23

 

 

 

 

El inspector consultó su reloj de pulsera. El interrogatorio de Sabrina había sobrepasado los cinco minutos que les concedió el señor Duncan.

Coleman ignoraba que Arthur Duncan se guardaba las espaldas, como enseñaban en la organización. Había mucho en juego. La vigilancia era omnisciente gracias al sofisticado equipo de audio-vídeo con cámaras y micrófonos ocultos en diferentes objetos, como la réplica de la Campana de la Libertad, que él mantenía a punto; el mayordomo tenía prohibido tocarlos.

Sería una desgracia verse infamado públicamente por su propia hija. Los miembros de la organización no le perdonarían ese descuido.

No me degradarán por un capricho de mi hija.

Al atravesar el largo corredor custodiado por retratos de Robert Davis Sabrina vio a través de una ventana que Terry y Rita, la versión del niño de La Profecía y la niña de El exorcista, habían regresado al jardín para seguir fustigando con saña los rosales, él con su bate de béisbol y ella con una vara de avellano.

No había ni rastro de los señores Duncan.

El mayordomo salió a su encuentro.

-Siento que no se queden a tomar el té –dijo, mirándolos con simpatía.

Coleman hizo un guiño de complicidad.

-No se preocupe. Otra vez será –replicó, estrechándole la mano.

Hart se mostró sorprendido. ¡Era la primera vez que recibía ese gesto amistoso en cuarenta años sirviendo a la familia Duncan!

-Me recuerda al protagonista de El mayordomo, de Lee Daniels –dijo Sabrina de vuelta en el Ford Escape.

-Esa peli pasó sin pena ni gloria. ¿A quién le interesa la vida de un mayordomo negro encerrado en la Casa Blanca al servicio de los presidentes de gobierno, desde Harry Truman hasta Ronald Reagan?

-A mí.

-Por cierto, la felicito por el interrogatorio, señorita Robinson.

-Gracias.

-Ha hecho un trabajo excelente.

Sabrina sonrió. Qué bien. ¡Los halagos del inspector llegaban con cuentagotas!

-Supo crear una atmósfera de complicidad con Fiona desde el primer momento.

-Eso intenté.

-Ningún psicólogo profesional lo habría hecho mejor.

-El perfil del sospechoso me motiva. Supongo que Lazarus es una ruina humana netamente yanqui.

Coleman torció el gesto.

-Hay que apresurarse.

-¿Nos esperan?

-Sandy.

-¿La hermana de Amy Harris?

Dejaron el coche en el aparcamiento principal del Golden Gate Park.

-Vengo mucho por aquí en bici.

Sabrina a duras penas lograba mantener el vivo ritmo de Coleman, que caminaba dando largas zancadas, con una rapidez de marchador admirable. ¡Estaba en forma!

-Nuestro Golden Gate Park es más grande que el famoso Central Park de Nueva York.

-¿Dónde ha quedado con ella?

-En el vergel más antiguo de Estados Unidos. El Jardín de té japonés.

 

***

 

Lazarus P. aparcó el viejo Dodge a trescientos metros de la casa de Emily.

-¡Abur!

-Que te cunda.

-Si te mortificas con la foto de Fiona y los niños en mi ausencia te corto el rabo.

-Quizá no lo encuentres.

-¡Me revientan tus pajas mentales!

-Qué otra cosa me queda.

-El agua pasada se convierte en aguas fecales, Priest.

-¡Vete al infierno!

-Me voy, pero no allí. Mi cipote brinca de alegría ante la nueva inmersión.

Lazarus F. dio un portazo y avanzó con paso decidido por ese barrio residencial al que había llegado por primera vez de casualidad.

Se detuvo ante una vivienda unifamiliar de dos plantas con jardincito en la parte frontal, modesta, de clase media. Según Emily el inquilino trabajaba y la madre había ido a San Francisco para distribuir su nueva remesa de cómics.

No tardó en aparecer, maquillada, luciendo unas prendas que parecía estrenar. Era buena chica, evidente. Y estaba coladita por él. Lo miraba con ojillos de corderita degollada. No había pegado ojo en toda la noche. Se ilusionaba. Él era la causa de su felicidad. Un prestidigitador capaz de transmutar la materia. Su tótem de adoración.

Por eso le entregaba su alma en bandeja de plata. Haría cualquier sacrificio para complacerlo. Casi. Aún faltaba una frontera por traspasar. Creía tener conciencia, como los cristianos.

Una mujer con alma. Patético.

¿Te entregas a mi cuento de hadas, gatita?

Desconectada de la realidad sentimental, sin experiencia en el mundillo del corazón, en guardia con los hombres para no caer en manos de un maltratador, le aterraba heredar la condición de víctima que su madre aguantó durante veinte años.

Había interactuado tanto con Amy que era incapaz de buscar su propio camino. Implicarse en una relación conllevaba una ruptura afectiva para la que no estaba preparada.

El miedo es mal consejero en amoríos, pasiones varias y aventuras, querida.

Sigamos con nuestros escarceos adolescentes.

-¡Lazarus! ¡Has venido!

Se colgó de su cuello como una niña. Resplandeciente. Irradiaba entusiasmo.

Qué trascendencia dan ciertas féminas a estos asuntos; nunca dejará de sorprenderme.

Sus ojos brillaban. La cara se había coloreado. Toda ella estaba magnetizada.

-¿Llego en buen momento?

-¡Perfecto! ¡Cuánto te he echado de menos!

-¡Si nos vimos la semana pasada!

Lazarus F. se dejó abrazar, rodeando ese cuerpo macizo, y besó su frente.

He estado con cientos de mujeres y ninguna abraza como Emily.

Fuerza, intensidad, sentimiento. Se acoplaba a él, ensamblándose como una pieza mecánica. Él era el imán. Y ella un pedazo de hierro. ¡Se pegaba!

La casa estaba limpia y ordenada, como de costumbre. Muebles sencillos. Decoración sobria. Un hogar humilde pero digno, cálido, acogedor; transmitía serenidad.

Lazarus F. se acomodó en su asiento preferido, el confortable Chesterfield, clásico y elegante, de genuino estilo británico. Su tapizado Capitoné de piel desgastada marrón oscuro le daba un aspecto mullido gracias a los botones repartidos de forma geométrica por el respaldo.

La estructura compuesta por marcos de madera barnizada proporcionaba una solidez contagiosa.

Se sentía un lord inglés del siglo diecinueve en su selecto club social al acoplarse en ese Chesterfield, único mueble lujoso de la casa.

Era el conde de Chesterfield que creó aquella maravilla para mantener la postura erguida y altiva cuando estaba sentado en el salón de su casa. Los sofás convencionales deslucían su impecable vestimenta, provocando una curvatura de la columna vertebral poco estética.

El Chester, de formas suavemente redondeadas, tenía a la misma altura el respaldo y los característicos brazos en forma de voluta.

-Está claro que has hecho buenas migas con Chester.

-¡Y que lo digas!

-¿Quieres zumo de frambuesa?

 

***

 

-No tiene un pelo de tímido. Se nota que es un tipo desenvuelto. Y luego está el tema de las fotos. ¡No hubo manera! Cuando por fin lo vi saqué mi cámara para fotografiarlo y se puso como un demonio.

Don se sentía aturdido.

-Eso no significa que sea peligroso.

Amy denegó rotundamente.

-¡Lo es!

-Temes que tropiece con un maltratador; es comprensible.

¡Tenía la violencia de género clavada en la mollera!

-Pensarás que estoy mal de la cabeza.

-Quizá deberías dar una oportunidad a ese muchacho.

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