeaba con esos artículos y su casa era una exposición donde recibía a los clientes?
Imposible. ¿Quién se atrevería a pisar ese zulo irrespirable?
Coleman y Sabrina intercambiaron una mirada de estupor. El inspector estaba igual de sorprendido. Aunque era más estoico que ella y no dio importancia a la falta de ventilación, lo asombraba que allí no hubiese televisor, fotografías, libros, adornos, cuadros, la clase de objetos que uno se encuentra en un salón, sino ese fabuloso despliegue de fruslerías crowders que costaban un dólar.
En fin, allá cada cual con sus gustos y aficiones.
Por razones de salud no convenía permanecer mucho tiempo en esa atmósfera.
Los asientos disponibles eran sillas raquíticas como la anfitriona de la casa.
Resultaba inverosímil que esa mujer fea, menguada, de metro y medio, fuese la madre del Jack-Lazarus alto, fornido y atractivo que mostraban las fotografías.
¿La genética humana podía ser tan caprichosa?
-Hemos venido a hablar de su hijo, señora Parker –dijo Coleman, mirando de reojo a la detective, que también se había acomodado en una silla y observaba las baratijas crowders que abarrotaban el salón.
-Yo sólo hablo de Robert Davis –dijo Sibylle atropelladamente.
Sabrina dirigió al inspector una mirada interrogativa.
-El fundador de los crowders –aclaró Coleman, pensando que Sibylle era una patología andante.
Allí estaba en medio de su vulgar museo casero, temblorosa, apretando contra el regazo un libro de tapas negras, Regla del crowder.
¿Un espécimen de tal calibre en ese mundo del desenfreno tecnológico? ¿De qué catacumbas del tiempo había salido?
-Señora, no estamos aquí para hablar de Robert Davis, sino de su hijo Jack Parker.
-Jack…
-¿Podría decirnos cuándo lo ha visto por última vez?
-¡Se ha apartado del camino! –farfulló Sibylle, elevando la voz, con un matiz sañudo.
-¿Qué camino?
-La senda marcada por Robert Davis.
-Entiendo.
-No entiende nada. Imagino que usted no es crowder.
-No tengo el placer.
-¡Ovejas descarriadas! Sólo viviendo según los preceptos de Robert Davis podemos aspirar a la salvación eterna. Jack lo sabía. Desde pequeño. Y durante años vivió de acuerdo a esos preceptos.
Sibylle enarcó las cejas, arrugando su frente estrecha, simiesca, y miró al inspector como si lo considerase un patán en toda regla.
-Jack cumplía a rajatabla los preceptos de Robert Davis. En casa, el colegio, la escuela dominical, el culto de la iglesia, allá adonde fuese. Viajó a España para realizar el servicio pastoral, se ordenó sacerdote y se casó con Fiona, una joven que también ha seguido los preceptos de Robert Davis porque su familia lleva tres generaciones en el rebaño. ¡Jack podría haber alcanzado las más altas dignidades de nuestra iglesia! ¡Lo tiene todo! Es inteligente, sacrificado, tiene tesón y sabe que hacer frente a los tentadores argumentos de los impíos implica mantener la boca cerrada y delegar toda explicación en manos de Robert Davis. ¡Nadie puede justificar la verdad absoluta de Robert Davis, un sabio iluminado y un profeta!
Sibylle jadeó, agotada por ese vehemente discurso que contrastaba con su apariencia enclenque.
Se enfrentaban a un hueso duro de roer, se dijo Coleman.
¿Cómo razonar con ese simulacro de mujer?
-¿Por qué considera que su hijo ha abandonado el camino?
Sibylle escupió al inspector con la mirada.
-¡Ya no es crowder!
-¿Desde cuándo?
-¿Qué clase de policías son ustedes? ¿Por qué investigan a Jack? ¿Ha cometido un crimen? Es la condena para las ovejas que reniegan. El descarriado no conoce la luz de Robert Davis y su condena tiene remedio; la oveja que abandona el redil puede cometer cualquier atrocidad.
Perdían el tiempo. Sibylle sólo era locuaz respecto a Robert Davis. Lo reducía todo a ese turbio personaje.
***
Recorrió los locales de estriptis de San Francisco, empezando por los de la calle Broadway: Deja Vu Centerfolds, Hungry, Deja Vu Roaring 20’s, Penthouse Club y Deja Vu’s Garden of Eden.
Lazarus era muy metódico.
Luego vinieron los de Columbus Avenue: Condor y Little Darlings. A continuación el nearby club de la calle Kearny, el Larry Flynt’s Hustler Club, y por último el de la calle Howard, Gold Club, donde ella alzó el vuelo por tercera vez.
Modesto, Café Lu, Gold Club.
Ya no era una chiquilla provinciana y sin vuelo, sino una Mata Hari irresistible. Clientes. Ofertas sustanciosas de modelaje y publicidad. Y entre medias mucho dinero a cambio de sexo fácil y figurar como chica de fulano o mengano.
El amor se había diluido.
En esos tres años comprendió que él era incapaz de amar a una mujer en concreto; se entregaba a todas, incluso a las feas; le daba igual una que otra.
Ella ya no se conformaba. Ser la mejor stripper de San Francisco era insuficiente. Podía sacar más partido a su cuerpo y a la naturaleza rapaz que Lazarus había imbuido en ella, sustituyendo su corazón timorato y apocado por una caja registradora obsesionada con ingresar dinero contante y sonante.
***
Llevaba mucho tiempo deseando emparejarse con Don. Cada vez que iba a su tienda temblaba de emoción.
Su cercanía le cortaba el aliento.
Luego la angustia de la separación hasta terminar la nueva remesa de cómics y verse de regreso en esa tienda suya tan original y alegre.
Era un sitio diferente, luminoso, opuesto a esos locales deprimentes adonde acudían siniestros personajes, coleccionistas con aspecto de sátiro o pederasta.
La tienda de cómics de Don era una colorida viñeta. Paredes forradas con tapacubos de coche customizados por gente guapa como Justin Hall, Katie Longua, Ed luke, Gene Yang o Erik Larsen.
Del techo colgaban reproducciones en miniatura de personajes célebres de cómic. Y entre los interminables estantes había muchas curiosidades: el traje empleado en una película de Batman, el primer póster de la serie Spiderman, un trozo de valla con grafitis de Asterix Legionario, un busto de cera de Tintín en tamaño natural.